Si yo era capaz de desear a solas, durante un rato en la noche de mi habitación; si era capaz de fantasear con la muerte de Luisa, que nada me había hecho y contra la que nada tenía, que me inspiraba simpatía y piedad y hasta me provocaba cierta emoción, me pregunté si a Díaz-Varela no le habría ocurrido lo mismo, y con más largo motivo, respecto a su amigo Desvern. Uno no quiere en principio la muerte de quienes le son tan cercanos que casi constituyen su vida, pero a veces nos sorprendemos figurándonos qué pasaría si desapareciera alguno de ellos. En ocasiones la figuración viene suscitada sólo por el temor o el horror, por el excesivo amor que les profesamos y el pánico a perderlos: ‘¿Qué haría yo sin él, sin ella? ¿Qué sería de mí? No podría seguir adelante, me querría ir tras él’. La mera anticipación nos da vértigo y solemos alejar el pensamiento al instante, con un estremecimiento y una sensación salvífica de irrealidad, como cuando nos sacudimos una pesadilla persistente que ni siquiera cesa del todo en el momento de nuestro despertar. Pero en otras la ensoñación tiene mezcla y es impura. Uno no se atreve a desearle la muerte a nadie, menos aún a un allegado, pero intuye que si alguien determinado sufriera un accidente, o enfermara hasta su final, algo mejoraría el universo, o, lo que es lo mismo para cada uno, la propia situación personal. ‘Si él o ella no existieran’, se puede llegar a pensar, ‘qué diferente sería todo, qué peso me quitaría de encima, acabarían mis penurias, o mi insoportable malestar, o cómo destacaría yo.’ ‘Luisa es el único impedimento’, llegué yo a pensar; ‘sólo la obsesión de Díaz-Varela con ella se interpone entre nosotros. Si él la perdiera, si se viera privado de su misión, de su afán...’ Entonces no me forzaba a llamarlo mentalmente por el apellido, todavía era ‘Javier’, y ese nombre era adorado como lo que no se puede conseguir. Sí, si yo me deslizaba hacia este tipo de consideración, cómo no iba a haberle ocurrido lo mismo a él, mientras Deverne era el obstáculo. Una parte de Díaz-Varela habría ansiado a diario que se muriera su amigo del alma, que se esfumara, y esa misma parte, o acaso una mayor, se habría regocijado ante la noticia de su acuchillamiento inesperado, en el que él nada habría tenido que ver. ‘Qué desgracia y qué suerte’, habría pensado quizá, al enterarse. ‘Cómo lo lamento, cómo lo celebro, qué enorme desventura que Miguel estuviese allí en aquel instante, cuando a ese individuo le dio el ataque homicida, podía haberle pasado a cualquier otro, incluso a mí, y él podía haberse encontrado en cualquier otro lugar, cómo es posible que le tocara a él, qué ventura que me lo hayan quitado de en medio y me hayan despejado el campo que creía ocupado para siempre, y sin que yo lo haya propiciado en modo alguno, ni siquiera por omisión, por descuido o por una casualidad que maldecirá uno retrospectivamente, por no haberlo retenido más tiempo a mi lado y haberle impedido ir donde fue, eso sólo habría sido posible si lo hubiera visto ese día, pero ni lo vi ni hablé con él, iba a llamarlo más tarde, para felicitarlo, qué desdicha, qué bendición, qué golpe de fortuna y qué espanto, qué pérdida y qué ganancia. Y nada puede reprochárseme.’

Nunca amanecí en su casa, nunca pasé una noche a su lado ni conocí la alegría de que su rostro fuera lo primero que veían mis ojos por la mañana; pero sí hubo una vez, o fueron más, en que me quedé dormida involuntariamente en su cama a media tarde o cuando ya anochecía, un sueño breve pero profundo tras el satisfecho agotamiento que esa cama me producía, qué sé yo si era a los dos, uno nunca sabe si lo que se le dice es verdad, nunca hay certeza de nada que no venga de nosotros mismos, y aun así. En aquella ocasión —fue la última— tuve vaga conciencia de oír un timbre, alcé un poco los párpados, medio instante, y lo vi a él a mi lado, ya completamente vestido (se vestía en seguida siempre, como si junto a mí no quisiera permitirse ni un minuto de la indolencia cansada o contenta de los amantes tras un encuentro), leyendo a la luz de la mesilla de noche quieto como una foto, la espalda recostada en la almohada, sin velarme ni hacerme caso, así que seguí sin despertarme. El timbre volvió a sonar, dos o tres veces y cada vez más prolongadamente, pero no me perturbó y lo incorporé a mi sueño, segura de que no me atañía. No me moví, no abrí más un ojo, pese a notar que a la tercera o cuarta llamada Díaz-Varela se deslizaba de la cama con un movimiento lateral silencioso y rápido. Lo incumbía a él, pero no a mí en todo caso, nadie sabía que yo estaba allí (de entre todos los sitios del mundo en aquella cama). La conciencia, con todo, empezó a alertárseme, aunque aún dentro del sueño. Me había quedado dormida sobre la colcha, semidesnuda, o desvestida hasta donde él había decidido, y ahora noté que me había echado una manta por encima, para que no cogiera frío o quizá para no seguir viendo mi cuerpo, para que no le resultara tan palmario lo que acababa de hacer conmigo, para él nada cambiaba tras las efusiones, actuaba como si no hubieran existido aun si habían sido aparatosas, el trato era el mismo después que antes. Me arropé con la manta de manera refleja, y ese gesto me despertó más, aunque permanecí con los ojos cerrados, ahora en una duermevela, levemente atenta a él puesto que había salido de la habitación y se me había ido.

Era alguien que estaba en el portal, abajo, porque no oí abrirse la puerta, sino la voz amortiguada de Díaz-Varela, que contestaba por el telefonillo, palabras que no entendí, sólo un tono entre sorprendido y molesto, luego resignado y condescendiente, como de quien acepta a regañadientes algo que lo contraría mucho y que lo concierne a su pesar. Al cabo de unos segundos —o fueron un par de minutos— me llegó con más nitidez y fuerza la voz del recién llegado, una voz de hombre alterada, Díaz-Varela lo habría esperado con la puerta de la casa abierta para que no tuviera que llamar también a ese timbre, o quizá pensaba despacharlo en el umbral, sin invitarlo a pasar siquiera.

‘Mira que tener apagado el móvil, a quién se le ocurre’, le reprochó aquel individuo. ‘Me he tenido que venir hasta aquí como un idiota.’

‘Baja el tono, ya te he dicho que no estoy solo. Una tía, ahora está dormida, no querrás que se despierte y nos oiga. Además, conoce a la mujer. ¿Y qué pretendes, que tenga siempre el móvil encendido por si se te ocurre llamarme? En principio no tienes por qué llamarme, ¿hace cuánto que no hablamos tú y yo? Ya puede ser importante lo que tengas que contarme. A ver, espera.’

Aquello fue suficiente para que me despertara del todo. Basta saber que no se quiere que escuchemos para hacer todo lo posible por enterarnos, sin caer en la cuenta de que a veces se nos ocultan las cosas por nuestro bien, para no decepcionarnos o para no involucrarnos, para que la vida no nos parezca tan mala como suele ser. Díaz-Varela había creído bajar la voz al responder, pero no lo había conseguido por causa de su irritación, o tal vez era aprensión, por eso oí sus frases con claridad. Su última palabra, ‘Espera’, me hizo suponer que iba a asomarse a la alcoba para comprobar que yo seguía dormida, así que me mantuve muy quieta y con los ojos bien cerrados, pese a haber ya salido enteramente del sueño. Y así fue, oí cómo entraba en el dormitorio y daba cuatro o cinco pasos hasta ponerse a la altura de mi cabeza sobre la almohada y mirarme unos segundos, como quien está haciendo una prueba, los pasos que dio no fueron cautos, sino normales, como si estuviera solo en la habitación. Los de salida, en cambio, fueron ya mucho más precavidos, me pareció que no quería arriesgarse a despertarme una vez que se había cerciorado de que dormía profundamente. Noté cómo cerraba la puerta con cuidado, y cómo desde fuera tiraba del picaporte para asegurarse de que no quedaba una rendija por la que se pudiera colar su conversación. El salón era contiguo. Sin embargo no sonó el clic, aquella puerta no cerraba hasta el final. ‘Una tía’, pensé entre divertida y susceptible; no ‘una amiga’ ni ‘un ligue’ ni ‘una novia’. Posiblemente no era aún lo primero ni ya lo segundo ni sería jamás lo tercero, ni siquiera en el sentido más amplio y difuminado de la palabra, con su valor de comodín. Podía haber dicho ‘una mujer’. Bueno, acaso su interlocutor era uno de esos hombres que tanto abundan, a los que sólo puede hablarse con un vocabulario determinado, el suyo, no con el que uno emplea normalmente, a los que más vale adaptarse siempre para que no recelen ni se sientan incómodos o disminuidos. En modo alguno me lo tomé a mal, para la mayoría de los tíos del mundo yo sería tan sólo ‘una tía’.