—Y tú, ¿qué es lo que pensaste? ¿De qué lograste convencerte? ¿De que no tenías arte ni parte en el asesinato de tu mejor amigo? Resulta difícil de creer, ¿no? Por mucha autosugestión que le echaras.

Alzó los ojos y se bajó de nuevo las mangas hasta los antebrazos, como si le hubiera entrado frío. Pero no lo abandonó del todo aquella especie de abatimiento o cansancio que parecía haberlo asaltado. Habló más despacio, con menos seguridad y menos brío, la mirada posada en mi rostro y a la vez un poco perdida, como si yo estuviera a gran distancia.

—No lo sé —dijo—. Sí, es verdad que uno sabe, sabe la verdad en el fondo, cómo no, cómo va a ignorarla. Sabe que uno ha puesto en marcha un mecanismo y que además podría pararlo, nada es inevitable hasta que ha sucedido y el ‘más adelante’ con que todos contamos deja de existir para alguien. Pero hay algo misterioso en la delegación, ya te lo he dicho. Yo le hice un encargo a Ruibérriz, y desde ese momento siento que la maquinación ya no es tan mía, por lo menos está compartida. Ruibérriz le ordenó a otro que le consiguiera un móvil al gorrilla y le hiciera llamadas, los dos se las hicieron, turnándose, dos voces convencen más que una y le pusieron la cabeza como un bombo; ni siquiera sé bien cómo se lo proporciona ese otro, el móvil, se lo deja en el coche en el que vivía, creo, le aparece allí como por ensalmo, y lo mismo la navaja luego, para no ser visto, era imposible anticipar el resultado de todo eso. En cualquier caso ese otro, ese tercero, no conoce mi nombre ni mi cara ni yo tampoco los suyos, y con su intervención desconocida se me aleja todo un poco más, es menos mío, y mi participación se difumina, ya no está todo en mis manos sino cada vez más repartido. Una vez que uno activa algo y lo entrega es también como si lo soltara y se deshiciera de ello, no sé si eres capaz de entenderlo, quizá no, nunca has tenido que organizar y preparar una muerte. —Reparé en la expresión empleada, ‘tenido que’; esa idea era absurda, él no había ‘tenido que’ hacer nada, nadie lo había obligado. Y había dicho ‘una muerte’, el término más neutro posible, no ‘un homicidio’ ni ‘un asesinato’ ni ‘un crimen’—. Uno recibe sucintos informes de cómo marchan las cosas y supervisa, pero no se ocupa directamente de nada. Sí, se produce un error, Canella se confunde de hombre y a mí me llega la noticia, hasta Miguel me menciona el percance sufrido por el pobre Pablo, sin sospechar que tuviera que ver con su petición, sin relacionar una cosa con otra, sin imaginarse que yo estuviera detrás, o disimuló muy bien, cómo voy a saberlo. —Me di cuenta de que me estaba perdiendo (¿qué petición? ¿qué relación? ¿qué disimulo?), pero él siguió como si hubiera tomado carrerilla de pronto, no me dejó interrumpirlo—. El idiota de Ruibérriz no se fía del tercero a partir de eso, le pago bien y me debe favores, así que toma las riendas y se presenta ante el aparcacoches, con precaución, a escondidas, es verdad que no hay nadie en esa calle de noche, pero se deja ver por él con su abrigo de cuero, espero que los haya tirado todos, para asegurarse de que no va a equivocarse de nuevo y a acabar acuchillando al pobre chófer, a Pablo, y echándolo todo por tierra. Sí, ese incidente me llega, por ejemplo, pero para mí es solamente un relato que me cuentan en mi casa, yo no me muevo de aquí, nunca piso el terreno ni me mancho, así que no siento que nada de eso sea enteramente responsabilidad ni obra mía, son hechos remotos. No te sorprenda, los hay que aún van más lejos: hay quienes ordenan la eliminación de alguien y luego ni siquiera quieren enterarse del proceso, de los pasos dados, del cómo. Confían en que al final venga un mandado y les comunique que ese alguien ha muerto. Ha sido víctima de un accidente, les dicen, o de una grave negligencia médica, o se ha tirado por el balcón, o lo han atropellado, o lo han atracado una noche, con tan mala pata que forcejeó y se lo cargaron. Y, por extraño que parezca, el que dictaminó esa muerte, sin especificar cómo ni cuándo, puede exclamar con sinceridad relativa, o con cierta dosis de asombro: ‘Vaya por Dios, qué tragedia’, casi como si él fuera ajeno y el destino se hubiera encargado de cumplir sus deseos. Eso procuré yo, verme lo más ajeno posible, aunque hubiera trazado el cómo en parte: Ruibérriz averiguó cuál era el drama en la vida de ese indigente, el motivo de su mayor rabia, su afrenta, por casualidad o no tanto, no sé, me vino un día con la historia de sus hijas metidas a putas a la fuerza o con engaños, él toca todas las teclas, no le faltan conexiones en ningún ámbito, y en consecuencia el plan era mío, o bueno, era de los dos, era nuestro. Pero aun así yo me mantenía lejos, apartado: estaba el propio Ruibérriz en medio, y su amigo, ese tercero, y sobre todo estaba Canella, que no sólo decidía cuándo, sino que podía decidir no hacerlo, en realidad nada estaba en mi mano. Y entonces hay tanta delegación, tanto dejado a la acción de otros, tanto al azar, tanta distancia, que uno es medio capaz de decirse, una vez que ha sucedido: ‘¿Qué tengo que ver yo con esto, con lo que ha hecho un trastornado en la calle, a una hora y en una zona seguras? Ya se ve que era un peligro público, un violento, no debería haber andado suelto, aún menos tras el aviso con Pablo. La culpa es de las autoridades que no tomaron medidas, y también de la pésima suerte, que todavía sigue existiendo’.

Díaz-Varela se levantó y dio una vuelta por el salón hasta volver a pararse detrás de mí, me puso las manos en los hombros, me los apretó suavemente, nada que ver con la que me había plantado dos semanas atrás, antes de irme, él y yo de pie, reteniéndome, era una losa. Ahora no tuve temor, lo noté como un gesto de afecto, y además su tono había cambiado. Se había teñido de una especie de pesadumbre o de leve desesperación ante lo irremediable —leve por ser ya retrospectiva— y se había desprendido del cinismo, como si éste hubiera sido impostado. También había empezado a mezclar tiempos verbales, presente de indicativo, pretérito indefinido e imperfecto, como le ocurre a veces a quien revive una mala experiencia o se está recontando un proceso del que sólo cree haber salido y no es cierto. Había adquirido un acento de verdad poco a poco, no de golpe, y eso lo hacía más creíble. Pero tal vez eso era lo fingido. Es detestable no saberlo, también todo lo anterior me había sonado a verdadero, había tenido el mismo acento o no el mismo sino otro distinto, pero igualmente de verdad en todo caso. Ahora se había callado y podía preguntarle por lo que me había resultado incomprensible, por lo que se le había escapado. O quizá no se le había escapado en absoluto, lo había introducido a conciencia y aguardaba mi reacción a ello, confiaba en que lo hubiera cazado.

—Has hablado de una petición de Deverne, y de un posible disimulo suyo. ¿Qué petición es esa? ¿Qué iba a disimular él? No he entendido. —Y al decir esto pensé: ‘¿Qué diablos estoy haciendo, cómo puedo referirme con civilidad a todo esto, cómo puedo hacerle preguntas sobre los pormenores de un asesinato? ¿Y por qué estamos hablándolo? No es tema de conversación, o sólo cuando ya han transcurrido muchos años, como en la historia de Anne de Breuil muerta por Athos cuando éste ni siquiera era Athos. En cambio Javier es Javier todavía, no le ha dado tiempo a convertirse en otro’.

Volvió a apretarme con suavidad los hombros, era casi una caricia. Yo había hablado sin darme la vuelta, ahora no necesitaba tenerlo a la vista, no me era desconocido ni preocupante ese tacto. Me invadió una sensación de irrealidad, como si estuviéramos en otro día, un día anterior a mi escucha, cuando aún no había descubierto nada ni había ningún espanto, sólo placer provisional y resignada espera enamorada, espera a ser dada de baja o despedida de su lado cuando fuera Luisa quien se le enamorara, o por lo menos le consintiera dormirse y despertarse a diario en su cama. Ahora se me antojó figurarme que no faltaba tanto para eso, hacía mucho que no la veía, ni de lejos siquiera. Quién sabía cómo había evolucionado, si se había ido recuperando del golpe, hasta qué punto Díaz-Varela se le había inoculado, se le había hecho indispensable en su solitaria vida de viuda con niños que le pesaban a veces, cuando quería encerrarse a llorar y no hacer nada. Lo mismo que yo había intentado con él en su solitaria vida de soltero, sólo que tímidamente y sin convencimiento ni empeño, desde el principio derrotada.