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Tras la comida, Eric regresa. Va directo a la habitación de su sobrino, y yo me abstengo de entrar. Durante horas me tiro en el sillón del salón y veo la televisión, hasta que no puedo más, y salgo al exterior con Susto y Calamar. Me doy una vuelta por la urbanización y tardo más de la cuenta con la esperanza de que Eric me busque o me llame al móvil. Pero nada de eso ocurre, y cuando regreso, Simona sale de su casa y me indica que el señor ya se ha ido a dormir.

Miro mi reloj. Las once y media de la noche.

Confusa porque Eric se acueste sin regresar yo, entro en la casa y, tras dar de beber a los animales, subo la escalera con cuidado. Me asomo al cuarto de Flyn y el pequeño duerme. Voy hasta él, le doy un beso en la frente y me encamino a mi habitación. Al entrar, miro hacia la cama. La oscuridad no me deja ver con claridad a Eric, pero sé que el bulto que vislumbro es él. En silencio, me desnudo y me meto en la cama. Tengo los pies congelados. Quiero abrazarlo y, cuando me acerco a él, se da la vuelta.

Su desprecio me duele, pero decidida a hablar con él, murmuro:

—Eric, lo siento, cariño. Por favor, perdóname.

Sé que está despierto. Lo sé. Y sin moverse responde:

—Estás perdonada. Duérmete. Es tarde.

Con el corazón roto me acurruco en la cama y, sin tocarlo intento dormirme. Doy mil vueltas y al final lo consigo.

37

Cuando me despierto al día siguiente estoy sola en la cama. Eso no me extraña, pero cuando bajo a la cocina y Simona me indica que el señor se ha ido a trabajar, resoplo de indignación. ¿Por qué me he dormido justo hoy?

Como puedo paso el día junto a Flyn. El pequeño está irascible. Le duele el brazo y su buen rollo conmigo es nulo.

Desesperada me siento con Simona a ver «Locura esmeralda». Ese día Luis Alfredo Quiñones, el amor de Esmeralda Mendoza, cree que ella lo engaña con Rigoberto, el mozo de cuadras de los Halcones de San Juan, y cuando el capítulo acaba Simona y yo nos miramos desesperadas. ¿Cómo nos pueden dejar así?

Eric no viene a comer, y al regresar bien entrada la tarde de la oficina, cuando me ve, no me besa. Me saluda con un seco movimiento de cabeza y se va a ver a su sobrino. Cena con él, y cuando llega la hora de dormir, hace lo mismo de la noche anterior. Se da la vuelta y no me habla. No me abraza.

Durante cuatro días soporto ese trato. No me habla. No me mira. Y el jueves me sorprende cuando me busca en mi cuartito y me espeta:

—Tenemos que hablar.

¡Uf!, qué mal suena esa frase. Es asoladora, pero asiento.

Me indica que pase a su despacho. Va a ver a su sobrino. Hago lo que me pide. Lo espero. Espero durante más de dos horas. Me está provocando. Cuando entra en el despacho mis nervios están por todo lo alto. Él se sienta a su mesa. Me mira como llevaba días sin mirarme y se repanchinga en su sillón.

—Tú dirás.

Boquiabierta, le miro y siseo:

—¡¿Yo diré?!

—Sí, tú dirás. Te conozco, y sé que tendrás mucho que decir.

Como un huracán me cambia el gesto. Su chulería en ocasiones me puede y, sin más, me explayo:

—¿Cómo puedes ser tan frío? ¡Por favor! Estamos a jueves y llevas desde el sábado sin hablarme. ¡Oh, Dios!, me estaba volviendo loca. ¿Acaso pretendes no hablarme nunca más? ¿Martirizarme? ¿Clavarme en una cruz y ver cómo me desangro delante de ti? Frío..., frío..., eso es lo que eres: un alemán frío. Todos sois iguales. No tenéis sentido del humor. Pero si cuando os cuento un chiste ni os reís, y si soy simpática os creéis que estoy flirteando. Por favor, ¿en qué mundo vivimos? Me tienes aburrida, ¡aburrida! ¿Cómo puedes ser tan..., tan... gilipollas? —grito—. ¡Harta! ¡Estoy harta! En momentos así no sé qué hacemos tú y yo juntos. Somos fuego contra hielo, y me estoy cansando de intentar que no me consumas con tu puñetera frialdad.

No responde. Sólo me mira y prosigo:

—Tu hermana Hannah murió, y tú te ocupas de su hijo. ¿Crees que ella aprobaría lo que estás haciendo con él? —Eric resopla—. Yo no la conocí, pero por lo que sé de ella, estoy segura de que hubiera enseñado a hacer a Flyn todo lo que tú le niegas. Como dijo tu hermana la otra noche, los niños aprenden. Se caen, pero se levantan. ¿Cuándo te vas a levantar tú?

—¿A qué te refieres? —murmura con furia.

—Me refiero a que dejes de preocuparte por las cosas cuando aún no han pasado. Me refiero a que dejes vivir a los demás y entiendas que no a todos nos gusta lo mismo. Me refiero a que aceptes que Flyn es un niño y que debe aprender cientos de cosas que...

—¡Basta!

Me retuerzo las manos. Estoy muy nerviosa, y al ver su gesto contrariado, pregunto:

—Eric, ¿no me extrañas? ¿No me echas de menos?

—Sí.

—¿Y por qué? Estoy aquí. Tócame. Abrázame. Bésame. ¿A qué esperas para hablar conmigo e intentar perdonarme de corazón? ¡Joder!, que no he matado a nadie. Que soy humana y cometo errores. Vale, acepto lo de la moto. Te lo tenía que haber dicho. Pero vamos a ver, ¿te he prohibido yo a ti que vayas al tiro olímpico? No, ¿verdad? ¿Y por qué no te lo he prohibido a pesar de que odio las armas? Pues muy fácil, Eric, porque te quiero y respeto que te guste algo que a mí no me gusta. En cuanto a Flyn, efectivamente, tú me dijiste que no al skateboard, pero el niño quería. El niño necesitaba hacer lo que hacen sus compañeros para demostrar a esos que lo llaman «chino, miedica y gallina» que puede ser uno de ellos y tener un puñetero skateboard. ¡Ah!, y eso por no hablar de que al niño le gusta una chica de su clase y la quiere impresionar. ¿A que no lo sabías? —Niega con la cabeza, y continúo—: En cuanto a lo de tu madre y tu hermana, ellas me pidieron que no dijera nada, que les guardara el secreto. Y la pregunta es: cuando mi padre te guardó el secreto de que habías comprado la casa de Jerez, ¿me tenía que haber enfadado con él?, ¿le tenía que haber lapidado por ello? Venga ya, por favor... Yo sólo he hecho lo que las familias hacen: guardarse pequeños secretos e intentar ayudarse. Y en cuanto a Betta, ¡oh, Dios!, cada vez que pienso que te tocó delante de mí, se me llevan los demonios. Si lo llego a saber, le corto las zarpas porque....

—¡Cállate! —grita Eric, acalorado—. Ya he escuchado bastante.

Eso me subleva, y soy incapaz de hacerlo.

—Estás esperando a que me vaya, ¿verdad?

Mi pregunta lo sorprende. Lo conozco y sus ojos me lo dicen. Y sin darle tregua porque estoy histérica, pregunto:

—¿Por qué le has dicho a Flyn que a lo mejor me voy de aquí? ¿Acaso es lo que me vas a pedir que haga y ya estás preparando al niño?

Se queda sorprendido.

—Yo no le he dicho eso a Flyn. ¿De qué hablas?

—No te creo.

No responde. Me mira, me mira y me mira, pero al final dice:

—No sé qué hacer contigo, Jud. Te quiero, pero me vuelves loco. Te necesito, pero me desesperas. Te adoro, pero...

—¡Serás gilipollas...!

Se levanta de la mesa y exclama con el gesto contraído:

—¡Basta! No me vuelvas a insultar.

—Gilipollas, gilipollas y gilipollas.

¡Madre mía, cómo me estoy pasando! Pero tras tantos días sin hablarme, soy un tsunami.

Me mira, furioso. Yo me envalentono y, con chulería, le recrimino:

—Te deberían cambiar el nombre y llamarte don Perfecto. ¿Qué pasa? ¿Tú no cometes errores? ¡Oh, no!, el señor Zimmerman es ¡Dios!

—¿Quieres callarte y escucharme? Necesito decirte algo y quiero pedirte que...

—Quieres pedirme que me vaya, ¿verdad? Sólo te falta que incumpla alguna norma más para echarme de nuevo de tu vida.

No responde. Nos miramos como rivales.

Le quiero besar. Lo deseo. Pero no es momento para ello. Entonces se abre la puerta del despacho y aparece Björn con una botella de champán en las manos. Nos mira, y antes de que diga nada, me acerco a él. Le agarro del cuello y le beso en los labios. Meto mi lengua en su boca, y sus ojos me miran extrañados. No entiende qué estoy haciendo. Cuando me separo de él, con furia, miro a Eric y digo ante el gesto de incredulidad de Björn: