Díaz-Varela se quedó callado y abstrajo la mirada, como si se estuviera poniendo en el lugar de su amigo o rememorara el tiempo en que lo había hecho. Tuve que sacarlo de su estupor, formara éste parte de una representación o no.

—Eso fue al principio, has dicho. ¿Y después? ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

Siguió pensativo unos instantes, se pasó la mano por la cara varias veces, como quien comprueba si todavía le dura el afeitado o la barba ya le ha empezado a crecer. Cuando habló de nuevo, sonó muy cansado, tal vez saturado de sus explicaciones y de aquella conversación en la que él llevaba todo el peso. Mantuvo los ojos idos y murmuró como para sí:

—No cambié de opinión. Nunca cambié de opinión. Desde el primer momento supe que no me quedaba alternativa. Que, por difícil que se me hiciera, debía satisfacer su petición. Una cosa fue lo que le dije. Otra lo que me tocaba hacer. Había que quitarlo de en medio, como él decía, porque él nunca se iba a atrever, ni activa ni pasivamente, y lo que lo aguardaba era en verdad cruel. Me insistió y me suplicó, se ofreció a firmarme un papel asumiendo la responsabilidad, hasta propuso ir a un notario. No se lo acepté. Si lo hacía él tendría la sensación de haber firmado algo más, una especie de contrato o de pacto, lo habría tomado por un sí y eso yo quería evitarlo, prefería que creyera que no. Pero al final tampoco le cerré la puerta del todo. Le dije que lo pensaría un poco más pese a estar seguro de que no iba a cambiar de idea. Que no contara con ello. Que no volviera a hablarme del asunto ni a preguntarme nada al respecto. Que lo mejor sería que no nos viéramos ni nos llamáramos de momento. Le sería imposible no insistirme, si no con palabras, sí con la mirada y el tono y con una actitud expectante, y a eso yo no estaba dispuesto: una vez y no más, aquel encargo macabro, aquella tétrica conversación. Le dije que ya me iría yo poniendo en contacto con él, para saber de su estado, no lo dejaría solo, y que mientras tanto se buscara la vida, es decir, que se buscara la muerte sin contar con mi participación. No podía involucrar a un amigo en algo así, le tocaba resolverlo a él. Pero le introduje la duda. No le di esperanza y a la vez sí se la di: suficiente para que pudiera instalarse en su salvadora incertidumbre, para que no descartara del todo mi ayuda, y tampoco sintiera por ello que había una amenaza real e inminente, que su supresión ya estaba en marcha. Sólo de ese modo sería capaz de seguir viviendo lo que le quedara de vida ‘sana’ con una mínima apariencia de normalidad, como había dicho y pretendía ilusoriamente. Pero quién sabe, quizá lo logró un poco, en la medida de lo posible. Hasta el punto de ni siquiera asociar, acaso, el ataque del gorrilla a Pablo, ni sus insultos y acusaciones, con la petición que me había hecho, no lo puedo saber, no lo sé. Yo acabé por llamarlo de vez en cuando, en efecto, para preguntarle cómo iba, si le habían aparecido el dolor y los síntomas o todavía no. Incluso nos vimos en un par de ocasiones y cumplió a rajatabla con lo que le había pedido, no volvió a sacarme el tema ni a insistirme, hicimos como si aquella conversación no hubiera tenido lugar. Pero era como si confiara en mí, yo lo notaba; como si aún aguardara que yo lo sacara del atolladero, que le diera el golpe de gracia por sorpresa, algún día antes de que fuera tarde, y aún viera en mí su salvación, si es que podía darse ese nombre a su eliminación violenta. Yo no le había dicho que sí en modo alguno, pero en el fondo tenía razón: desde el primer momento, desde que me contó su situación, mi cabeza se puso a funcionar. Hablé con Ruibérriz para que me echara una mano y se ocupara de la puesta en acción, y el resto ya lo conoces. Mi cabeza tuvo que ponerse a funcionar, a maquinar como la de un criminal. Tuve que pensar cómo matar a tiempo, cómo hacer morir dentro de un plazo a un amigo sin que pareciera un asesinato ni se sospechara de mí. Y sí, fui poniendo intermediarios, evité mancharme las manos, intervino la voluntad de otros, fui delegando, fui dejando cabos al azar y alejando el hecho de mí y de mi alcance hasta hacerme la ilusión de que no tenía que ver con él, o sólo en origen. Pero también he sabido siempre que en origen hube de pensar y actuar como un asesino. Así que en realidad no es tan extraño que esa sea la idea que hoy tienes de mí. Lo que tú creas, María, con todo, no tiene demasiada importancia. Como quizá puedas imaginar.

Entonces se levantó como si ya hubiera terminado o no tuviera ganas de proseguir, como si diera por concluida la sesión. Nunca le había visto los labios tan pálidos, pese a habérselos mirado tanto. La fatiga y el abatimiento, la desesperación retrospectiva que le habían aparecido hacía rato se le habían acentuado brutalmente. En verdad ahora parecía exhausto, como si hubiera realizado un enorme esfuerzo físico, el que casi desde el principio llevaban anunciando sus mangas subidas, y no sólo verbal. Quizá se vería igual de agotado a quien acabara de asestarle nueve puñaladas a un hombre, o tal vez diez, o dieciséis.

‘Sí, un asesinato’, pensé, ‘no más.’

IV

Esa fue la última vez que vi a solas a Díaz-Varela, como me imaginaba, y pasó bastante tiempo hasta que volví a encontrarme con él, en compañía y por casualidad. Pero durante casi todo ese tiempo rondó mis días y mis noches, al principio con intensidad, luego se demoró pálidamente, ‘palely loitering’, como dice un medio verso de Keats. Supongo que él pensaba que no teníamos más que hablar, debió de quedarse con la sensación de que había cumplido de sobra con la inesperada tarea de darme unas explicaciones que sin duda había previsto no tener que dar a nadie jamás. Había sido imprudente con la Joven Prudente (ya no soy ni era tan joven, por lo demás), y no le había quedado más remedio que contarme su siniestra o lóbrega historia, según la versión. Después de eso no hacía falta mantener más contacto conmigo, exponerse a mis suspicacias, a mis miradas, a mis evasivas, a mis silenciosos juicios, tampoco yo habría querido someterlo a ellos, nos habría envuelto una atmósfera de taciturnidad y malestar. Él no me buscó ni lo busqué yo a él. Había habido una despedida implícita, se había llegado a un final que ninguna atracción física mutua ni ningún sentimiento no mutuo bastaban para retrasar.

Al día siguiente, pese a su fatiga, debió de sentir que se había quitado un peso de encima, o que si lo había sustituido por otro —yo ahora sabía más, había asistido a una confesión—, éste era mucho menor —resultaba aún más improbable que antes que yo acudiera a nadie con mi siempre indemostrable saber—. En todo caso me traspasó uno a mí: peor que la grave sospecha y las conjeturas quizá apresuradas e injustas, era conocer dos versiones y no saber con cuál quedarme, o más bien saber que me tenía que quedar con las dos y que ambas convivirían en mi memoria hasta que ésta las desalojara, cansada de la repetición. Cuanto a uno se le cuenta se le queda incorporado y pasa a formar parte de su conciencia, incluso si no lo cree o le consta que jamás ha sucedido y que solamente es invención, como las novelas y las películas, como la remota historia de nuestro Coronel Chabert. Y aunque Díaz-Varela había observado el viejo precepto de relatar en último lugar lo que debía figurar como verdadero, y en primero lo que se debía entender como falso, lo cierto es que esa regla no basta para borrar lo inicial o anterior. Uno lo ha oído también, y aunque momentáneamente se vea negado por lo que viene después, ya que esto lo contradice y desmiente, su recuerdo perdura, y sobre todo perdura el recuerdo de nuestra propia credulidad mientras lo escuchábamos, cuando todavía ignorábamos que lo seguiría un mentís y lo tomábamos por la verdad. Cuanto ha sido dicho se recupera y resuena, si no en la vigilia sí en la duermevela y los sueños, donde el orden no importa, y siempre permanece agitándose y latiendo como si fuera un enterrado vivo o un muerto que reaparece porque en realidad no murió, ni en Eylau ni en el camino de vuelta ni colgado de un árbol ni en ningún otro lugar. Lo dicho nos acecha y revisita a veces como los fantasmas, y entonces siempre nos parece que fue insuficiente, que la más larga conversación fue muy corta y la más cabal explicación tuvo lagunas; que debimos preguntar mucho más y prestar más atención, y fijarnos en lo que no fue verbal, que engaña un poco menos que lo que sí lo es.