Vogel alzó la vista y contempló a Ulbricht durante unos segundos antes de hablar. Se preguntó si aquel hombre estaría a la altura de las exigencias de una operación como la que se aprestaba a desencadenar. Ulbricht tenía veintisiete años, pero no aparentaba menos de cuarenta. Su negro pelo cortado al uno estaba jaspeado de hebras grises. Arrugas dejadas por el dolor descendían como regatos desde el borde de su único ojo sano. El otro lo había perdido en una explosión y un limpio parche negro ocultaba la cuenca vacía. Pendía de su cuello una Cruz de Caballero. Llevaba desabrochado el botón superior de la guerrera porque el esfuerzo del más mínimo movimiento le acaloraba y le hacía sudar. En todo el tiempo que llevaban trabajando juntos, Vogel no había oído quejarse a Ulbricht una sola vez.

– Quiero que vayas a Hamburgo mañana por la noche. -Tendió a Ulbricht la transcripción de los mensajes-. No te muevas del lado del radiotelegrafista mientras envía esto. Asegúrate de que no se producen errores. Comprueba que el acuse de recibo de los agentes está en orden. Si observas algo fuera de lo normal, quiero enterarme de ello. ¿Entendido?

– Sí, señor.

– Antes de irte, localízame a Horst Neumann.

– Creo que está en Berlín.

– ¿Dónde se hospeda?

– No estoy seguro -dijo Ulbricht-, pero me parece que hay una mujer por medio.

– Eso es lo normal. -Vogel se llegó a la ventana y miró la calle-. Ponte en contacto con el personal de la granja de Dahlem. Diles que nos esperen esta noche. Quiero que te reúnas con nosotros allí mañana, cuando vuelvas de Hamburgo. Indícales que monten la plataforma de saltos del granero. Ha transcurrido una eternidad desde la última vez que Neumann se tiró desde un avión. Necesitará entrenamiento.

– Sí, señor.

Ulbricht se retiró, dejando a Vogel solo en el despacho. Éste permaneció largo rato en la ventana, mientras repasaba mentalmente una vez más todo el plan operativo. El secreto mejor guardado de la guerra y él pensaba escamotearlo con la colaboración de una mujer, un lisiado, un paracaidista de tierra y un traidor británico. ¡Menudo equipo has reunido, Kurt, viejo! Si no estuviera en la línea de fuego su propio cuello, podría parecerle divertido todo el asunto. Pero no, se limitó a estar allí de pie, como una estatua, a observar la nieve que caía silenciosa, como planeando, sobre Berlín, y a preocuparse a muerte.

6

Londres

El Servicio de Seguridad Imperial de Inteligencia, más conocido por la designación de Información Militar, o MI-5, tenía su cuartel general en el pequeño y compacto edificio de oficinas del número 58 de la calle St. James. El cometido del MI-5 era el contraespionaje. En el vocabulario del mundo de la información reservada, contraespionaje significa proteger los secretos propios y, cuando es necesario, capturar espías. Durante buena parte de los cuarenta años de su existencia, el Servicio de Seguridad trabajó duro a la sombra de su primo, más seductor, el Servicio Secreto de Inteligencia, o MI-6. Tales rivalidades, recíprocamente destructivas, no importaban gran cosa al profesor Alfred Vicary. Vicary ingresó en el MI-5 en mayo de 1940, donde aún se le podía encontrar una sombría tarde lluviosa, cinco días después de la conferencia secreta de Hitler en Rastenberg.

El piso superior era el dominio de los altos mandos: los despachos del director general, de su secretaría, de los directores asistentes y de los jefes de división. La oficina del general de brigada sir Basil Boothby se encontraba allí, oculta tras un par de intimidatorias puertas de roble. Desde lo alto de las mismas, sobre el dintel, un par de luces enviaban su resplandor: la roja significaba que había demasiada inseguridad para permitir el acceso, la verde que uno podía entrar bajo su propia responsabilidad. Como siempre, Vicary dudó antes de oprimir el timbre.

Había recibido la convocatoria a las nueve, cuando aún estaba guardando sus cosas en el armario metálico color gris cañón de arma de fuego y se disponía a ordenar el cuchitril, como llamaba a su despachito. Cuando el MI-5 estalló en volumen, al empezar la guerra, el espacio se convirtió en artículo de lujo. Vicary se vio relegado a una celda sin ventanas de las dimensiones de un cuarto de escobas, con una burocrática alfombra verde y una maciza mesita de maestro de escuela. El compañero de Vicary, un antiguo funcionario de la Policía Metropolitana llamado Harry Dalton, ocupaba con otros subalternos una zona común en el centro del piso. Reinaba en dicha zona una escandalera de sala de redacción de periódico y Vicary sólo se aventuraba allí cuando era estrictamente imprescindible.

Oficialmente, Vicary tenía la graduación de comandante del Cuerpo de Inteligencia, aunque la jerarquía militar significaba prácticamente nada dentro del departamento. La mayor parte del personal se refería a él llamándole «el profesor», y sólo se había puesto el uniforme en dos ocasiones. No obstante, Vicary había cambiado su forma de vestir. Había abandonado las prendas de tweed de la universidad y ahora llevaba trajes gris claro adquiridos antes de que se racionara la ropa, como se racionó casi todo. De vez en cuando se tropezaba con algún colega del University College. A pesar de los incesantes avisos del gobierno advirtiendo del peligro de hablar más de la cuenta, inevitablemente le preguntaban a Vicary qué hacía exactamente. Vicary solía esbozar una sonrisa cansina, se encogía de hombros y daba la respuesta prescrita: trabajaba en un aburridísimo departamento de la Oficina de Guerra.

A veces era aburrido, pero no muy a menudo. Churchill tenía razón, era hora de que volviese a vivir. Su llegada al MI-5, en mayo de 1940, fue como volver a nacer. Floreció en aquella atmósfera de espionaje en tiempo de guerra: las largas horas, las crisis, el deprimente té en la cantina. Incluso había vuelto a caer en la costumbre de fumar cigarrillos, vicio que el año anterior, en Cambridge, había jurado abandonar definitivamente. Le encantaba ser actor en el teatro de lo real. Dudaba seriamente de que volviera a satisfacerle el santuario de la academia.

Seguramente las horas y la tensión le pasarían factura, pero nunca se había sentido mejor. Podía trabajar durante más tiempo y necesitaba menos horas de sueño. En cuanto caía en la cama se quedaba dormido automáticamente. Como los demás funcionarios, pasaba muchas noches en la sede del MI-5, donde descabezaba sus sueñecitos en la pequeña cama de campaña que tenía plegada al lado de su despacho.

Sólo el menoscabo de sus gafas de media luna de lectura sobrevivían a la catarsis de Vicary, todavía manchadas, maltrechas y objeto de bromas por parte de los integrantes del departamento. En momentos de congoja, aún se palpaba los bolsillos en su busca y se las ponía sobre la nariz en busca de alivio.

Cosa que hizo en aquel momento, cuando la luz de encima del despacho de Boothby encendió de pronto su color verde. Vicary pulsó el timbre con el aire meditabundo del hombre que asiste al funeral de un amigo de la infancia. Se oyó un suave zumbido, se abrió la puerta y Vicary entró.

El despacho de Boothby era amplio y alargado, con pinturas estupendas, chimenea de gas, magníficas alfombras persas y una espléndida vista desde los altos ventanales. Sir Basil mantuvo esperando a Vicary los diez minutos de rigor antes de entrar finalmente en la estancia a través de una segunda puerta que conectaba el despacho con la secretaría del director general.

El general de brigada sir Basil Boothby tenía la talla y la envergadura clásicas inglesas: alto, anguloso, aún daba muestras de la agilidad física que había hecho de él una estrella del atletismo en la escuela. Allí estaba a sus anchas, una comodidad que se apreciaba en la forma en que su fuerte mano sostenía el vaso con la bebida, en los cuadrados hombros y el grueso cuello, en la estrechez de las caderas, donde los pantalones, el chaleco y la chaqueta convergían en elegante perfección. Poseía ese sólido buen aspecto que cierto tipo de mujeres jóvenes encuentran atractivo. Su cabellera y sus cejas rubio ceniza eran tan lozanas que daban pie a los ocurrentes del departamento para referirse a Boothby llamándole «la escobilla de la quinta planta».

Poco se sabía oficialmente de la carrera de Boothby, sólo que durante toda su vida profesional había trabajado en los servicios de espionaje y en las organizaciones de seguridad. Vicary creía que los rumores y cotilleos que envuelven a un hombre con frecuencia dicen más acerca de su persona que su currículum vitae. Las especulaciones referentes a Boothby habían producido toda una industria artesanal dentro del departamento. De acuerdo con la fábrica de habladurías, Boothby dirigió durante la Primera Guerra Mundial una red de espías que llegó a introducirse en el Estado Mayor General germano. En Delhi ejecutó personalmente a un indio acusado de asesinar a un ciudadano británico. En Irlanda mató a un hombre a culatazos con su pistola por negarse a confesar la localización de un alijo de armas. Era un experto en artes marciales y dedicaba su tiempo libre a perfeccionar sus habilidades. Era ambidextro y podía escribir, fumar, beber su ginebra y sus bitters y romperle a uno el cuello con cualquiera de sus dos manos. Su tenis era tan bueno que hubiese podido ganar Wimbledon. «Engañoso» era el calificativo que se aplicaba con mayor frecuencia a su juego y la destreza con que cambiaba la raqueta de mano a mitad del partido aún confundía a sus oponentes. Se hablaba mucho de su vida sexual y aún se discutía más acerca de ella: mujeriego empedernido que se había llevado a la cama a la mitad de las mecanógrafas y secretarias del Registro; homosexual.

En opinión de Vicary, sir Basil Boothby simbolizaba todo lo malo que tenía la Inteligencia Británica de entregueñas, el inglés de alta cuna educado en Eton y Oxford, convencido de que el ejercicio del poder secreto era un derecho de nacimiento, lo mismo que la fortuna familiar y la mansión de Hampshire con varios siglos de antigüedad. Rígido, indolente. ortodoxo. polizonte que calzaba zapatos hechos a mano y trajes de Savile Row, Boothhy había sido eclipsado intelectualmente por los nuevos reclutas que ingresaron en el M1- 5 a raíz del inicio de la guerra: los cerebros más brillantes de las universidades, los mejores abogados de los más prestigiosos bufetes de Londres. Ahora se encontraba en una situación nada envidiable: tenía que supervisar a hombres que eran mucho más inteligentes que él y al mismo tiempo pretender reivindicar crédito burocrático por los logros de esos colaboradores.