Изменить стиль страницы

—Pues cállate, y no hables más sobre lo que ocurrió ayer.

Tensión. El aire se corta con un cuchillo. Pienso en la moto. Cuando se entere, me descuartiza. Nos miramos y, finalmente, mi alemán dice:

—Tengo que marcharme de viaje. Te lo iba a decir ayer, pero...

—¿Que te marchas de viaje?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

—¿Adónde?

—Tengo que ir a Londres. He de solucionar unos asuntos, pero regresaré pasado mañana.

Londres. Eso me alerta. ¡¡Amanda!!

—¿Verás a Amanda? —pregunto, incapaz de contenerme.

Eric asiente, y yo de un manotazo me retiro de él. Los celos me pueden. Esa bruja no me gusta y no quiero que estén solos. Pero Eric, que sabe lo que pienso, me vuelve a acercar a él.

—Es un viaje de negocios. Amanda trabaja para mí y...

—¿Y con Amanda juegas también? Con ella te lo pasas de vicio en esos viajes y ésta va a ser una de esas veces, ¿verdad?

—Cariño, no...—susurra.

Pero los celos son algo terrible y grito fuera de mí:

—¡Oh, genial! Vete y pásatelo bien con ella. Y no me niegues lo que sé que va a ocurrir porque no me chupo el dedo. ¡Dios, Eric, que nos conocemos! Pero vamos, ¡tranquilo!, estaré esperándote en tu casa para cuando regreses.

—Jud...

—¡¿Qué?! —grito totalmente fuera de mí.

Eric me coge en brazos, me tumba en la cama y dice, agarrándome la cara con sus manos:

—¿Por qué piensas que voy a hacer algo con ella? ¿Todavía no te has dado cuenta de que yo sólo te quiero y te deseo a ti?

—Pero ella...

—Pero ella nada —me corta—. Tengo que viajar por trabajo, y ella trabaja conmigo. Pero, cariño, eso no significa que tenga que haber nada entre nosotros. Vente conmigo. Prepara una pequeña maleta y acompáñame. Si realmente no te fías de mí, hazlo, pero no me acuses de cosas que ni hago ni haré.

De pronto, me siento ridícula. Absurda. Estoy tan enfadada por lo de Susto que soy incapaz de razonar. Sé que Eric no me mentiría en algo así y, tras resoplar, murmuro:

—Lo siento, pero yo...

No puedo continuar hablando. Eric toma mi boca y me besa. Me devora, y entonces soy yo la que lo abraza con desesperación. No quiero estar enfadada. Odio cuando nos incomunicamos. Disfruto su beso. Lo aprieto contra mí hasta que mi boca pide...

—Fóllame.

Eric se levanta. Echa el pestillo que yo puse en la puerta y, mientras se quita la corbata, murmura:

—Encantado de hacerlo, señorita Flores. Desnúdese.

Sin perder tiempo me quito la bata y el pijama, y cuando estoy totalmente desnuda ante él, y él ante mí, se sienta en la cama y dice:

—Ven...

Me acerco a él. Aproxima su cara a mi monte de Venus y lo besa. Pasea sus manos por mi cuerpo y susurra mientras me sienta a horcajadas sobre él y con sus manos abre los labios de mi vagina:

—Tú... eres la única mujer que yo deseo.

Su pene entra en mí y lo clava hasta el fondo.

—Tú... eres el centro de mi vida.

Yo me muevo en busca de mi placer y, cuando veo que él jadea, añado:

—Tú... eres el hombre al que quiero y en el que quiero confiar.

Mis caderas van de adelante atrás, y cuando la que jadea soy yo, Eric se levanta de la cama, me posa sobre ella y, tumbándose sobre mí, me penetra profundamente.

—Tú... eres mía como yo soy tuyo. No dudes de mí, pequeña.

Una embestida fuerte hace que su pene entre hasta el útero y yo me arquee.

—Mírame —me ordena.

Lo miro, y mientras profundiza más y más, y yo jadeo, asegura:

—Sólo a ti te puedo hacer el amor así, sólo a ti te deseo y sólo contigo disfruto de los juegos.

Calor..., fogosidad..., exaltación.

Eric me agarra por la cintura, me empala contra él y dice cosas maravillosas y bonitas, y yo, excitada, las disfruto tanto como lo que me hace. Durante varios minutos entra y sale de mí, fuerte..., rápido..., intenso, hasta que me ordena:

—Dime que confías en mí tanto como yo en ti.

Vuelve a hundirse en mi interior y me da un azote a la espera de mi contestación. Yo lo miro. No contesto, y él vuelve a penetrarme mientras me agarra de los hombros para que la embestida sea más atroz.

—¡Dímelo! —exige.

Sus caderas se retuercen antes de volver a lanzarse contra mí, y cuando me contraigo de placer, Eric me aprieta más contra él, y yo, enloquecida, murmuro:

—Confío en ti..., sí..., confío en ti.

Una sonrisa lobuna se dibuja en su rostro; me coge por la cintura y me levanta. Me maneja a su antojo. ¡Lo adoro! Me lleva contra la pared y, enardecido, me penetra con fuerza una y otra vez mientras yo enredo mis piernas en su cintura y me arqueo para recibirlo.

¡Oh, sí, sí, sí!

Mi gemido placentero queda mitigado porque le muerdo el hombro, pero le hace ver que mi disfrute ha llegado, y entonces, sólo entonces, él se deja llevar por su placer. Desnudos y sudorosos, nos abrazamos mientras seguimos contra la pared. Amo a Eric. Lo quiero con toda mi alma.

—Te quiero, Jud... —afirma, bajándome al suelo—. Por favor, no lo dudes, cariño.

Cinco minutos después estamos en la ducha. Aquí me vuelve a hacer el amor. Somos insaciables. El sexo entre nosotros es fantástico. Colosal.

Cuando Eric se marcha, le digo adiós con la mano. Confío en él. Quiero confiar en él. Sé lo importante que soy en su vida y estoy segura de que no me decepcionará.

Marta pasa a recogerme y sonrío. Me monto en su coche y nos sumergimos en el tráfico de Múnich.

Llegamos hasta una elegante tienda. Aparcamos el coche, y cuando entramos, veo que es la tienda de Anita, la amiga de Marta que estuvo con nosotras en el bar cubano. Tras elegir varios vestidos, a cuál más bonito y más caro, cuando entramos en el espacioso e iluminado probador cuchichea:

—Tengo que comprarme algo sexy para la cena de pasado mañana.

—¿Tienes una cena con un churri?

—Sí —dice riendo Marta.

—¡Vaya!, ¿y con quién es esa cena?

Divertida, Marta me mira y murmura:

—Con Arthur.

—¿Arthur?, ¿el camarero buenorro?

—Sí.

—¡Guau, genial! —aplaudo.

—Decidí seguir tu consejo y darle una oportunidad. Quizá salga bien, quizá no, pero mira, nunca podré decir que ¡no lo intenté!

—¡Olé, mi chica...! —exclamo, alegre.

Se prueba varios vestidos y al final se decide por uno azul eléctrico. Marta está guapísima con él. De pronto, una voz llama mi atención. ¿Dónde he oído yo esa voz? Salgo del probador y me quedo sin habla. A pocos metros de mí tengo a la persona que he deseado echarme a la cara en estos últimos meses hablando con otra mujer: Betta. La sangre se me enciende y mi sed de venganza me atenaza.

Sin poder contener mis impulsos más asesinos, voy hacia ella y, antes de que Betta pueda reaccionar, ya la tengo cogida por el cuello y siseo en su cara:

—¡Hola, Rebeca!, ¿o mejor te llamo Betta?

Ella se queda blanca como el papel, y su amiga aún más. Está asombrada. No esperaba verme aquí y menos todavía que yo reaccionara así. Soy pequeña, pero matona, y esa imbécil se va a enterar de quién soy yo. Anita, al vernos, se dirige a nosotras. Pero no dispuesta a soltar a mi presa, la meto en un probador.

—Tengo que hablar con ella. ¿Nos dais un momento?

Cierro la puerta del probador, y Betta me mira, horrorizada. No tiene escapatoria. Sin más, le suelto una bofetada que le gira la cara.

—Esto para que aprendas, y esto —digo, y le doy otra bofetada con la mano bien abierta— por si todavía no has aprendido.

Betta grita. Anita grita. La amiga de Betta grita. Todas gritan y aporrean la puerta, y yo, dispuesta a darle su merecido a esta sinvergüenza, le retuerzo un brazo, la hago caer de rodillas ante mí y suelto:

—No soy agresiva ni mala persona, pero cuando lo son conmigo, soy la peor. Me convierto en una bicha muy..., muy mala. Y lo siento, chata, pero tú solita has despertado el monstruo que hay en mí.

—Suéltame..., suéltame que me haces daño —grita Betta desde el suelo.