Se me pasó por la cabeza, ya lo creo, la posibilidad de buscar e ir a ver a aquel Doctor Vidal, Vidal Secanell, con el segundo apellido no había pérdida. Incluso descubrí en Internet que trabajaba en un sitio llamado Unidad Médica Angloamericana, un nombre curioso, con sede en la calle Conde de Aranda, en el barrio de Salamanca, me habría sido fácil solicitarle hora y pedirle que me auscultara y me hiciera un electrocardiograma, quién no se preocupa por su corazón. Pero mi espíritu no es detectivesco, o no lo es mi actitud, y sobre todo me pareció un movimiento tan arriesgado como inútil: si Díaz-Varela no había tenido inconveniente en proporcionarme sus datos, era seguro que aquel médico me corroboraría su versión, tanto si era cierta como si no. Tal vez aquel Doctor Vidal era antiguo compañero suyo y no de Desvern, tal vez estaba avisado de lo que debía responderme si yo me presentaba y lo interrogaba; siempre podría negarme el acceso a un historial que quizá jamás había existido, en esas cuestiones manda la confidencialidad, y al fin y al cabo quién era yo; tendría que haber ido con Luisa para que se lo exigiera, y ella no estaba al tanto de nada ni albergaba la menor sospecha, cómo iba yo a abrirle los ojos de pronto, eso implicaba tomar varias decisiones y asumir una enorme responsabilidad, la de revelarle a alguien lo que acaso no quisiera saber, y nunca se sabe lo que alguien no quiere saber hasta que ya se le ha hecho la revelación, y entonces el posible mal no tiene remedio y es tarde para retirarla, para echarla atrás. Aquel Vidal podía ser un colaborador más, deberle a Díaz-Varela favores enormes, formar parte de la conspiración. O ni siquiera hacía falta. Habían transcurrido dos semanas desde que yo había espiado la conversación con Ruibérriz; Díaz-Varela había dispuesto de muchos días para concebir y preparar un relato que me neutralizara o apaciguara, por así decir; podía haberle preguntado a aquel cardiólogo, con cualquier pretexto (los novelistas de la editorial, con el engreído Garay Fontina a la cabeza, hacían esa clase de consultas a todo tipo de profesionales sin cesar), qué enfermedad dolorosa, desagradable y mortal justificaría con verosimilitud que un hombre prefiriese matarse o le suplicara a un amigo que lo quitara de en medio, al no atreverse él. Podía ser honrado e ingenuo, aquel Vidal, y haberle dado su información de buena fe; y Díaz-Varela habría contado con que yo no iría nunca a visitarlo, aunque estuviera tentada, como así fue (así fue que me tentó y que no fui). Pensé que me conocía mejor de lo que yo suponía, que durante nuestro tiempo juntos había estado menos distraído de lo que aparentaba y me había estudiado con aplicación, y ese pensamiento me halagó un poco, estúpidamente, o eran los vestigios de mi enamoramiento; éstos jamás terminan de golpe, ni se convierten instantáneamente en odio, desprecio, vergüenza o mero estupor, hay una larga travesía hasta llegar a esos sentimientos sustitutorios posibles, hay un accidentado periodo de intrusiones y mezcla, de hibridez y contaminación, y el enamoramiento nunca acaba del todo mientras no se pase por la indiferencia, o más bien por el hastío, mientras uno no piense: ‘Qué superfluo regresar al pasado, qué pereza la idea de volver a ver a Javier. Qué pereza me da incluso acordarme de él. Fuera de mi mente aquel tiempo, lo inexplicable, un mal sueño. No resulta tan difícil, puesto que ya no soy la que fui. La única pega es que, aunque ya no lo sea, en muchos momentos no consigo olvidarme de eso que fui, y entonces, simplemente, mi nombre me es desagradable y quisiera no ser yo. En todo caso un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque a veces un recuerdo sea algo devorador. Pero este ya no lo es, ya no lo es’.

Pensamientos parecidos me tardaron en llegar, como era de esperar y es natural. Y no pude evitar darle mil vueltas (o eran sólo diez, que se repetían) a lo que Díaz-Varela me había contado, a sus dos versiones si es que eran dos, y preguntarme por detalles que no me habían sido aclarados en una o en otra, no hay historia sin puntos ciegos ni contradicciones ni sombras ni fallos, lo mismo las reales que las inventadas, y en ese aspecto —el de la oscuridad que circunda y envuelve a cualquier narración—, no importaba nada cuál fuera cuál.

Volví a consultar las noticias que había leído en Internet sobre la muerte de Deverne, y en una de ellas encontré las frases que me rondaban la memoria: ‘La autopsia del cadáver del empresario ha revelado que la víctima recibió dieciséis navajazos de su asesino. Todas las puñaladas afectaron a órganos vitales. Además, cinco de ellas eran, según dedujo el forense, mortales’. No entendía bien la diferencia existente entre una herida mortal y otra que afectara a órganos vitales. A primera vista, para un profano, ambas parecían la misma cosa. Pero eso era secundario en mi desazón: si había intervenido un forense y éste había redactado un informe; si había habido una autopsia, como debe de ser preceptivo en toda muerte violenta o al menos en todo homicidio, ¿cómo era posible que no se hubiera descubierto en ella una ‘metástasis generalizada en todo el organismo’, según había dicho Díaz-Varela que le había diagnosticado el internista a Desvern? Aquella tarde no se me había ocurrido preguntarle a Díaz-Varela, no había caído en la cuenta, y ahora ya no quería o no podía llamarlo, menos aún para eso, habría recelado, se habría puesto en guardia o se habría hartado, quizá habría pensado en otras medidas para neutralizarme, al comprobar que no me había apaciguado con sus explicaciones o su representación. Podía entender que los periódicos no se hubieran hecho eco de eso, o que el dato ni siquiera se les hubiera comunicado, al no tener relación con el suceso, pero me parecía más extraño que no se hubiera informado a Luisa de una circunstancia así. Cuando yo había hablado con ella era obvio que lo ignoraba todo respecto a la enfermedad de Deverne, tal como él había querido, siempre según su amigo y verdugo indirecto, o ‘en origen’. También podía imaginarme la respuesta de éste, si hubiera tenido oportunidad de preguntarle: ‘¿Tú te crees que un forense que examina a un tipo al que le han dado dieciséis puñaladas se va a molestar en mirar más, en indagar el previo estado de salud de la víctima? Es posible que ni siquiera la abrieran y que por tanto ni se enteraran; que ni siquiera hubiera autopsia propiamente dicha y se rellenara el informe con los ojos cerrados: estaba muy claro de qué había muerto Miguel’. Y tal vez habría tenido razón: al fin y al cabo esa había sido la actitud de dos cirujanos negligentes, dos siglos atrás, pese a haberles hecho su encargo el mismísimo Napoleón: sabiendo lo que sabían, ni se molestaron en tomarle el pulso al caído y arrollado Chabert. Y además, en España casi todo el mundo hace sólo lo justo para cubrir el expediente, pocas ganas hay de ahondar, o de gastar horas en lo innecesario.

Y luego estaban aquellos términos excesivamente profesionales en boca de Díaz-Varela. No era muy probable que los hubiera memorizado sólo tras oírselos a Desvern tiempo atrás, ni siquiera que éste los hubiera reproducido en el relato de su desgracia, por mucho que los hubieran empleado sus médicos, el oftalmólogo, el internista, el cardiólogo. Un hombre desesperado y atemorizado no recurre a ese léxico aséptico para poner al tanto de su condena a un amigo, no es lo normal. ‘Melanoma intraocular’, ‘melanoma metastático muy evolucionado’, el adjetivo ‘asintomático’, ‘resecar el ojo’, ‘enucleación’, todas aquellas expresiones me habían sonado a recién aprendidas, a recién escuchadas al Doctor Vidal. Pero quizá mi desconfianza era infundada: al fin y al cabo yo tampoco las he olvidado cuando ha pasado mucho más tiempo desde que se las oí a él, nada más que aquella vez. Y quizá sí las repite y emplea quien padece la enfermedad, como si así se la pudiera explicar mejor.

En favor de la veracidad de su historia, o de su versión final, estaba en cambio el hecho de que Díaz-Varela se hubiera abstenido de cargar las tintas en lo relativo a su sacrificio, a su padecimiento, a la desgarradora contradicción, a su dolor inmenso por haberse visto obligado a suprimir de manera rauda y violenta —casi la única manera de que sea rauda una supresión, es la desdicha— a su mejor amigo, al que más iba a echar en falta. Con el tiempo corriendo en su contra y dentro de un plazo, además, a sabiendas de que precisamente en este caso, más que nunca, ‘there would have been a time for such a word’, como había añadido Macbeth tras enterarse de la intempestiva muerte de su mujer. De que sin duda ‘habría habido un tiempo, otro tiempo, para semejante palabra’, esto es, ‘para tal frase’ o ‘noticia’ o ‘información’: a Díaz-Varela le habría bastado con no hacer nada, con declinar el encargo y rechazar la petición para permitir su llegada, la de ese otro tiempo que él no habría traído ni acelerado ni perturbado; con dejar que las cosas siguieran su anunciado curso natural, despiadado y fúnebre como todos los demás. Sí, podía haber elaborado mucha literatura sobre su maldición o su sino, podía haber dado a su tarea esos nombres, haber hecho hincapié en su lealtad, subrayado su abnegación, incluso haber intentado despertar mi compasión. Si se hubiera dado golpes de pecho y me hubiera descrito su angustia, cómo había tenido que guardarse sus sentimientos y hacer de tripas corazón por salvar a Deverne y a Luisa de un sufrimiento mayor, lento y cruel, del deterioro y la deformidad y también de su contemplación, habría sospechado más de él y me habrían quedado pocas dudas sobre su falsedad. Pero había sido sobrio y me lo había ahorrado; se había limitado a exponerme la situación y a confesar su parte. Lo que desde el primer momento, eso había dicho, había sabido que le tocaba hacer.