En otro día habría sido posible que las manos de Díaz-Varela se hubieran deslizado desde mis hombros hasta mis pechos, y que yo no sólo lo hubiera permitido, sino que lo hubiera alentado con el pensamiento: ‘Desabróchame un par de botones y mételas bajo mi jersey o mi blusa’, ordena uno mentalmente, o suplica. ‘Vamos, hazlo ya, ¿a qué esperas?’ Me atravesó el impulso de pedírselo así, en silencio, la fuerza de la expectativa, la persistencia irracional del deseo, que a menudo hace olvidar cuáles son las circunstancias y quién es quién, y borra la opinión que uno tiene de la persona que le provoca el deseo, en aquel momento lo que me predominaba era el desprecio. Pero él no iba a ceder hoy a eso, conservaba más conciencia que yo de que no estábamos en otro día, sino en el que él había elegido para contarme su conspiración y sus actos y luego decirme adiós para siempre, después de aquella conversación no podríamos seguir viéndonos, no era posible, los dos lo sabíamos. Así que no bajó las manos lentamente sino que las levantó como quien ha sido recriminado por tomarse confianzas o aun por propasarse —pero yo no había dicho nada, ni mi actitud tampoco— y volvió a su sillón, se sentó de nuevo enfrente de mí y me miró fijamente con sus ojos nebulosos o indescifrables que jamás lograban mirar fijamente del todo y con aquella pesadumbre o desesperación retrospectiva que le había aparecido en la voz poco antes y que ya no se le iría, ni del tono ni de la mirada, como si me dijera una vez más: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima.

—Todo lo que te he contado es cierto, en lo relativo a los hechos —me respondió—. Sólo que lo principal aún no te lo he dicho. Lo principal no lo sabe nadie, o sólo Ruibérriz a medias, que por fortuna ya no hace demasiadas preguntas; sólo escucha, complace, sigue las instrucciones y cobra. Ha aprendido. Las dificultades lo han convertido en un hombre dispuesto a muchas cosas a cambio de un sueldo, sobre todo si se lo paga un viejo amigo que no va a endosarle un marrón, ni a traicionarlo ni a sacrificarlo, hasta ha aprendido a ser discreto. Es cierto cómo lo hicimos, y que no teníamos seguridad de que el plan fuera a salir, en modo alguno, era casi una moneda al aire, pero yo no quería recurrir a un sicario, ya te lo he explicado. Tú has sacado tus conclusiones y no te lo reprocho; o algo sí, pero te comprendo en parte: las cosas pintan como pintan, si uno ignora la causa. Tampoco voy a negar que quiera a Luisa ni que piense permanecer a su lado, estar bien a mano, por si un día se olvida de Miguel y da unos pasos en mi dirección: yo estaré cerca, muy cerca, para que no le dé tiempo a pensárselo ni a arrepentirse durante el trayecto. Creo que eso sucederá antes o después, más bien antes; que se recuperará como le pasa a todo el mundo, ya te dije una vez que la gente acaba por dejar marchar a los muertos, por mucho apego que les tenga, cuando nota que su propia supervivencia está en juego y que son un gran lastre; y lo peor que éstos pueden hacer es resistirse, aferrarse a los vivos y rondarlos e impedirles avanzar, no digamos regresar si pudieran, como pudo el Coronel Chabert de la novela, amargándole la vida a su mujer y causándole un daño mayor que el de su muerte en aquella remota batalla.

—Más daño le causó ella a él —le contesté—, con su negación y sus artimañas para mantenerlo muerto y privarlo de existencia legal, para enterrarlo vivo por segunda vez, sólo que ahora no por error. Él había padecido mucho, lo suyo era suyo y no tenía culpa de seguir en el mundo, menos aún de recordar quién era. Hasta dijo aquello que me leíste, el pobre: ‘Si mi enfermedad me hubiera quitado todo recuerdo de mi existencia pasada, eso me habría hecho feliz’.

Pero Díaz-Varela ya no estaba para discutir de Balzac, quería continuar con su historia hasta el final. ‘Lo que pasó es lo de menos’, me había dicho al hablarme de El Coronel Chabert. ‘Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas.’ Quizá pensaba que con los hechos reales no sucedía así, con los de nuestra vida. Probablemente sea cierto para el que los vive, pero no para los demás. Todo se convierte en relato y acaba flotando en la misma esfera, y apenas se diferencia entonces lo acontecido de lo inventado. Todo termina por ser narrativo y por tanto por sonar igual, ficticio aunque sea verdad. Así que prosiguió como si yo no hubiera dicho nada.

—Sí, Luisa saldrá de su abismo, no te quepa duda. De hecho ya está saliendo, cada día que pasa un poco más, yo lo percibo y eso no tiene vuelta de hoja una vez iniciado el proceso de la despedida, de la segunda y definitiva, de la que es sólo mental y nos trae mala conciencia porque parece que nos descargamos del muerto, lo parece y así es. Puede haber un retroceso ocasional, según cómo le vaya a uno en la vida o por algún azar, pero nada más. Los muertos sólo tienen la fuerza que los vivos les dan, y si se la retiran... Luisa se soltará de Miguel, en mucha mayor medida de lo que es capaz de imaginarse ahora mismo, y eso él lo sabía muy bien. Es más, decidió facilitárselo dentro de sus posibilidades, y fue por eso por lo que en parte me hizo su petición. Sólo en parte. Desde luego, había una razón de más peso.

—¿De qué petición me estás hablando otra vez? ¿Qué petición? —No pude evitar impacientarme, tenía la sensación de que quería enredarme a base de curiosidad.

—A eso voy, esa es la causa —dijo—. Escucha bien. Meses antes de su muerte, Miguel sentía cierto cansancio general no muy significativo, algo insuficiente para acudir al médico, no era aprensivo y se encontraba bien de salud. Al poco le apareció un síntoma no preocupante, visión levemente borrosa en un ojo, pensó que sería pasajero y tardó en ir al oftalmólogo. Cuando por fin lo hizo, al no ceder por sí sola esa visión, éste le hizo una detenida exploración y le vino con un diagnóstico muy malo: un melanoma intraocular de gran tamaño, y lo remitió a un médico internista para un estudio general. El internista lo repasó de arriba abajo, le hizo TAC y resonancia magnética de todo el cuerpo, así como una analítica extensa. Su diagnóstico fue aún peor, fue el peor: metástasis generalizada en todo el organismo, o, como me dijo que le dijo en su jerga aséptica, ‘melanoma metastático muy evolucionado’, pese a estar Miguel por entonces casi asintomático, no había notado ningún otro malestar.

‘Así que Desvern no le pudo decir a Javier, como yo me había figurado en una ocasión: “No, no preveo que me pase nada, nada inminente ni tan siquiera próximo, nada concreto, estoy bien de salud y todo eso”, sino lo contrario’, pensé. ‘O bueno, eso dice ahora Javier.’ Todavía lo llamaba así aquella tarde, pronto cambiaría, aún no había decidido recordarlo y referirme a él por el apellido, para distanciarme de nuestra proximidad pasada o hacerme esa ilusión.

—Ya, y todo eso, ¿qué significaba exactamente, aparte de ser algo muy malo? —le pregunté, y procuré que hubiera en mi tono escepticismo o incredulidad: ‘Cuenta, cuenta y sigue contando, no me voy a tragar fácilmente esta historia tuya de última hora, me huelo por dónde vas’. Pero al mismo tiempo estaba ya interesada en lo que me había empezado a relatar, fuera verdad o no. Díaz-Varela lograba divertirme a menudo e interesarme siempre. Así que añadí, y ahora me salió un tono de preocupación sincera, luego también de credulidad—: ¿Y eso puede ocurrir, tener algo tan grave sin presentar casi síntomas? Bueno, ya sé que sí, pero ¿tanto? ¿Y tan sin aviso? ¿Y tan avanzado? Es para echarse a temblar, ¿no?

—Sí, puede ocurrir, y le ocurrió a Miguel. Pero no te alarmes, por fortuna ese melanoma es muy infrecuente y muy raro. A ti no te va a pasar nada parecido. Ni a Luisa, ni a mí, ni al Profesor Rico, sería mucha casualidad. —Había advertido mi instantánea aprensión. Esperó a que su vaticinio sin fundamento surtiera su efecto y me tranquilizara como a una niña, esperó unos segundos para continuar—. Miguel no me dijo una palabra hasta que tuvo todos los datos, y a Luisa ni siquiera le comunicó el principio, cuando no había qué temer: que iba al oftalmólogo, ni que veía un poco borroso, lo último que quería era inquietarla por nada, y ella se inquieta con facilidad. Aún menos le contó después. De hecho no le contó nada a nadie más, con una excepción. Desde el diagnóstico del internista sabía que la cosa era mortal, pero éste no le dio toda la información, o no con detalle, o quizá se la suavizó, o él no se la preguntó, no lo sé, prefirió preguntarle a un médico amigo que no iba a ocultarle nada si él se lo pedía: un antiguo compañero de colegio, cardiólogo, que le efectuaba controles periódicos y con quien tenía toda la confianza del mundo. Fue a verlo con su diagnóstico en firme y le dijo: ‘Dime lo que me aguarda, dímelo a las claras. Cuéntame los pasos. Dime cómo va a ser’. Y su amigo le dibujó un panorama que no pudo soportar.