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Accedo. Quiero que lo haga, y Eric añade:

—Eres mía, pequeña, y yo te ofrezco. Hazme disfrutar con tu orgasmo.

Con el dedo, Björn juguetea en mi interior, mientras Eric me penetra y me dice cosas calientes. Muy calientes. Ardorosas. Ambos me conocen y saben que eso me excita. Segundos después, Björn le pide a Eric que me abra para él. Mi Iceman, sin retirar sus preciosos ojos de mí, me agarra de las cachas del culo y me muerde el labio inferior. Sin soltarme noto la punta de la erección de Björn sobre mi ano y cómo centímetro a centímetro, apretándome, se introduce en mí.

—Así, cariño..., poco a poco... —murmura Eric tras soltarme el labio—. No tengas miedo. ¿Duele? —Niego con la cabeza, y él sigue—: Disfruta, mi amor..., disfruta de la posesión.

—Sí..., preciosa..., sí... tienes un culito fantástico... —masculla Björn, penetrándome—. ¡Oh, Dios!, me encanta. Sí, nena..., sí...

Abro la boca y gimo. La sensación de esa doble penetración es indescriptible y escuchar lo que cada uno dice me calienta a cada segundo más. Eric me mira con los ojos brillantes por la expectación y, ante mis jadeos, me pide:

—No dejes de mirarme, cariño.

Lo hago.

—Así..., así..., acóplate a nosotros... Despacio..., disfruta...

Estoy entre dos hombres que me poseen.

Dos hombres que me desean.

Dos hombres que deseo.

Cuatro manos me sujetan desde diferentes sitios, y ambos me llenan con delicadeza y pasión. Siento sus penes casi rozarse en mi interior, y me gusta verme sometida por y para ellos. Eric me mira, toca mi boca con la suya, y cada uno de mis jadeos los toma para él mientras me dice dulces y calientes palabras de amor. Björn me pellizca los pezones, me posee desde atrás y cuchichea en mi oído:

—Te estamos follando... Siente nuestras pollas dentro de ti...

Calor..., tengo un calor horroroso y, de pronto, noto como si toda la sangre de mi cuerpo subiera a la cabeza y grito, extasiada. Estoy siendo doblemente penetrada y enloquezco de placer. Me estrujan contra ellos exigiéndome más, y vuelvo a gritar hasta que me arqueo y me dejo ir. Ellos no paran; continúan con sus penetraciones. Eric...Björn... Eric... Björn... Sus respiraciones enloquecidas y sus movimientos me hacen saltar en medio de los dos, hasta que sueltan unos gruñidos varoniles, y sé que el juego, de momento, ha finalizado.

Con cuidado, Björn sale de mí y se tumba en la cama. Eric no lo hace y quedo tendida sobre él mientras me abraza. Durante unos minutos, los tres respiramos con dificultad mientras la voz de Michael Bublé resuena en la habitación, y nosotros recuperamos el control de nuestros cuerpos.

Pasados cinco minutos, Björn toma mi mano, la besa y susurra con una media sonrisa:

—Con vuestro permiso, me voy a la ducha.

Eric sigue abrazándome, y yo lo abrazo a él. Cuando quedamos solos en la cama, lo miro. Tiene los ojos cerrados. Le muerdo el mentón.

—Gracias, amor.

Sorprendido, abre los ojos.

—¿Por qué?

Le doy un beso en la punta de la nariz que le hace sonreír.

—Por enseñarme a jugar y a disfrutar del sexo.

Su carcajada me hace reír a mí, y más cuando afirma:

—Estás comenzando a ser peligrosa. Muy peligrosa.

Media hora más tarde, duchados, los tres vamos a la cocina de Björn. Allí, sentados sobre unos taburetes, comemos y nos divertimos mientras charlamos. Les confieso que sus exigencias y su rudeza en ciertos momentos me excitan, y los tres reímos. Dos horas después, vuelvo a estar desnuda sobre la encimera de la cocina, mientras ellos me vuelven a poseer, y yo, gustosa, me ofrezco.

26

La vida con Iceman va viento en poca a pesar de nuestras discusiones. Nuestros encuentros a solas son locos, dulces y apasionados, y cuando visitamos a Björn, calientes y morbosos. Eric me entrega a su amigo, y yo acepto, gustosa. No hay celos. No hay reproches. Sólo hay sexo, juego y morbo. Los tres hacemos un excepcional trío, y lo sabemos; disfrutamos de nuestra sexualidad plenamente en cada encuentro. Nada es sucio. Nada es oscuro. Todo es locamente sensual.

Flyn es otro cantar. El pequeño no me lo pone fácil. Cada día que pasa lo noto más reticente a ser amable conmigo y a nuestra felicidad. Eric y yo sólo discutimos por él. Él es la fuente de nuestras peleas, y el niño parece disfrutar.

Ahora acompaño a Norbert alguna mañana al colegio. Lo que Flyn no sabe es que cuando Norbert arranca el coche y se va, yo observo sin ser vista. No entiendo qué ocurre. No soy capaz de comprender por qué Flyn es el centro de las burlas de sus supuestos amigos. Lo vapulean, le empujan, y él no reacciona. Siempre acaba en el suelo. He de poner remedio. Necesito que sonría, que tenga confianza en sí mismo, pero no sé cómo lo voy a hacer.

Una tarde, mientras estoy en mi habitación tarareando la canción Tanto de Pablo Alborán, observo a través de los cristales que vuelve a nevar. Nieva sobre lo nevado, y eso me alegra. ¡Qué bonita que es la nieve! Encantada con ello, voy a la habitación de juegos donde Flyn hace deberes y abro la puerta.

—¿Te apetece jugar en la nieve?

El niño me mira y, con su habitual gesto serio, responde:

—No.

Tiene el labio partido. Eso me enfurece. Le cojo la barbilla y le pregunto:

—¿Quién te ha hecho esto?

El crío me mira y con mal genio responde:

—A ti no te importa.

Antes de contestar, decido callar. Cierro la puerta y voy en busca de Simona, que está en la cocina preparando un caldo. Me acerco a ella.

—Simona.

La mujer, secándose las manos en el delantal, me mira.

—Dígame, señorita.

—¡Aisss, Simona, por Dios, que me llames por mi nombre, Judith!

Simona sonríe.

—Lo intento, señorita, pero es difícil acostumbrarme a ello.

Comprendo que, efectivamente, debe de ser muy difícil para ella.

—¿Hay algún trineo en la casa? —pregunto.

La mujer lo piensa un momento.

—Sí. Recuerdo que hay uno guardado en el garaje.

—¡Genial! —aplaudo. Y mirándola, digo—: Necesito pedirte un favor.

—Usted dirá.

—Necesito que salgas al exterior de la casa conmigo y juegues a tirarnos bolas.

Incrédula, parpadea, y no entiende nada. Yo, divirtiéndome, le agarro las manos y cuchicheo:

—Quiero que Flyn vea lo que se pierde. Es un niño, y debería querer jugar con la nieve y tirarse en trineo. Vamos, demostrémosle lo divertido que puede ser jugar con algo que no sean las maquinitas.

En un principio, la mujer se muestra reticente. No sabe qué hacer, pero al ver que la espero, se quita el mandil.

—Deme dos segundos que me pongo unas botas. Con el calzado que llevo, no se puede salir al exterior.

—¡Perfecto!

Mientras me pongo mi plumón rojo y los guantes en la puerta de la casa, aparece Simona, que coge su plumón azul y un gorro.

—¡Vamos a jugar! —digo, agarrándola del brazo.

Salimos de la casa. Caminamos por la nieve hasta llegar frente al cuarto de juegos de Flyn, y allí comenzamos nuestra particular guerra de bolas. Al principio, Simona se muestra tímida, pero tras cuatro aciertos míos, ella se anima. Cogemos nieve y, entre risas, las dos nos la tiramos.

Norbert, sorprendido por lo que hacemos, sale a nuestro encuentro. Primero, es reticente a participar, pero dos minutos después, lo he conseguido, y se une a nuestro juego. Flyn nos observa. Veo a través de los cristales que nos está mirando y grito:

—Vamos, Flyn... ¡Ven con nosotros!

El niño niega con la cabeza, y los tres continuamos. Le pido a Norbert que traiga del garaje el trineo. Cuando lo saca, veo que es rojo. Encantada, me subo en él y me tiro por una pendiente llena de nieve. El guarrazo que me meto es considerable, pero la mullida nieve me para y me río a carcajadas. La siguiente en tirarse en Simona, y después lo hacemos las dos juntas. Terminamos rebozadas de nieve, pero felices, pese al gesto incómodo de Norbert. No se fía de nosotras. De pronto, y contra todo pronóstico, veo que Flyn sale al exterior y nos mira.