– Hay otra cosa que hemos de tener en cuenta y que puede apoyar su argumento -intervino el mariscal de campo Erwin Rommel.

Hitler giró sobre sus talones para encararse con él.

– Adelante, herr mariscal de campo.

Rommel señaló con un gesto el mapa que, detrás de Hitler, ocupaba la pared desde el suelo hasta el techo.

– Si me permite una exposición, mi Führer…

– Naturalmente.

Rommel rebuscó en el interior de su cartera, extrajó un par de calibradores y se acercó al mapa. En el mes de diciembre, Hitler le había ordenado asumir el mando del Grupo de Ejércitos B, establecido a lo largo de la costa del Canal. El Grupo de Ejércitos B incluía el 7.º Ejército, en la zona de Normandía, el 15.º Ejército, entre el estuario del Sena y el Zuiderzee, y el Ejército de los Países Bajos. Recuperado física y psicológicamente de las desastrosas derrotas sufridas en África del Norte, el famoso Zorro del Desierto se había lanzado al cumplimiento de su nueva misión con un increíble despliegue de energía, recorriendo a todas horas el litoral francés en su cabriolé Mercedes 230 para inspeccionar las defensas costeras y la disposición de las tropas y los carros de combate. Había prometido convertir la costa francesa en «un jardín del diablo», un paisaje de piezas de artillería, campos de minas, fortificaciones de hormigón y alambradas espinosas, del que el enemigo jamás emergería.

Sin embargo, en su fuero interno, Rommel creía que cualquier fortificación construida por el hombre podía ser rebasada por el hombre.

De pie ante el mapa, Rommel abrió los calibradores y dijo:

– Esto representa la autonomía de los cazas enemigos Spitfire y Mustang. Esta es la situación de las bases más importantes de aviones de caza establecidas en el sur de Inglaterra. -Colocó las puntas de los calibradores en cada una de las bases y trazó una serie de arcos sobre el mapa-. Como puede ver, mi Führer, tanto Normandía como Calais están situadas dentro del radio de acción de los cazas enemigos. En consecuencia, hemos de considerar ambos territorios como posibles zonas de invasión.

Hitler asintió, impresionado por la exposición de Rommel.

– Póngase durante un momento en la situación del enemigo, herr mariscal de campo. Si intentase invadir Francia partiendo de Inglaterra, ¿dónde daría el golpe?

Rommel fingió reflexionar durante unos segundos, antes de decir:

– Debo reconocer, mi Führer, que todos los indicios apuntan hacia una invasión por el paso de Calais. Pero no puedo quitarme de la cabeza la idea de que el enemigo nunca intentará un ataque frontal sobre nuestra más poderosa concentración de fuerzas. También estoy escarmentado por mi experiencia en África. Los británicos ya jugaron la carta del engaño antes de la batalla del Alamein y volverán a hacerlo antes de embarcarse en una invasión de Francia.

– ¿Y el Muro del Oeste, herr mariscal de campo? ¿Cómo avanzan los trabajos?

– Queda mucho por hacer, mi Führer. Pero adelantamos a buen ritmo.

– ¿Estará terminado antes de la primavera?

– Así lo creo. Pero las fortificaciones costeras por sí solas no pueden detener al enemigo. Necesitamos desplegar adecuadamente nuestros blindados. Y para ello me temo que no tenemos más remedio que saber dónde proyectan descargar el golpe. De no conocer ese dato, todo será inútil. Si el enemigo desembarca con éxito, la guerra puede estar perdida.

– Tonterías -terció Heinrich Himmler-. Bajo el mando del Führer, la victoria definitiva de Alemania es algo fuera de duda. Las playas de Francia serán una tumba para británicos y norteamericanos.

– No -dijo Hitler, al tiempo que agitaba la mano-. Rommel tiene razón. Si el enemigo establece una cabeza de playa, la guerra está perdida. Pero si desbaratamos la invasión antes incluso de que se desencadene… -Hitler inclinó la cabeza hacia atrás, fulgurantes los ojos-. Tardarían meses en organizar otro intento. El enemigo no volvería a probar suerte. Roosevelt jamás sería reelegido. ¡Hasta es posible que acabara en la cárcel! La moral británica se derrumbaría de la noche a la mañana. ¡Churchill, ese viejo gordo enfermo, acabaría destruido! Con los estadounidenses y británicos paralizados, lamiéndose las heridas, podríamos tomar hombres y material del oeste y trasladarlos al este. Stalin estaría a nuestra merced. Pediría la paz. De eso, estoy seguro.

Hitler hizo un pausa para permitir que sus palabras calasen.

– Pero si hay que detener al enemigo, hemos de conocer el emplazamiento de la invasión -dijo-. Mis generales creen que será en Calais. Yo soy escéptico. -Dio media vuelta y proyectó su llameante mirada sobre Canaris-. Herr almirante, quiero que zanje esta discusión.

– Eso tal vez no sea posible -repuso Canaris precavidamente.

– ¿No es misión de la Abwehr proporcionar inteligencia militar?

– Desde luego, mi Führer.

– Tiene espías operando dentro de Gran Bretaña, lo demuestra ese informe acerca de la llegada a Londres del general Eisenhower.

– Evidentemente, mi Führer.

– Entonces le sugiero que ponga manos a la obra, herr almirante. Quiero pruebas de las intenciones del enemigo. Quiero que me traiga el secreto de la invasión… ¡y en seguida! Permítame asegurarle que no disponemos de mucho tiempo.

Hitler palideció visiblemente y pareció súbitamente agotado.

– Ahora caballeros, al menos que tengan na mala noticia más que darme, voy a dormir unas horas. Ha sido una noche muy larga.

Todos se pusieron en pie y Hitler subió la escalera.

5

Norte de España, agosto de 1936

Él está de pie delante de las puertas, abiertas a la noche calurosa, con una botella de vino blanco fresco en la mano. Se sirve otro vaso, sin brindarse a llenar de nuevo el de ella. Tendida en la cama, la mujer fuma y escucha la voz del hombre. Y escucha también el rumor que produce el cálido viento al agitar las ramas de los árboles que crecen más allá del porche. Relámpagos de calor centellean silenciosamente sobre el valle. Su valle, como él siempre dice. «Mi jodido valle. Y si los cabrones de los republicanos intentan quitármelo, les cortaré las putas pelotas y se las echaré a los perros.»

– ¿Quién te enseñó a disparar así? -pregunta él. Habían salido a cazar por la mañana y ella cobró cuatro faisanes mientras él sólo abatió uno.

– Mi padre.

– Tiras mejor que yo.

– Ya me he dado cuenta.

El relámpago vuelve a iluminar quedamente la habitación y ella puede distinguir claramente a Emilio durante unos segundos. Emilio tiene treinta años más que ella, lo que no es óbice para que la muchacha crea que es guapo. Tiene el pelo rubio ceniza y el sol ha dado a su cara el color de una silla de cuero engrasada. La nariz es larga y aguda, como la hoja de un hacha. Estaba deseando que sus labios la besaran, pero él la anheló con excesiva premura e ímpetu la primera vez. Y Emilio siempre consigue lo que condenadamente quiere, muñeca.

– Hablas inglés muy bien -la informa, como si ella escuchase tal elogio por primera vez-. Tu acento es perfecto. Yo nunca pierdo el mío, por mucho que me esfuerce.

– Mi madre era inglesa.

– ¿Dónde está ahora?

– Murió hace mucho tiempo.

– ¿También hablas francés?

– Sí -responde ella.

– ¿Italiano?

– Sí, italiano también.

– Aunque tu español no es tan bueno.

– Es lo suficientemente bueno.

Él se está acariciando el pene con los dedos mientras habla. Le gusta su pene, como le gusta su dinero y sus tierras. Se refiere a él, al pene, como si se tratara de uno de sus más excelentes caballos. En la cama, el pene es como una tercera persona.

– Estuviste acostada con María junto al arroyo; luego, por la noche, me dejaste ir a tu cama y echarte un polvo -dice él.

– Es una forma de expresarlo -responde ella-. ¿Quieres que corte con María?

– La haces feliz -replica él, como si la felicidad fuese la base para cualquier cosa.

– Ella me hace feliz a mí.

– Nunca conocí una mujer como tú. -Él se pone un cigarrillo en la comisura de la boca y lo enciende, ahuecadas protectoramente las manos contra la brisa del atardecer-. Te follas a mi hija y me follas a mí el mismo día sin pestañear.

– No creo en los compromisos formales.

Él deja oír su risa tranquila y controlada.

– Eso es maravilloso -dice, y vuelve a reír sosegadamente-. No crees en los compromisos formales. Eso es maravilloso. Compadezco al pobre hijo de puta que cometa el error de enamorarse de ti.

– Yo también.

– ¿Tienes sentimientos?

– No, realmente no.

– ¿Quieres a alguien o algo?

– Quiero a mi padre -dice ella-. Y me encanta acostarme con María junto al arroyo.

María es la única mujer que ha conocido cuya belleza representa una amenaza para ella. Neutraliza esa amenaza saqueando la belleza de María en beneficio propio. Su melena de rizado pelo castaño. Su inmaculada piel color aceituna. Sus senos perfectos, que en la boca de ella son como peras del estío. Sus labios, la cosa más suave que ella haya tocado jamás.

– Ven a España en el verano y vive conmigo en la finca de mi familia -le dijo María una tarde de lluvia en París, donde ambas estudiaban en la Sorbona. Su padre se sentirá decepcionado, pero a ella no le seduce en absoluto la idea de pasar el verano en Alemania contemplando los desfiles de los jodidos nazis por las calles. Lo que ignoraba era que, en cambio, iba derecha a darse de manos a boca con una guerra civil.

Pero la guerra no penetra en el insolente enclave paradisíaco de Emilio, en las estribaciones de los Pirineos. Es el verano más fantástico de su vida. Por la mañana, los tres van de caza o hacen correr los perros y, por la tarde, María y ella cabalgan hasta el arroyo, nadan en las frías aguas de las balsas profundas y toman el sol tendidas sobre las rocas. Lo que más le gusta a María es estar al aire libre con ella. Adora la sensación del sol acariciándole los pechos mientras tiene a Anna entre las piernas.

– Mi padre también te desea, ya lo sabes -anuncia María una tarde, mientras están tendidas a la sombra de un eucalipto-. Puedes poseerlo. Pero no te enamores de él. Todo el mundo está enamorado de él.