Изменить стиль страницы

Tres horas después, tras patearme las calles de Múnich, cojo un taxi y llego hasta casa. Simona y Norbert me saludan y, mirando al hombre, le pido herramientas. Sorprendido, asiente, pero no pregunta. Me las proporciona.

Encantada de la vida con lo que Norbert me ha traído, subo a la habitación que comparto con Eric y, en la puerta, pongo el pestillo. Espero que no le moleste, pero no quiero que Flyn nos pille mientras estoy vestida de policía malota o hacemos salvajemente el amor. ¿Qué pensaría el crío de nosotros?

Por la tarde, cuando Flyn regresa del colegio, como siempre está taciturno. Se encierra en su cuarto a hacer deberes. Simona le va a llevar la merienda y le pido que me deje hacerlo a mí. Cuando entro en la habitación, el niño está sentado la mesita enfrascado en sus deberes. Le dejo el plato con el sándwich y me fijo en su mano. La herida se ve.

—¿Qué te ha pasado en la mano? —pregunto.

—Nada —responde sin mirarme.

—Para no haberte pasado nada, tienes un buen rasponazo —insisto.

El crío levanta la vista y me escruta.

—Sal de mi cuarto. Estoy haciendo los deberes.

—Flyn..., ¿por qué estás siempre enfadado?

—No estoy enfadado, pero me vas a enfadar.

Su contestación me hace sonreír. Ese pequeño enano es como su tío, ¡hasta responde igual! Al final, desisto y salgo de la habitación. Voy a la cocina y cojo una coca-cola; la abro y doy un trago de la lata. Cuando la estoy tomando, aparece el niño y me mira.

—¿Quieres? —le ofrezco

Niega con la cabeza y se va. Cinco minutos después me siento en el salón y pongo la televisión. Miro la hora. Las cinco. Queda poco para que regrese Eric. Decido ver una película y busco algo que me pueda interesar. No hay nada, pero al final en un canal pasan un episodio de «Los Simpson» y me quedo mirándolo.

Durante un rato, río por las ocurrencias de Bart y, cuando menos me lo espero, aparece Flyn a mi lado. Me mira y se sienta. Doy un trago a mi lata de coca-cola. El pequeño coge el mando con la intención decambiar de canal.

—Flyn, si no te importa, estoy viendo la televisión.

Lo piensa. Deja el mando sobre la mesa, se acomoda en el sillón y, de pronto, dice:

—Ahora sí quiero una coca-cola.

Mi primer instinto es contestarle: «Pues ánimo, chato, tienes dos piernas muy hermosas para ir a por ella». Pero como quiero ser amable con él, me levanto y me ofrezco a traérsela.

—En un vaso y con hielo, por favor.

—Por supuesto —asiento, encantada por aquel tono tan apaciguado.

Más contenta que unas pascuas llego a la cocina. Simona no está. Cojo un vaso, le pongo hielo, saco la coca-cola del frigorífico y, cuando la abro, ¡zas!, la coca-cola explota. El gas y el líquido me entran en los ojos y nos empapamos la cocina y yo.

Como puedo, suelto la bebida en la encimera y, a tientas, busco el papel de cocina para secarme la cara. ¡Diosssssss, estoy empapada! Pero entonces me percato a través del espejo del microondas de que Flyn me observa con una cruel sonrisa por el hueco de la puerta.

¡La madre que lo parió!

Seguro que ha sido él quien ha movido la coca-cola para que explotara y por eso me la ha pedido con tanta amabilidad.

Respiro..., respiro y respiro mientras me seco, y limpio el suelo de la cocina. ¡Maldito niño! Una vez que termino, salgo como un toro de Osborne, y cuando voy a decirle algo al enano, convencida de que es el culpable de todo, me encuentro en el salón a Eric con él en brazos.

—¡Hola, cariño! —me saluda con una amplia sonrisa.

Tengo dos opciones: borrarle la sonrisa de un plumazo y contarle lo que su riquísimo sobrino acaba de hacer, o disimular y no decir nada del minidelincuente que está en sus brazos. Opto por lo segundo, y entonces mi Iceman deja al crío en el suelo, se acerca a mí y me da un dulce y sabroso beso en los labios.

—¿Estás mojada? ¿Qué te ha pasado?

Flyn me mira, y yo le miro, pero respondo:

—Al abrir una coca-cola me ha explotado y me he puesto perdida.

Eric sonríe y, aflojándose la corbata, señala:

—Lo que no te pase a ti no le pasa a nadie.

Sonrío. No puedo evitarlo. En este momento entra Simona.

—La cena está preparada. Cuando quieran pueden pasar.

Eric mira a su sobrino.

—Vamos, Flyn. Ve con Simona.

El pequeño corre hacia la cocina, y Simona va tras él. Entonces, Eric se acerca a mí y me da un caliente y morboso beso en los labios que me deja ¡atontá!

—¿Qué tal tu día por Múnich?

—Genial. Aunque ya lo sabes. Me has llamado mil veces, ¡pesadito!

Eric se muestra sonriente.

—Pesadito, no. Preocupado. No conoces la ciudad y me inquieta que andes sola.

Suspiro, pero no me da tiempo a responder.

—Pero cuéntame, ¿por dónde has estado?

Le explico a mi manera los lugares que he visitado, todos grandiosos y alucinantes y, cuando le comento lo del puente de los candados, me sorprende.

—Me parece una excelente idea. Cuando quieras, vamos al Kabelsteg a ponerlo. Por cierto, en Múnich hay más puentes de los enamorados. Está el Thalkirchner y el Großhesseloher.

—¿Alguna vez has puesto un candado tú ahí? —pregunto, sorprendida.

Eric me mira..., me mira y, con media sonrisa, cuchichea:

—No, cuchufleta. Tú serás la primera que lo consiga.

Alucinadita me ha dejado. Mi Iceman es más romántico de lo que yo imaginaba. Encantada por su respuesta y su buen humor, pienso en mi disfraz de policía malota. ¡Le va a encantar!

—¿Qué te parece si tú y yo vamos a cenar esta noche a casa de Björn?

¡Glups y reglups!

Desecho rápidamente mi disfraz de poli malota. Mi cuerpo se calienta en cero coma un segundo y me quedo sin aliento. Sé lo que significa esa proposición. Sexo, sexo y sexo. Sin quitarle los ojos de encima, asiento.

—Me parece una fantástica idea.

Eric sonríe, me suelta, entra en la cocina y le oigo hablar con Simona. También escucho las protestas de Flyn. Se enfada porque su tío se marche. Una vez que mi loco amor regresa, me coge de la mano y dice:

—Vamos a vestirnos.

Eric se asombra por el cerrojo que le enseño que he puesto en la habitación. Le prometo que sólo lo utilizaremos en momentos puntuales. Asiente. Lo entiende.

—He comprado algo que te quiero enseñar. Siéntate y espera —le comunico, ansiosa.

Entro presurosa al baño. No le digo lo del disfraz de poli malota. Esa sorpresa la guardo para otro día. Me quito la ropa y me coloco los cubrepezones. ¡Qué graciosos! Divertida, abro la puerta del baño y, en plan Mata Hari, me planto ante él.

—¡Guau, nena! —exclama Eric al verme—. ¿Qué te has comprado?

—Son para ti.

Divertida, muevo mis hombros y las borlas que cuelgan de los pezones se menean. Eric ríe. Se levanta y echa el cerrojo. Yo sonrío. Cuando me acerco hasta él y antes de tumbarme en la cama, mi lobo hambriento murmura:

—Me encantan, morenita. Ahora los disfrutaré yo, pero no te los quites. Quiero que Björn los vea también.

Con una sonrisa acepto su beso voraz.

—De acuerdo, mi amor.

Una hora después, Eric y yo vamos en su coche. Estoy nerviosa, pero esos nervios me excitan a cada segundo más. Mi estómago está contraído. No voy a poder cenar y, cuando llegamos a casa de Björn, mi corazón late como un caballo desbocado.

Como era de esperar, el guapísimo Björn nos recibe con la mejor de sus sonrisas. Es un tío muy sexy. Su mirada ya no resulta tan inocente como cuando estamos con más gente. Ahora es morbosa.

Me enseña su espectacular casa y me sorprendo cuando al abrir una puerta me indica que ésas son las oficinas de su despacho particular. Me explica que allí trabajan cinco abogados, tres hombres y dos mujeres. Cuando pasamos junto a una de las mesas, Eric dice:

—Aquí trabaja Helga. ¿Te acuerdas de ella?

Asiento. Eric y Björn se miran y, dispuesta a ser tan sincera como ellos, explico: