Изменить стиль страницы

Eso me hace reír. Björn, al ver mi gesto, sonríe y me abraza. En ese momento, Eric llega hasta nosotros y, con furia en su mirada, sisea:

—Me voy a casa. ¿Te vienes conmigo, o te quedas con Björn para que continuéis jugando?

Sorprendidos lo miramos, y digo:

—Serás gilipollas.

—Jud... —sisea Eric.

—Ni Jud ni leches. ¿Qué estás queriendo insinuar con lo que has dicho?

Eric no responde. Björn, divirtiéndose, me empuja hacia Eric y añade.

—Vamos, tortolitos, ¡terminad la discusión en la cama de vuestra casa!

En el coche no nos hablamos.

Ambos estamos enfadados y no entiendo por qué él tiene ese enfado. Al fin y al cabo, Betta se lo merecía. Y encima ha tenido la poca vergüenza de tocarlo. De tocarnos. De acercarse a nosotros. ¡Maldita mujer!

En el camino, nuestros móviles pitan. Hemos recibido varios mensajes. Ninguno de los dos los mira. No estamos de humor. Seguro que son Frida y Björn para ver cómo estamos. Cuando llegamos a casa y metemos el coche en el garaje, doy tal portazo que Eric me mira, y yo, deseosa de montar gresca, grito:

—¿Qué pasa?

Eric se acerca a grandes zancadas a mí.

—Podrías no ser tan bruta y cerrar con cuidado.

—No.

Levanta una ceja sorprendido y repite:

—¡¿No?!

—Exacto. ¡No, no quiero tener cuidado! Y no quiero tenerlo porque estoy muy enfadada contigo. Primero, por gritarme delante de la subnormal esa de Betta, y segundo por la idiotez que has dicho en referencia a Björn.

Eric cierra los ojos.

—¿Por qué no me contaste lo de Betta?

—Porque no lo vi necesario. Es algo entre ella y yo.

—¿Entre tú y ella?

—Exacto. Y antes de que añadas nada más, déjame decirte que mi padre me enseñó a...

—¿Ya estamos con tu padre? ¿Quieres dejar a tu padre al margen de todo esto?

Indignada por su furia, grito:

—Pero bueno..., ¿y por qué no voy a poder hablar de mi padre cuando me dé la gana?

—Porque estamos hablando de Betta, no de tu padre.

—Eres un imbécil, ¿lo sabías?

Eric no contesta. Y cuando no puedo retener lo que pienso, lo dejo ir:

—Iba a decir que mi padre me enseñó a no dejarme avasallar por las malas personas. Esa imbécil, por no decir algo peor, me la jugó. Fue una arpía y buscó complicarme la vida. ¿Qué pretendes?, ¿que cuando la vea la felicite? Mira, no..., eso no te lo crees tú ni ¡jarto de Moët del rosa!

Sin mirarme, se toca la frente.

—No pretendo que la aplaudas. Sólo pretendo que no tengas nada que ver con ella. Aléjate de Betta, y podremos vivir en paz.

—¿Y qué me dices de esta noche? Esa..., esa... zorra ha tenido la poca vergüenza de acercarse a nosotros en el cuarto oscuro. Te ha tocado. Ha pasado sus sucias manos por tu cuerpo, y yo la he incitado sin darme cuenta de que era ella. Te ha tocado delante de mí. Me ha vuelto a provocar. De nuevo ella ha jugado sucio. ¿Crees que debo perdonárselo otra vez?

Eric no contesta. Lo que acaba de escuchar lo sorprende.

—Ella ha sido la mujer que...

—Sí, ella. Esa asquerosa. ¡Ella ha sido la del cuarto oscuro! —grito, desesperada.

Lo oigo maldecir. Camina hacia un lado; después, hacia otro, y al final, murmura:

—Es tarde. Vámonos a la cama.

—Y una mierda. Estamos hablando. Me da igual la hora que sea. Tú y yo estamos teniendo una conversación de adultos, y no voy a dejar que la cortes porque tú no quieras seguir hablando del tema. Te acabo de decir que esa zorra ha vuelto a engañarnos. Ha jugado sucio.

Nervioso, se mueve por el garaje. Blasfema.

De pronto, se fija en algo. Veo mi casco amarillo de la moto. ¡Oh, no! Cierro los ojos y maldigo. ¡Dios, ahora no! Eric camina hacia su objetivo y grita cuando quita el plástico azul.

—¿Qué hace esta moto aquí?

Resoplo. La noche va de mal en peor. Me acerco hasta él y respondo:

—Es mi moto.

Incrédulo, me mira, mira la moto y sisea:

—Es la moto de Hannah. ¿Qué hace aquí?

—Me la ha regalado tu madre. Ella sabe que hago motocross y...

—¡Esto es increíble! ¡Increíble!

Consciente de lo que piensa, suavizo mi tono de voz.

—Escucha, Eric. A Hannah le gustaba el mismo deporte que a mí, y yo aquí no tengo mi moto, y...

—Tú no necesitas esa moto porque aquí no vas a hacer motocross. ¡Te lo prohíbo!

Eso me subleva. Me pica el cuello.

¿Quién es él para prohibirme nada? Y dispuesta a presentar batalla, contesto:

—Te equivocas, chato. Voy a seguir haciendo motocross. Aquí, allí y donde me dé la real gana. Y para que lo sepas: he ido alguna mañana con tu primo Jurgen y sus amigos a correr. ¿Me ha pasado algo? Nooooooooooooo..., pero tú, como siempre, tan dramático.

Sus ojos echan fuego. No lo estoy haciendo bien. Sé que estoy metiendo la pata hasta el fondo, pero ya nada puedo hacer. ¡Soy una bocazas! Eric me mira. Asiente con la cabeza. Se muerde el labio.

—¿Has estado ocultándomelo?

—Sí.

—¿Por qué? Creo que lo primero que nos pedimos cuando retomamos nuestra relación fue sinceridad, ¿no, Judith?

No respondo. No puedo. Tiene razón. Soy lo peor. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! De pronto, la puerta del garaje se abre y aparecen Sonia y Marta. Nos miran, y Sonia dice:

—Vosotros, ¿para qué tenéis los móviles?

Me sorprendo al verlas aquí. ¿Qué hora es? Pero Eric grita:

—¡Mamá, ¿cómo has podido darle la moto a Judith?!

La mujer me mira. Yo suspiro.

—Hijo, vamos a ver, relájate. Esa moto en casa no hacía nada, y cuando Judith me dijo que ella hacía motocross como Hannah, lo pensé y decidí regalársela.

Eric resopla y grita otra vez:

—¡¿Cómo tengo que deciros que no os metáis en mi vida?! ¡¿Cómo?!

—Perdona, Eric... ¡Es mi vida! —aclaro ofendida.

Marta, al ver el genio de su hermano, lo mira y grita, señalándole:

—Punto uno: a mamá no le grites así. Punto dos: Judith es mayorcita para saber lo que puede o no puede hacer. Punto tres: que tú quieras vivir en una burbuja de cristal no quiere decir que los demás lo tengamos que hacer.

—¡Cállate, Marta! ¡Cállate! —sisea Eric.

Pero su hermana se acerca a él, y añade:

—No me voy a callar. Os hemos estado escuchando desde el interior de la casa. Y te tengo que decir que es normal que Judith no te contara ni lo de la moto ni otras cosas. ¿Cómo te lo iba a contar? Contigo no se puede hablar. Eres don Ordeno y Mando. Hay que hacer lo que a ti te gusta, o montas la de Dios. —Y mirándome, dice—: ¿Le has contado lo mío y lo de mamá?

Niego con la cabeza, y Sonia, llevándose las manos a la boca, susurra:

—Hija, por Dios..., cállate.

Eric, sin dar crédito, nos mira. Su gesto cada vez es más oscuro. Finalmente, se quita el abrigo. Tiene calor. Lo deja sobre el capó del coche, se pone las manos en la cintura y, mirándome intimidatoriamente, pregunta:

—¡¿Qué es eso de si me has contado lo de mi madre y mi hermana?! ¡¿Qué más secretos me ocultas?!

—Hijo, no grites así a Judith. Pobrecilla.

No puedo hablar. Tengo la lengua pegada al paladar, y Marta, ni corta ni perezosa, dice:

—Para que lo sepas, mamá y yo llevamos meses recibiendo un curso de paracaidismo. ¡Ea!, ya te lo he dicho. Ahora enfádate y grita; eso se te da de lujo, hermanito.

La cara de Eric es todo un poema.

—¡¿Paracaidismo?! ¿Os habéis vuelto locas?

Las dos niegan con la cabeza y, de pronto, Simona, con gesto descompuesto, entra en el garaje.

—Señor, Flyn está llorando. Quiere que suba usted.

Eric mira a la mujer y dice:

—¿Qué hace Flyn despierto a estas horas? —Da un paso, pero se para en seco. Mira a su hermana y a su madre, y pregunta—: ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estáis aquí vosotras a estas horas?

No les da tiempo a contestar. Sale escopeteado hacia la habitación de Flyn. Sonia va tras él. Marta me mira y, asustada, pregunto:

—¿Qué pasa?

Marta suspira y me mira.