—¿Y por qué no se suicidó?

Díaz-Varela me miró de nuevo como a una niña, es decir, como a una ingenua.

—Qué pregunta —se permitió observar—. Como la mayoría de la gente, era incapaz. No se atrevía, él no podía determinar el cuándo: por qué hoy en vez de mañana, si todavía hoy no me veo cambios ni me siento muy mal. Casi nadie encuentra el momento, si lo tiene que decidir. Deseaba morir antes de los estragos de la enfermedad, pero le resultaba imposible fijar ese ‘antes’: disponía de un mes y medio o dos, ya te he dicho, quién sabía si de algo más. Y, también como la mayoría, no quería conocer el hecho de antemano y con seguridad, no quería levantarse un día sabiendo a ciencia cierta, diciéndose: ‘Este es el último. Hoy no veré anochecer’. Ni siquiera le servía que se encargaran otros por él, si él sabía a lo que iba, a lo que se prestaba, si tenía el dato con anterioridad. Su amigo le habló de un sitio en Suiza, una organización seria y controlada por médicos llamada Dignitas, totalmente legal, claro está (bueno, allí legal), en la que personas de cualquier país pueden solicitar un suicidio asistido cuando hay suficiente motivo, y esto lo deciden los de la organización, no el interesado. Éste ha de presentar su historial médico en regla y se comprueba su acierto y su veracidad; por lo visto hay un minucioso proceso preparatorio excepto en casos de extrema urgencia, y de entrada se intenta convencer al paciente de que siga viviendo con paliativos, si los hay, que por la razón que sea no se le hayan administrado hasta entonces; se verifica que está en plena posesión de sus facultades mentales y que no atraviesa una depresión temporal, un sitio serio, me contó Miguel. Pese a tanto requisito, su amigo creía que en su caso no habría objeción. Le habló de ese lugar como posible remedio, como mal menor, y Miguel tampoco se sintió capaz, no se atrevió. Quería morir, pero sin saberlo. No quería saber cómo ni cuándo, no al menos con exactitud.

—¿Quién es ese amigo médico? —se me ocurrió preguntarle de pronto, forzándome a suspender la credulidad que casi siempre invade, poco a poco, a quien está oyendo contar.

Díaz-Varela no se sorprendió demasiado, quizá un poco sí. Pero contestó sin vacilación:

—¿Quieres decir cómo se llama? El Doctor Vidal.

—¿Vidal? ¿Qué Vidal? Eso es como no decir nada. Hay muchos Vidal.

—¿Qué pasa? ¿Quieres hacer comprobaciones? ¿Quieres ir a hablar con él y que te confirme mi versión? Hazlo, es un hombre muy afable y cordial, yo he coincidido un par de veces con él. Doctor Vidal Secanell. José Manuel Vidal Secanell, te será fácil encontrarlo, no tienes más que consultar la lista del Colegio de Médicos o como se llame, seguro que estará en Internet.

—¿Y el oftalmólogo? ¿Y el internista?

—Eso ya no lo sé. Miguel nunca los mencionó por sus nombres, o si lo hizo yo no los retuve. A Vidal sí lo conozco porque era amigo suyo desde la infancia, ya te he dicho. Pero esos otros no sé. Con todo, supongo que no te sería muy difícil averiguar quién era su oftalmólogo, si es lo que quieres, ¿vas a dedicarte a investigar? Eso sí, mejor que no se lo preguntes a Luisa directamente a menos que estés dispuesta a contárselo todo, a contarle el resto. Ella nunca ha sabido nada de esto, ni del melanoma ni nada, ese era el deseo de Miguel.

—Bastante raro eso, ¿no? Uno diría que para ella era menos traumático saber de su enfermedad que verlo cosido a navajazos y desangrándose en el suelo. Que le costaría más reponerse de una muerte tan violenta y salvaje. O reconciliarse con ella, como dice la gente ahora, ¿no?

—Tal vez —contestó Díaz-Varela—. Pero, con ser importante esa consideración, entonces era secundaria. Lo que horrorizaba a Miguel era pasar por las fases que Vidal le había descrito; también que Luisa lo contemplara, pero eso quedaba ya a cierta distancia, por fuerza era una preocupación menor en comparación. Cuando alguien es consciente de que le toca largarse, está muy metido en sí mismo y piensa poco en los demás, incluso en los más cercanos, en los más queridos, aunque se empeñe en no desentenderse, en no perderlos de vista en medio de su tribulación. Uno sabe que se va solo y que ellos se quedan, y en eso hay siempre un elemento fastidioso que lleva a sentirlos apartados y ajenos, casi a guardarles rencor. Así que sí, quería ahorrarle su agonía a Luisa, pero sobre todo quería ahorrársela él. Además, ten en cuenta que él ignoraba de qué manera repentina iba a morir. Eso me lo dejó a mí. Ni siquiera sabía si iba a haber tal muerte repentina o si no le quedaría más remedio que aguantarse y sufrir la evolución de la enfermedad hasta el final, o esperar a sacar fuerzas para tirarse por una ventana cuando ya estuviera peor y empezara a verse deformado y a sentir mucho dolor. Yo nunca le garanticé nada, nunca le dije que sí.

—¿Que sí a qué? ¿Nunca le dijiste que sí a qué?

Díaz-Varela volvió a mirarme con aquella fijeza suya que uno nunca acababa de percibir como tal, si acaso como envolvimiento. Ahora me pareció ver en sus ojos un destello de irritación. Pero como todos los destellos fue fugaz, porque en seguida me contestó, y al hacerlo se le fue esa expresión.

—A qué va a ser. A su petición. ‘Quítame de en medio’, me pidió. ‘No me digas cómo ni cuándo ni dónde, que me venga de sorpresa, tenemos mes y medio o dos meses, busca una manera y ponla en práctica. No me importa cuál sea. Cuanto más rápida mejor. Cuanto menos sufra y menos daño mejor. Cuanto menos me la espere mejor. Haz lo que quieras, contrata a alguien que me pegue un tiro, haz que me atropellen al cruzar una calle, que se me derrumbe un muro encima o no me funcionen los frenos del coche, o los faros, no sé, no lo quiero saber ni pensar, piénsalo tú, lo que sea, lo que esté en tu mano, lo que se te ocurra. Tienes que hacerme este favor, tienes que salvarme de lo que me aguarda si no. Ya sé que es mucho pedir, pero yo no soy capaz de matarme, ni de trasladarme a un sitio en Suiza a sabiendas de que voy hasta allí nada más que para morir entre desconocidos, quién podría someterse a un viaje tan lúgubre, camino de su ejecución, sería como morirse varias veces durante el trayecto y la estancia, sin cesar. Prefiero amanecer aquí cada día con una mínima apariencia de normalidad, y seguir con mi vida mientras me sea posible con el temor y la esperanza de que ese día sea el último. Pero sobre todo con la incertidumbre, la incertidumbre es lo único que me puede ayudar; y lo que sé que puedo soportar. Lo que no puedo es saber que depende de mí. Tiene que depender de ti. Quítame de en medio antes de que sea tarde, tienes que hacerme este favor.’ Eso fue más o menos lo que me vino a decir. Estaba desesperado y también muerto de miedo. Pero no estaba fuera de sí. Lo había meditado mucho. Si cabe decirlo, con frialdad. Y no veía otra solución. En verdad no la veía.

—¿Y tú qué le contestaste? —le pregunté, y nada más preguntárselo volví a caer en la cuenta de que algo de crédito estaba dando a su historia, aunque fuera un crédito hipotético y pasajero, aunque yo me dijera que en realidad mi pregunta había sido: ‘Y en el supuesto de que todo esto hubiera sido así, pongámonos en ello un instante, ¿tú qué le contestaste?’. Pero lo cierto es que no se la formulé de este modo, desde luego que no.

—Al principio me negué en redondo, sin darle opción a insistir. Le dije que eso no podía ser, que en efecto era demasiado pedir, que no podía encomendarle a nadie una tarea que sólo le correspondía a él. Que encontrara valor o contratara él mismo a un sicario, no sería la primera vez que alguien encargase y pagase su propia ejecución. Dijo que sabía de sobra que carecía de ese valor y que tampoco se veía capaz de contratar él a nadie, que eso equivalía a saber con antelación, a estar enterado del cómo y casi del cuándo: una vez que estableciera el contacto el sicario se pondría en marcha, son gente expeditiva y que no se da aplazamientos, hacen lo que tienen que hacer y a otra cosa. Eso no era muy distinto de la visita a Suiza, dijo, seguía siendo una decisión suya, era poner una fecha concreta y renunciar al pequeño consuelo de la incertidumbre, y si de algo se sentía incapaz era de decidir si hoy o mañana o pasado. Iría dejando la cosa de un día para otro, le irían pasando sin atreverse, no vería nunca el momento y entonces acabaría por pillarlo la virulencia de la enfermedad, lo que a toda costa debía evitar... Y sí, yo le entendía, en esas circunstancias es muy fácil decirse: ‘Aún no, aún no. Quizá mañana. Sí, de mañana no pasa. Pero esta noche voy a dormir aún en casa, en mi cama, voy a dormir aún con Luisa. Solamente un día más’. —‘Debería morir más adelante, entretenerme pálidamente’, pensé. ‘Al fin y al cabo, después ya no podré volver. Y aunque pudiera: los muertos hacen mal en regresar’—. Miguel tenía muchas virtudes, pero era débil e indeciso. Posiblemente lo seríamos casi todos en una situación así. Supongo que yo también.