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—¿Todo bien, cariño?

Asiento y sonrío. Ha sido alucinante.

Nuestras bocas se encuentran. Se devoran, y Eric, embravecido me vuelve a penetrar. Se ha recuperado y su erección me necesita. Me coge entre sus brazos y, bajo el chorro de la ducha, me hace suya. Aprisionada contra la pared, mi amor se hunde en mí, una y otra vez, mientras mis piernas se enredan en su cintura deseosa de más y más. Nos decimos al oído palabras calientes, y acrecentamos nuestro deseo. Palabras salvajes, mirándonos a los ojos para enloquecernos más. Y cuando nuestro orgasmo nos hace gritar, nos quedamos apoyados en la pared, y Eric murmura en mi oído:

—Me vas a matar, pequeña...

Yo sonrío. Me muevo, y Eric me posa en el suelo. El agua sigue cayendo sobre nuestros cuerpos. Nos miramos y sonreímos. Cuando salimos de la ducha me fijo en las otras personas que están en la habitación, y al ver que es ahora la mujer la que está en la cama con los otros dos y Dexter la toca enloquecido, pregunto:

—¿Esto es siempre así?

Eric asiente, y acercándome a su cuerpo, murmura:

—Siempre. Uno encuentra lo que desea. Son fantasías. Recuérdalo.

Diez minutos después, Eric y yo, vestidos, regresamos a la segunda sala donde hemos estado. Me besa, disfruta de mí y yo disfruto de él. Somos felices. Estamos compenetrados ¿Qué más puedo pedir?

Tras beber un par de cubatas mi vejiga está que explota. Le indico que tengo que ir al baño. Me dice dónde está y me encamino a él. Al entrar hay dos mujeres besándose, me miran, las miro y sonrío. Entro en una de las cabinas y suspiro gustosa mientras hago pis. Oigo entrar más gente al baño. Risas. Unas mujeres cuchichean y escucho:

—¡Oh, sí! El viernes que viene tengo una cena con Raimon Grüher y sus padres. Por fin, he conseguido mi objetivo. Me va a pedir que me case con él.

Chilliditos de satisfacción. Me río. Y otra voz dice:

—¿Dónde has quedado con ellos?

—A las siete en la Trattoria de Vicenzo. Un sitio ideal, ¿verdad?

—Maravilloso.

—Y exclusivo.

—Y carísimo.

Risas de nuevo.

—Pero, oye, creía que Raimon no era tu tipo. A ti te gustan más jovencitos.

—Y no lo es, querida, pero su dinero sí. —Ambas ríen, y yo resoplo. ¡Menuda lagarta!—. No es un hombre que me vuelva loca en la cama. A su edad, ¿qué esperas? Pero eso ya lo he solucionado con su primo Alfred y mis propios amigos. Al fin y al cabo, todo queda en familia, ¿no crees?

—¡Oh, Betta! Eres terrible.

¡¿Betta?!

¿Ha dicho Betta?

El corazón me comienza a palpitar cuando oigo:

—Mira quién va a hablar. Ni que tú fueras una santa cuando te lo pasas de vicio en este local sin tu marido. Si Stephen se enterara te iba a dar lo tuyo.

La risa me confirma que es ella. ¡Betta! Su risa de cerdo pachón es indiscutible. Me bajo el vestido, ya que bragas no llevo, pues Eric me las ha roto, y abro la puerta del baño. Ellas me miran y observo que Betta no se sorprende al verme en el local. Por su gesto, intuyo que ya sabía que yo estaba allí. Y antes de que yo pueda hacer nada, me da un empujón que me lanza contra la pared. Pero yo soy rápida, la agarro del vestido y tiro de ella. Cae de bruces contra el suelo. Su amiga comienza a chillar y sale en busca de auxilio. Las dos mujeres que se besaban salen corriendo. Nos dejan solas.

Al caer a mi lado miro su mano. Veo un anillo en forma de margarita y, furiosa, grito:

—Le has tocado, maldita cerda. ¿Has tocado a Eric?

Sonríe con malicia.

—Me ha parecido que os gustaba a los dos cuando lo he hecho, ¿no?

Su afirmación me deja sin palabras. ¡La mato! Le propino un bofetón y después otro ante la cara de horror de una mujer que entra en ese momento en el aseo. Betta se levanta del suelo, y yo la sigo. Ella es más alta que yo, pero yo soy mucho más ágil y rápida que ella, y cuando va a escapar, la tiro contra la pared y, aprisionándola contra ella, siseo:

—¿Cómo te atreves a tocarlo? —grito.

Ella no responde. Sólo ríe, y acalorada siseo:

—Te dije que no te quería ver cerca de Eric.

—Lo que tú me digas me importa bien poco.

¡Oh, Dios, le arranco las extensiones! Y mirándola, clamo muy enfadada:

—Te dije que si me buscabas, me encontrarías, ¡zorra!

Betta grita. Se asusta cuando le retuerzo el brazo y, de pronto, Eric me agarra y, separándome de ella, pregunta:

—¡Por el amor de Dios, Jud!, ¿qué estás haciendo?

Betta, con el semblante arrugado y con una recriminadora mirada, chilla.

—Tu novia es una asesina.

—¡Serás zorra...! —grito, descompuesta.

—Me ha visto y me ha atacado.

—Eres una sinvergüenza. Tú me has atacado primero a mí.

—Mentirosa. —Y mirando a Eric, murmura—: Cariño, no la creas. Yo estaba en el baño, y ella llegó y...

—¡Cállate, Betta! —sisea Eric, enfurecido.

—¡¿Cariño?! ¿Le has dicho «cariño»? —grito, deshaciéndome de los brazos de Eric—. No le llames «cariño», ¡perra!

Eric me vuelve a sujetar. Soy una fiera. Me mira y dice:

—No entres en su juego, cielo. Mírame, Jud. Mírame.

Pero yo, dispuesta a sacarle los ojos a esa que me mira con diversión, grito:

—¿Cómo has podido tocarnos? ¿Cómo has podido acercarte a él? ¿A nosotros?

—Éste es un local público, bonita. No es un lugar exclusivo para Eric y para ti.

—Betta, ¡basta! —grita Eric sin entender a lo que nos referimos.

La mato. ¡Yo la mato!

Eric, furioso, intenta tranquilizarme. No le presta atención a Betta, no le interesa; sólo me la presta a mí, hasta que ella grita:

—Ya es la segunda vez que me ataca en Múnich. ¿Qué le pasa a tu novia? ¿Es un animal?

Eso llama la atención de Eric y me pregunta:

—¿La segunda vez?

No respondo. Resoplo, y ella insiste:

—Sí. En la tienda de Anita. Estaba tu hermana Marta, y ella también me atacó. Entre las dos me acosaron y pegaron, y...

—¿Tú hiciste eso? —pregunta Eric, airado.

Avergonzada por reconocerlo y, en especial por cómo me mira, respondo:

—Sí. Se la debía. Por su culpa tú y yo rompimos, y...

Eric me suelta y se lleva las manos a la cabeza.

—¡Por el amor de Dios, Judith!, somos adultos ¿Cómo se te ocurre hacer algo así?

Asombrada por cómo él se lo está tomando, lo miro y siseo:

—El que me la juega me la paga. Y esta zorra me la jugó.

Frida, alertada, entra en el baño. Al ver a Betta no lo piensa. Se acerca a ella y le da un bofetón.

—¡Zorra!, ¿qué haces aquí? —grita.

Betta mira a su alrededor. Nadie la ayuda. Todos conocen su historia con Eric y nos amenaza a gritos, mirándonos:

—Voy a llamar a la policía y os voy a denunciar a las dos.

—Llámala —gritamos al unísono Frida y yo.

Esa imbécil saca su móvil de última generación y, tras intentarlo, chilla con frustración:

—¿Por qué aquí no hay cobertura?

Frida y yo reímos, e indico con chulería:

—Sal del local. Seguro que fuera tienes. Vamos..., llama a la policía. Será genial que tus futuros suegros y maridito se enteren de que estabas aquí.

Andrés llega, sujeta a su mujer y la reprende al verla chillar. Frida protesta y sale del baño, enfadada. No soporta a Betta. Björn, que hasta el momento había permanecido en un lateral de la puerta, al ver a su amigo tan enfadado, murmura:

—Esto se acabó. Vamos, regresemos al local.

Eric, sin decirme nada, sale del baño. Betta sonríe. Y yo, incapaz de sujetar mi instinto, le doy un empujón que la empotra contra los lavabos.

—Te juro por mi padre que esto no se va a quedar aquí.

Una vez que salgo del baño muy enfadada, Björn me agarra del brazo, me hace mirarlo y murmura:

—Así no se arreglan las cosas, preciosa.

—¿De qué hablas? ¡Yo no quiero arreglar nada con esa zorra!

Y tras contarle lo que me había hecho en Madrid y la ruptura que había originado entre Eric y yo, dice:

—No me extraña que le pase lo que le pasa. Es más, estoy por entrar y darle yo también otra bofetada.