Vicary torció por una calle flanqueada por blancas terrazas georgianas que los postreros minutos del ocaso pintaban de rosa. Caminaba despacio, como si se hubiera perdido, aferrando con una mano la pesada cartera, mientras la otra se hundía en el bolsillo del impermeable. Una mujer atractiva, aproximadamente de su edad, salió de un portal. La seguía un hombre bien parecido, con expresión de aburrimiento en la cara. Incluso a aquella distancia, incluso a pesar de su vista deficiente, Vicary observó que se trataba de Helen. La hubiera reconocido en cualquier sitio: el porte erguido, el largo cuello, los andares desdeñosos, como si estuviera a punto de tropezar con algo desagradable. Vicary la vio subir a la parte posterior de un automóvil con chófer. El coche se apartó del bordillo de la acera y rodó en dirección a Vicary. «¡Apártate, maldito idiota! ¡No la mires!» Pero fue incapaz de atender su propia advertencia. Al pasar el vehículo por su lado, volvió la cabeza y echó una mirada al asiento trasero. Ella le vio, sólo durante unos segundos, pero fue el tiempo suficiente: Violenta, desvió rápidamente la vista. A través del cristal de la ventanilla posterior, Vicary observó que la mujer apartaba la mirada y dirigía un cuchicheo a su esposo, el cual echó la cabeza hacia atrás a la vez que soltaba una carcajada.

«¡Imbécil! ¡Maldito imbécil atontado!»

Vicary reanudó la marcha. Levantó la cabeza y vio al coche desaparecer al doblar una esquina. Le hubiera gustado saber a dónde se dirigían; a otra fiesta, al teatro tal vez. «¿Por qué no puedes quitártela de la cabeza? Han pasado veinticinco años, por el amor de Dios. -Y luego pensó también-: ¿Y por qué tu corazón acelera sus latidos como ocurrió la primera vez que viste su cara?»

Apretó el paso cuanto pudo, hasta que el cansancio le dominó y se quedó sin aliento. En su cerebro no podía entrar ningún pensamiento, nada que no fuese ella. Llegó a un patio de recreo y se detuvo ante la verja de hierro forjado, desde donde contempló a través de los barrotes a los niños que jugaban allí. Iban demasiado abrigadospara el mes de mayo y corrían y saltaban por el patio como pequeños pingüinos regordetes. Cualquier espía alemán que anduviese al acecho se daría cuenta seguramente de que la mayor parte de los londinenses habían hecho oídos sordos al aviso del gobierno y conservaban a sus hijos con ellos en la ciudad. Aunque en circunstancias normales los niños le eran indiferentes por completo, Vicary continuó de pie ante la verja y escuchó fascinado los gritos de aquellos pequeños, mientras pensaba que no había nada tan reconfortante como las voces de los chiquillos disfrutando de sus juegos.

El automóvil de Churchill le estaba esperando en la estación. Rodó velozmente, con la capota sin desplegar, a través de la verde y ondulante campiña del sureste de Inglaterra. El día era fresco y ventoso, y todo parecía encontrarse en plena floración. Sentado en la parte de atrás, Vicary mantenía cerradas sobre el cuello, con una mano, las solapas del abrigo, y con la otra apretaba el sombrero contra la cabeza. El viento sacudía el interior del coche descubierto como un vendaval que se precipitase por encima de la proa de un buque. Vicary debatió consigo mismo la conveniencia de decirle al conductor que se detuviera para levantar la capota. Comenzó el inevitable acceso de estornudos, al principio como el simple fuego esporádico de un francotirador, para ir aumentando después en intensidad y convertirse en una continua descarga graneada. A Vicary le era imposible decidir qué mano debía destinar a cubrirse la boca. Giraba repetidamente la cabeza para estornudar, a fin de que el viento se llevase las nubecillas de humedad y gérmenes.

Por el espejo retrovisor, el chófer observó las rotaciones de Vicary y se alarmó.

– ¿Quiere que frene, profesor Vicary? -preguntó, a la vez que levantaba el pie del acelerador.

El ataque de estornudos amainó y Vicary pudo entonces disfrutar del viaje. Lo cierto era que el paisaje rural le tenía sin cuidado. Él era londinense. Le gustaban las multitudes, el ruido y el tráfico, y tendía a sentirse desorientado en los espacios abiertos. También aborrecía la quietud de las noches. Sumido en ella su mente deambulaba a la deriva y no tardaba en tener la convicción de que la oscuridad hervía de vigilantes al acecho. Pero ahora se arrellanó en el asiento del automóvil y se maravilló ante la belleza natural de la campiña de Inglaterra.

El automóvil entró en el paseo de acceso a Chartwell. Al apearse Vicary, su pulso avivó el ritmo. Cuando se acercaba a la puerta, ésta se abrió y un asistente de Churchill, Inches, apareció en el umbral para darle la bienvenida.

– Buenos días, profesor Vicary. El primer ministro espera su llegada con gran impaciencia.

Vicary le entregó el abrigo y el sombrero y entró en la casa. En el salón, alrededor de una docena de hombres y un par de muchachas estaban entregados al trabajo, algunos de uniforme, otros, como Vicary, de paisano. Hablaban en tono apagado, de confesionario, como si las noticias fuesen malas. Repiqueteó un teléfono, y, luego otro. Descolgaron ambos aparatos tras el primer timbrazo,

– Confío en que haya tenido un viaje agradable -dijo Inches.

– Magnífico -mintió Vicary cortésmente.

– Como de costumbre, el señor Churchill está retrasado esta mañana -dijo Inches. Luego añadió confidencialmente-. Establece una agenda de trabajo inaccesible, y todos nosotros nos pasamos el resto del día tratando de cumplirla, de ponernos al corriente.

– Lo comprendo, Inches. ¿Dónde quiere que espere?

– La verdad es que el primer ministro desea verle cuanto antes esta mañana. Me encargó que le llevase arriba, inmediatamente, nada más llegara usted.

– ¿Arriba?

Inches llamó suavemente con los nudillos y abrió la puerta del cuarto de baño. Churchill estaba dentro de la bañera, con el puro en una mano y su segundo vaso de whisky de la jornada descansando en una mesita situada lo bastante cerca como para poder cogerlo sin dificultad. Inches anunció a Vicary y se retiró.

– Vicary, mi querido compañero -saludó Churchill. Puso la boca al nivel del agua, sopló y produjo unas burbujas-. Es estupendo que haya venido.

A Vicary le pareció opresiva la temperatura del cuarto de baño. También le costaba trabajo contener la risa ante el espectáculo de aquel enorme hombretón de piel rosada chapoteando en la bañera como un mozalbete. Se quitó la chaqueta de tweed y, a regañadientes, se sentó en la taza del inodoro.

– Deseaba intercambiar unas palabras con usted en privado; ese es el motivo por el que le invité a venir a mi guarida. -Churchill se pellizcó los labios-. Vicary, he de confesar de entrada que estoy enfadado con usted.

Vicary se puso rígido.

Churchill abrió la boca para proseguir, pero se contuvo. En su semblante surgió una expresión de perplejidad, de frustración.

– ¡Inches! -bramó Churchill.

Inches entró.

– ¿Sí, señor Churchill?

– Inches, creo que la temperatura del agua de mi baño ha descendido por debajo de los cuarenta grados centígrados. ¿Le importaría echar un vistazo al termómetro y comprobarlo?

Inches se arremangó y sacó el termómetro del interior de la bañera. Lo examinó como un arqueólogo estudiaría un antiguo fragmento de hueso.

– ¡Ah, está usted en lo cierto, señor! La temperatura de su baño ha descendido a los treinta y nueve grados centígrados. ¿Debo aumentar la temperatura, señor?

– Naturalmente.

Inches abrió el grifo del agua caliente y lo dejó que corriera unos instantes. Churchill sonrió al alcanzar el agua de su baño la temperatura adecuada.

– Eso está mucho mejor, Inches.

Churchill se dio media vuelta para ponerse de costado. El agua rebasó el borde de la bañera y la cascada líquida empapó la pernera de los pantalones de Vicary.

– ¿Decía usted, primer ministro…?

– Ah, sí. Decía, Vicary, que estoy enfadado con usted. Nunca me contó que en sus días juveniles era realmente bueno en el juego del ajedrez. Derrotaba a todos los rivales que se le presentaban en Cambridge, según me han dicho.

Absolutamente confundido, Vicary repuso:

– Le ruego que me disculpe, primer ministro, pero el tema del ajedrez nunca salió a relucir en el curso de nuestras conversaciones.

– Brillante, implacable, audaz, así me han descrito su juego. -Churchill hizo una pausa-. También sirvió en el Cuerpo de Información durante la Primera Guerra Mundial.

– Sólo estuve en la Unidad Motociclista. Fui simple correo, nada más.

Churchill apartó su mirada de Vicary y contempló el techo.

– En el año mil doscientos cincuenta antes de Jesucristo, el Señor dijo a Moisés que enviase agentes a espiar en la tierra de Canaán. El Señor fue lo bastante bondadoso como para dignarse dar a Moisés algunos consejos acerca del modo de reclutar esos espías. Sólo los hombres mejores y más inteligentes son capaces de realizar tarea tan importante, dijo el Señor, y Moisés tomó sus palabras al pie de la letra.

– Eso es verdad, primer ministro -confirmó Vicary-. Pero también es cierto que el servicio de información de los espías reunidos por Moisés se infrautilizó. Como consecuencia, los Israelitas se pasaron otros cuarenta años vagando por el desierto. Churchill sonrió.

– Debería haber aprendido hace mucho tiempo que nunca tengo que discutir con usted, Alfred. Posee un cerebro agilísimo. Es algo que siempre he admirado.

– ¿Qué es lo que quiere que haga?

– Quiero que acepte un trabajo en la Inteligencia Militar.

– Pero, primer ministro, en verdad no estoy capacitado para esa clase de…

– Ahí nadie sabe lo que hace -le interrumpió Churchill en seco-. En especial los oficiales profesionales.

– ¿Pero qué va a pasar entonces con mis alumnos? ¿Y con mi investigación?

– Sus estudiantes no tardarán en estar en filas, luchando por su vida. En cuanto a su investigación, puede esperar -Churchill hizo una pausa-. ¿Conoce a John Masterman y a Christopher Cheney, de Oxford?

– No me diga que también los ha reclutado.

– Desde luego…, y no espere encontrar en ninguna universidad un matemático que profesionalmente merezca la pena -dijo Churchill-. Hemos arramblado con todos y los hemos remitido a Bletchley Park.

– ¿Y qué rayos están haciendo allí?

– Intentando descifrar las claves alemanas.

Vicary manifestó brevemente su pensamiento.

– Supongo que voy a aceptar.

– Estupendo. -Churchill estampó un puñetazo en la parte lateral de la bañera-. Lo primero que va a hacer el lunes será presentarse al general de brigada sir Basil Boothby. Está al mando de la división a la que se le asignará usted. Es también la personificación del perfecto asno inglés. Frustraría mis intenciones si pudiera, pero es demasiado estúpido para tal cosa. Ese hombre asaría la manteca.