Todo acaba atenuándose, a veces poco a poco y con mucho esfuerzo y poniendo de nuestra voluntad; a veces con inesperada rapidez y en contra de esa voluntad, mientras intentamos en vano que no palidezcan ni se nos difuminen los rostros, y que los hechos y las palabras no se hagan imprecisos y floten en nuestra memoria con el mismo valor escaso que los leídos en las novelas y los vistos y oídos en las películas: lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas, aunque tengan la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da, como había dicho Díaz-Varela al hablarme de El Coronel Chabert. Lo que alguien nos cuenta siempre se parece a ellas, porque no lo conocemos de primera mano ni tenemos la certeza de que se haya dado, por mucho que nos aseguren que la historia es verídica, no inventada por nadie sino que aconteció. En todo caso forma parte del vagaroso universo de las narraciones, con sus puntos ciegos y contradicciones y sombras y fallos, circundadas y envueltas todas en la penumbra o en la oscuridad, sin que importe lo exhaustivas y diáfanas que pretendan ser, pues nada de eso está a su alcance, la diafanidad ni la exhaustividad.

Sí, todo se atenúa, pero también es cierto que nada desaparece ni se va nunca del todo, permanecen débiles ecos y huidizas reminiscencias que surgen en cualquier instante como fragmentos de lápidas en la sala de un museo que nadie visita, cadavéricos como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas, materia pasada, materia muda, casi indescifrables, sin apenas sentido, absurdos restos que se conservan sin ningún propósito, porque no podrán recomponerse nunca y ya son menos iluminación que tiniebla y mucho menos recuerdo que olvido. Y sin embargo ahí están, sin que nadie los destruya y los junte con sus trozos desperdigados o hace siglos perdidos: ahí están guardados como pequeños tesoros y superstición, como valiosos testigos de que alguien existió alguna vez y de que murió y tuvo nombre, aunque no lo veamos completo y su reconstrucción sea imposible, y a nadie le importe nada ese alguien que no es nadie. No desaparece del todo el nombre de Miguel Desvern, aunque yo jamás lo conociera y sólo lo viera a distancia, todas las mañanas con complacencia, mientras desayunaba con su mujer. Como tampoco se van del todo los nombres ficticios del Coronel Chabert y de Madame Ferraud, del Conde de la Fère y de Milady De Winter o en su juventud Anne de Breuil, a la que se ató las manos a la espalda y se colgó de un árbol, para que misteriosamente no muriera y volviera, bella como los amores o los enamoramientos. Sí, se equivocan los muertos al regresar, y aun así casi todos lo hacen, no cejan, y pugnan por convertirse en el lastre de los vivos hasta que éstos se los sacuden para avanzar. Nunca eliminamos todos los vestigios, no obstante, nunca logramos que la materia pasada enmudezca de veras y para siempre, y a veces oímos una casi imperceptible respiración, como la de un soldado agonizante que hubiera sido arrojado desnudo a una fosa con sus compañeros muertos, o quizá como los gemidos imaginarios de éstos, como los suspiros ahogados que algunas noches aquél aún creía escuchar, acaso por su demorado roce y por su condición tan próxima, porque estuvo a punto de ser uno de ellos o tal vez lo fue, y entonces sus posteriores andanzas, su deambular por París, su reenamoramiento y sus penalidades y sus ansias de restitución, fueron sólo las de un fragmento de lápida en la sala de un museo, las de unas ruinas de tímpanos con inscripciones ya ilegibles, quebradas, las de una sombra de huella, un eco de eco, una mínima curva, una ceniza, las de una materia pasada y muda que se negó a pasar y a enmudecer. Algo así pude ser yo de Deverne, pero ni siquiera eso he sabido ser. O quizá es que no he querido que ni su lamento más tenue se filtrara al mundo, a través de mí.

Ese proceso de atenuación debió empezar al día siguiente de mi última visita a Díaz-Varela, de mi despedida de él, como empiezan todos ellos en cuanto algo se acaba, como a buen seguro empezó para Luisa el de la atenuación de su pena al día siguiente de la muerte de su marido, aunque ella sólo pudiera verlo como el primero de su eterno dolor.

Ya era noche cerrada cuando salí de allí, y en aquella ocasión lo hice sin la más mínima duda. Nunca había tenido certeza de que fuera a haber una próxima vez, de que fuera a regresar, de que volviera a tocarle los labios ni desde luego a acostarme con él, todo quedaba siempre indefinido entre nosotros, como si cada vez que nos encontráramos hubiera que comenzar desde el principio de nuevo, como si nada se acumulara ni sedimentara, ni se hubiera recorrido un trecho con anterioridad, ni lo sucedido una tarde fuera garantía —ni siquiera anuncio, ni siquiera probabilidad— de que sucediese lo mismo en otra tarde venidera, cercana o lejana; sólo a posteriorise descubría que sí, sin que eso sirviera nunca para la siguiente oportunidad: siempre había una incógnita, siempre acechaba la posibilidad de que no, aunque también la de que sí, como es natural, o no habría sucedido lo que acababa por suceder.

En aquella ocasión, en cambio, estuve segura de que aquella puerta no se me abriría nunca más, de que una vez que la cerrara a mi espalda y me encaminara hacia el ascensor aquella casa quedaría clausurada para mí, tanto como si su dueño se hubiera mudado o se hubiera exiliado o se hubiera muerto, uno de esos portales ante los que a partir de nuestra exclusión uno intenta no pasar, y si pasa por descuido o porque el rodeo es largo y no hay más remedio, lo mira de reojo con un estremecimiento de congoja —o es el espectro de la antigua emoción— y aviva el paso, a fin de no sumergirse en el recuerdo de lo que hubo y no hay. En la noche de mi habitación, ya acostada frente a mis árboles siempre agitados y oscuros, antes de cerrar los ojos para dormir o no, lo tuve claro y así me lo dije: ‘Ahora ya sé que no veré más a Javier, y es lo mejor, pese a que me esté entrando ya la añoranza de lo bueno que había, de lo que me gustaba tanto cuando iba allí. Eso se terminó, antes de hoy. Mañana mismo iniciaré la tarea de que deje de ser una criatura y se convierta en un recuerdo, aunque sea, durante algún tiempo, un recuerdo devorador. Paciencia, porque llegará un día en que no lo será’.

Pero al cabo de una semana, o fue menos, algo interrumpió aquel proceso, cuando aún luchaba por arrancar. Salía yo del trabajo con mi jefe Eugeni y mi compañera Beatriz, ya un poco tarde, pues procuraba pasar allí el mayor número de horas posible, en compañía y con la cabeza ocupada en cosas que no me importaban, como hace todo el mundo cuando se aplica a esa tarea lenta y a no pensar en aquello en lo que inevitablemente tiende a pensar. En seguida, mientras les decía adiós, divisé una figura alta que daba breves paseos de un lado a otro con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, en la acera de enfrente, como si tuviera frío por llevar rato allí, cerca de aquella cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara en la que todas las mañanas desayunaba yo aún, siempre acordándome en algún momento de mi pareja perfecta que se había deshecho, como si aguardara a alguien con quien se hubiera citado y que le estuviera dando plantón. Y aunque no llevaba abrigo de cuero, sino uno anticuado de color camello y aun quizá de piel de ese animal, al instante lo reconocí. No podía ser una coincidencia, era seguro que me esperaba a mí. ‘Qué hace aquí’, pensé, ‘lo envía Javier’, y fue un pensamiento en el que se mezclaron —una vez más en lo relacionado con aquel Javier de última hora, con el que combinaba dos caras o el desenmascarado, por llamarlo así— un temor irracional y una tonta ilusión. ‘Lo envía para comprobar que estoy neutralizada y apaciguada, o simplemente por interés, para saber de mí, para saber cómo estoy después de sus revelaciones e historias, todavía no ha logrado apartarme de su mente, por el motivo que sea. O tal vez es una amenaza, un aviso, y Ruibérriz quiera advertirme de lo que me puede ocurrir si no permanezco callada hasta el fin de los tiempos o si me pongo a indagar y voy a ver al Doctor Vidal, Javier es de los que dan vueltas a los hechos después de que ocurran, ya lo hizo así tras mi escucha de su conversación.’ Y mientras pensaba esto, dudaba si esquivarlo y marcharme con Beatriz, acompañarla hasta donde hiciera falta, o quedarme sola, como en principio iba a hacer, y dejar que me abordara. Opté por esto último, de nuevo me pudo la curiosidad; acabé de despedirme y di siete u ocho pasos hacia la parada de mi autobús, sin mirarlo a él. Sólo siete u ocho, porque inmediatamente cruzó la calle sorteando los coches y me paró, me tocó el codo con levedad, para no asustarme, y al volverme me encontré con el estallido de su dentadura, una sonrisa tan amplia que, como había observado la primera vez, mostraba la parte interior de sus labios al doblársele el superior hacia arriba, una cosa llamativa, como si se le pusiera del revés. También mantenía su mirada masculina valorativa, pese a que en esta ocasión yo estuviera bien tapada y no en falda algo arrugada o subida y en sostén. Daba lo mismo, sin duda era un individuo con visión sintética o global: antes de que una mujer se diera cuenta, ya la habría examinado en su totalidad. No me sentí muy halagada por ello, me parecía uno de esos hombres que a medida que se hacen mayores rebajan sus niveles de apreciación, no precisan de mucho incentivo y se acaban afanando tras todo lo que se mueva con un poco de gracia.