– Parece encantador.

– Sabe que usted y yo somos amigos y, por lo tanto, le pondrá pegas. No se deje intimidar por él. ¿Entendido?

– Sí, primer ministro.

– Necesito dentro de ese departamento a alguien en quien pueda confiar. Es hora de poner de nuevo inteligencia en la Inteligencia Militar. Además, le sentará bien, Alfred. Es hora de que salga de su polvorienta biblioteca y entre en la vida.

La súbita confianza con que le trataba Churchill pilló a Vicary desprevenido. Pensó en la noche anterior, en su paseo de vuelta a casa, en el coche en el que iba Helen y que él se quedó mirando desde que pasara por su lado.

– Sí, primer ministro, creo que ya es hora de eso. ¿Qué es lo que tendré que hacer en la Inteligencia Militar?

Pero Churchill ya se había sumergido bajo el nivel del agua de la bañera.

4

Rastenberg (Alemania), enero de 1944

El contraalmirante Wilhelm Franz Canaris era un hombre pequeño y nervioso que hablaba con un leve ceceo y poseía un ingenio sarcástico que sólo se decidía a manifestar en contadas ocasiones. Con su pelo blanco y sus penetrantes ojos azules, en aquél momento iba sentado en el asiento posterior del Mercedes del Estado Mayor que recorría vibrante los quince kilómetros que separaban el campo de aviación de Rastenberg del búnker secreto de Hitler. Habitualmente, Canaris evitaba los uniformes y los símbolos marciales de todas clases, ya que prefería los trajes oscuros de calle. Pero dado que iba a reunirse con Adolf Hitler y los militares de más alta graduación de Alemania, para aquella ocasión se habíapuesto su uniforme de la Kriegsmarine debajo del sobretodo reglamentario.

Conocido como el Viejo Zorro, tanto por sus amigos como por sus detractores, la displicente y distante personalidad de Canaris encajaba a la perfección en el inexorable mundo del espionaje. Se preocupaba más de sus dos perros salchicha, dormidos a sus pies en aquel momento, que de cualquier persona, con excepción de su esposa, Erika, y de sus dos hijas. Cuando sus tareas le obligaban a viajar y pasar la noche fuera de casa, alquilaba habitaciones separadas, con camas dobles, para que sus perros pudieran dormir cómodos. En las ocasiones en que no tenía más remedio que dejarlos en Berlín, Canaris se ponía en contacto constantemente con sus ayudantes para comprobar si los animales habían comido y hecho sus necesidades fisiológicas como era debido. Los miembros del personal de la Abwehr que osaban hablar mal de los perros se exponían a que la amenaza de ver destruida su carrera se hiciese realidad, en el caso de que su traición llegase a oídos de Canaris.

Criado en una villa amurallada de Alperbech, suburbio de Dortmund, hijo de un magnate y descendiente de italianos emigrados a Alemania en el siglo XVI, Wilhelm Canaris era miembro de la elite alemana que tanto detestaba Adolf Hitler. Hablaba los idiomas de sus amigos teutones, así como los de sus enemigos -italiano, español, inglés, francés y ruso- y presidía con regularidad los recitales de música de cámara que se daban en el salón de su señorial domicilio de Berlín. En 1933 desempeñaba el cargo de comandante del depósito naval de Swinemünde, en el mar Báltico, cuando inopinadamente Hitler le eligió como director de la Abwehr, el servicio de información y contraespionaje. Hitler ordenó a su nuevo jefe de espías que crease un servicio secreto según el modelo británico, «orden y cumplimiento apasionado de la tarea», y Canaris se hizo cargo formalmente del control de la agencia de espionaje el día de Año Nuevo de 1934, fecha en que precisamente cumplía cuarenta y siete años.

La decisión resultaría una de las peores de cuantas tomó Hitler. Desde el momento en que asumió el mando de la Abwehr, Wilhelm Canaris se embarcó en la ejecución de un extraordinario número de equilibrismo en la cuerda floja: proporcionar al Estado Mayor General alemán la información que necesitaba para conquistar Europa y al mismo tiempo utilizar el servicio como instrumento para librar a Alemania de Hitler. Era uno de los jefes del movimiento de la resistencia al que la Gestapo había apodado Orquesta Negra, Schwarze Kapelle. Formado por un grupo de oficiales militares, funcionarios del gobierno y líderes cívicos, estrechamente unidos, la Orquesta Negra había intentado sin éxito derrocar al Führer y negociar un acuerdo de paz con los aliados.

Canaris se había comprometido también en otras actividades de alta traición. En 1939, tras enterarse de los planes de Hitler para invadir Polonia, avisó a los británicos en un infructuoso intento de espolearles para que entrasen en acción. Hizo lo mismo en 1940, cuando Hitler anunció sus proyectos de invadir los Países Bajos y Francia.

Canaris volvió la cabeza, miró por la ventanilla y contempló el rápido deslizar del bosque de Görlitz, una floresta espesa, oscura y silenciosa que parecía el escenario dispuesto para un cuento de hadas de los hermanos Grimm. Perdido en la quietud de aquellos árboles cubiertos de nieve, Canaris pensaba en el más reciente intento de acabar con la vida del Führer. Dos meses antes, en noviembre, un joven capitán llamado Axel von dem Bussche se brindó voluntariamente para asesinar a Hitler durante la inspección de un nuevo abrigo de la Wehrmacht. Bussche proyectaba llevar ocultas bajo el abrigo varias granadas y luego hacerlas estallar durante la demostración, suicidándose al mismo tiempo que mataba al Führer. Pero un día antes del intento de asesinato, los bombarderos aliados destruyeron el edificio donde se almacenaban las prendas. Se canceló la demostración, que no volvió a programarse.

Canaris sabía que iban a producirse más intentonas, muchos más alemanes valerosos estaban dispuestos a sacrificar su vida para librar a Alemania de Hitler, pero también sabía que el tiempo se acababa. La invasión angloestadounidense de Europa era una realidad. Roosevelt había dejado claro que no aceptaría otra cosa que no fuese la rendición incondicional. Alemania iba a acabar destruida, tal como Canaris temió en 1933 cuando comprendió las ambiciones mesiánicas de Hitler. Se daba cuenta también de que la poca firmeza con que sostenía las riendas de la Abwehr se debilitaba aún más de un día para otro. La Gestapo había detenido y acusado de traición a varios miembros del estado mayor de Canaris en el cuartel general de la Abwehr en Berlín.

Sus enemigos intrigaban para hacerse con el control de la agencia de espionaje y poner el nudo corredizo de un lazo de cuerdas de piano alrededor de su cuello. Tenía plena conciencia de que sus días estaban contados, de que su prolongado y peligroso número en la cuerda floja casi tocaba ya a su fin.

El automóvil oficial cruzó una infinidad de puertas y controles, para desembocar finalmente en el complejo del Wolfschanze (Cubil del Lobo) de Hitler. Los perros salchicha se despertaron, gimotearon nerviosos y saltaron al regazo de Canaris. La conferencia iba a tener efecto en la gélida y mal ventilada sala de mapas del subsuelo del búnker. Canaris se apeó del automóvil y anduvo pausadamente a través del complejo de barracones. Erguido al pie de la escalera, un corpulento escolta de las SS extendió la mano para aliviar a Canaris de cualquier arma que pudiera llevar. Canaris, que evitaba las armas de fuego y aborrecía la violencia, denegó con la cabeza y siguió su camino.

– En noviembre, dicté la Directriz Número Cincuenta y uno delFührer -empezó Hitler sin más preámbulo, mientras recorría la estancia con paso enérgico, entrelazadas las manos a la espalda. Vestía guerrera gris perla, pantalones negros y resplandecientes botas altas hasta la rodilla. Prendida en el bolsillo izquierdo de la pechera lucía la Cruz de Hierro ganada en Ypres durante la Primera Guerra Mundial, cuando luchaba como soldado de infantería en el List Regiment-. La Directriz Número Cincuenta y uno señala mi creencia de que los anglosajones intentarán la invasión del noroeste de Francia no más tarde de la primavera, quizás antes. En el curso de los dos últimos meses no me he enterado de ningún nuevo detalle que me induzca a cambiar de opinión.

Sentado a la mesa de conferencias, Canaris observaba las saltarinas zancadas que iba dando Hitler de un lado a otro de la estancia. La pronunciada giba de Hitler, causada por la curvatura anómala de la columna vertebral, parecía haberse acentuado. Canaris se preguntó si por fin empezaba a notar la presión. Sin duda así era. ¿Qué fue lo que dijo Federico el Grande? «El que lo defiende todo no defiende nada.» Hitler debió haber atendido el consejo de su guía espiritual, porque Alemania se encontraba en la misma situación que durante la Gran Guerra. Había conquistado más territorio del que podía defender.

Era culpa del propio Hitler, ¡el maldito insensato! Canaris echó una mirada al mapa. En el este, las tropas alemanas combatían en un frente de dos mil kilómetros. Cualquier esperanza de victoria militar sobre los rusos quedó reducida a la nada el anterior mes de julio en Kursk, donde el Ejército Rojo desbarató la ofensiva de la Wehrmacht, diezmándola e infligiendole tremendas bajas. Ahora, el ejército germano intentaba mantener una línea establecida desde Leningrado hasta el mar Negro. Alemania defendía tres mil kilómetros de costa a lo largo del Mediterráneo. Y en el oeste -¡Dios mío!, pensó Canaris-, unos dos mil kilómetros desde los Países Bajos hasta el extremo sur del golfo de Vizcaya. La Festung Europa , la Fortaleza Europa, era algo remoto y vulnerable por todos los flancos.

Canaris miró a los hombres sentados con él alrededor de la mesa: el mariscal de campo Gerd von Rundstedt, comandante en jefe de todas las fuerzas alemanas en el Oeste; el mariscal de campo Erwin Rommel, comandante del Grupo B de Ejército, en el noroeste de Francia; el Reichsführer Heinrich Himmler, jefe de las SS y jefe de la policía alemana. Media docena de los más leales e implacables colaboradores de Himmler, de pie, vigilaban ojo avizor por si se diera el caso de que alguno de los oficiales de mayor rango del Tercer Reich decidieran efectuar otra intentona contra la vida del Führer.

Hitler interrumpió sus paseos.

– La Directriz Cincuenta y una indicaba también mi creencia de que ya no podemos justificar la reducción de nuestros efectivos en el oeste para respaldar a las tropas que combaten a los bolcheviques. En el este, la inmensidad de espacio permitirá, en última instancia, ceder amplias extensiones de territorio antes de que el enemigo amenace a la patria alemana. No ocurre lo mismo en el oeste. Si la invasión anglosajona tiene éxito, las consecuencias serán desastrosas. De forma que es ahí, en el noroeste de Francia, donde se librará la batalla decisiva de la guerra.