Изменить стиль страницы

—Cielo, siento decirte que mi sobrino se ha caído con el skate y se ha roto un brazo.

Cuando escucho eso las piernas se me doblan. No. ¡No puede ser verdad!

—¿Cómo?

—Os hemos llamado por teléfono mil veces, pero no lo cogíais.

Blanca como la pared, miro a Marta.

—No había cobertura donde estábamos. ¿Está bien?

—Sí, aunque no hace más que repetir que Eric se va a enfadar contigo.

Mientras entramos en el interior de la casa, mi corazón bombea con fuerza. Eric no me perdonará nada de todo esto. Todos los secretos que me martirizaban han salido a la luz al mismo tiempo. Eso le enfadará mucho. Lo sé. Lo conozco.

Cuando entro en la habitación de Flyn, el pequeño está escayolado. Me mira, y cuando me voy a acercar a él, Eric se pone delante y sisea:

—¿Cómo has podido desobedecerme? Te dije que no al skate.

Tiemblo. Tiemblo descontroladamente y con un hilo de voz susurro:

—Lo siento, Eric.

Con el gesto totalmente desencajado, me mira con desprecio.

—No lo dudes, Judith. Por supuesto que lo vas a sentir.

Cierro los ojos.

Sabía que esto sucedería algún día, pero jamás pensé que Eric reaccionaría tan a la tremenda. Estoy tan desorientada que no sé qué decir. Sólo veo su fría mirada. Echándome a un lado, me acerco al niño y le beso en la frente.

—¿Estás bien?

El crío asiente.

—Perdóname, Jud. Me aburría, cogí el skate y me caí.

Con cariño, sonrío y murmuro:

—Lo siento, cielo.

El pequeño asiente con tristeza. Eric me coge del brazo, me saca de la habitación junto a su madre y a su hermana, y dice con furia:

—Idos a dormir. Ya hablaré con vosotras. Yo me quedo con Flyn.

Esa noche, cuando entro en nuestra habitación, no sé qué hacer. Me siento en la cama y me desespero. Quiero estar con Eric y con Flyn. Quiero acompañarlos, pero Eric no me lo permite.

36

A la mañana siguiente, cuando bajo a la cocina, están sentadas a la mesa Marta, Eric y Sonia. Discuten. Cuando yo entro, se callan, y eso me hace sentir fatal.

Simona, con cariño, me prepara una taza de café. Con su mirada me pide tranquilidad. Conoce a Eric y sabe que está furioso, y me conoce a mí. Cuando me siento a la mesa miro a Eric y pregunto:

—¿Cómo está Flyn?

Con una mirada dura que no me gusta, sisea:

—Gracias a ti, dolorido.

Sonia mira a su hijo y gruñe:

—¡Maldita sea, Eric!, no es culpa de Judith. ¿Por qué te empeñas en culpabilizarla?

—Porque ella sabía que no debía enseñarle a utilizar el skate. Por eso la culpabilizo —responde, furioso.

Me tiemblan las piernas. No sé qué decir.

—Pero ¿tú eres tonto o te lo haces? —interviene Marta.

—Marta... —sisea Eric.

—¿Qué es eso de que ella no debía? Pero ¿no ves que el niño ha cambiado gracias a ella? ¿No ves que Flyn ya no es el niño introvertido que era antes de que ella llegara? —Eric no responde, y Marta continúa—: Deberías darle las gracias por ver a Flyn sonreír y comportarse como un crío de su edad. Porque, ¿sabes, hermanito?, los críos se caen, pero se levantan y aprenden, algo que por lo visto tú todavía no has aprendido.

No responde. Se levanta y sin mirarme se marcha de la cocina. Mi corazón se encoge, pero tras echar una mirada a las tres mujeres que me observan, murmuro:

—Tranquilas, hablaré con él.

—Dale un pescozón. Es lo que se merece —sisea Marta.

Sonia me mira, toca mi mano y murmura:

—No te culpabilices de nada, tesoro. Tú no tienes la culpa de nada. Ni siquiera de tener la moto de Hannah y salir con Jurgen y sus amigos.

—Tenía que habérselo dicho —declaro.

—Sí, claro, ¡como si fuera tan fácil decirle algo a don Gruñón! —protesta Marta—. Demasiada paciencia tienes con él. Mucho le tienes que querer porque, si no, es incomprensible que lo soportes. Yo lo quiero, es mi hermano, pero te aseguro que no lo soporto.

—Marta... —susurra Sonia—, no seas tan dura con Eric.

Se levanta y se enciende un cigarrillo. Yo le pido otro. Necesito fumar.

Cuando salgo de la cocina veinte minutos después, me acerco hasta la puerta del despacho de Eric. Tomo aire y entro. Al verme, clava sus acusadores ojos en mí y sisea:

—¿Qué quieres, Judith?

Me acerco a él.

—Lo siento. Siento no haberte dicho lo...

—No me valen tus disculpas. Has mentido.

—Tienes razón. Te he ocultado cosas, pero...

—Me has mentido todo este tiempo. Me has ocultado cosas importantes cuando tú sabías que no debías hacerlo. ¿Tan ogro soy que no puedes decirme las cosas?

No respondo. Silencio. Nos miramos y, finalmente, pregunta:

—¿Qué significado tiene para ti eso de ahora y siempre? ¿Qué significa para ti el compromiso de estar juntos?

Sus preguntas me descolocan. No sé qué responder. Silencio. Al final, él dice:

—Mira, Judith, estoy muy cabreado contigo y conmigo mismo. Mejor sal del despacho y déjame tranquilo. Quiero pensar. Necesito relajarme o, tal y como estoy, voy a hacer o decir algo de lo que me voy a arrepentir.

Sus palabras me sublevan y, sin hacerle caso, siseo:

—¿Ya me estás echando de tu vida como haces siempre que te enfadas?

No responde. Me mira, me mira, me mira, y yo decido darme la vuelta y salir de la habitación.

Con lágrimas en los ojos me dirijo hacia mi cuarto. Entro y cierro la puerta. Sé que su enfado es justificado. Sé que yo me lo he buscado, pero él tiene que darse cuenta de que si no le he dicho nada ha sido porque todos temíamos su reacción. Estoy arrepentida. Muy arrepentida, pero ya nada se puede hacer.

Diez minutos después, Marta y Sonia pasan a despedirse de mí. Están preocupadas. Yo sonrío y les indico que se marchen tranquilas. La sangre no llegará al río.

Cuando se van, me siento en la mullida alfombra de mi habitación. Durante horas pienso y me lamento. ¿Por qué lo he hecho tan mal? De pronto, oigo que un coche se marcha. Me asomo a la ventana y me quedo sin palabras al ver que quien se va es Eric. Salgo de la habitación, busco a Simona, y ésta, antes de que yo pregunte, me explica:

—Ha ido a ver a Björn. Ha dicho que no tardará.

Cierro los ojos y suspiro. Subo a la habitación de Flyn, y el pequeño, al verme, sonríe. Su aspecto es mejor que el de la noche anterior. Me siento en su cama y murmuro, tocándole la cabeza.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—¿Te duele el brazo?

El crío asiente y, al sonreír, digo:

—¡Aisss, Dios!, cariño, pero ¡si te has roto también un diente!

La alarma en mi cara es tal que Flyn murmura:

—No te preocupes. La abuela Sonia dice que es de leche.

Asiento, y me sorprende con sus palabras:

—Siento que el tío esté tan enfadado. No cogeré el skate. Me advertiste de que nunca lo usara sin estar tú delante. Pero me aburría y...

—No te preocupes, Flyn. Estas cosas pasan. ¿Sabes?, yo cuando era pequeña me rompí una vez una pierna al saltar en moto y, años después, un brazo. Las cosas pasan porque tienen que pasar. De verdad, no le des más vueltas.

—¡No quiero que te vayas, Judith!

Eso me descoloca.

—¿Y por qué me voy a marchar? —pregunto.

No contesta. Me mira, y entonces murmuro con un hilo de voz:

—¿Te ha dicho tu tío que me voy a ir?

El crío niega con la cabeza, pero yo saco mis propias conclusiones.

Dios, no. ¡Otra vez no!

Trago el nudo de emociones que en mi garganta pugna por salir. Respiro y susurro:

—Escucha, cielo. Tanto si me voy como si me quedo, seguiremos siendo amigos, ¿vale? —Asiente, y yo con el corazón dolorido cambio de tema—: ¿Te apetece que juguemos a las cartas?

El niño accede, y yo me trago las lágrimas. Juego con él mientras mi cabeza piensa en lo que ha dicho. ¿Querrá Eric que me vaya?