Díaz-Varela cerró el pequeño volumen y guardó el breve silencio que conviene a cualquier final. No me miró, permaneció con la vista fija en la cubierta, como si dudara si volverlo a abrir, si volver a empezar. Yo no pude por menos de preguntar otra vez por el Coronel:

—¿Y cómo acabó Chabert? Supongo que mal, si la conclusión es tan pesimista. Pero también es una visión muy parcial, lo admite el propio personaje: la de uno de los tres hombres que no pueden estimar el mundo, la del más desgraciado, según él. Por fortuna hay muchas más, y la mayoría difiere de la de esos tres.

Pero no me contestó. De hecho tuve la impresión, inicialmente, de que ni siquiera me había oído.

—Así termina el relato —dijo—. Bueno, casi: Balzac le hace responder a ese Godeschal una frase que no viene a cuento y que está a punto de anular la fuerza de esta visión que te acabo de leer; en fin, es un defecto menor. Esta novela fue escrita en 1832, hace ciento ochenta años, aunque la conversación entre los dos abogados, el veterano y el novel, Balzac la sitúa extrañamente en 1840, es decir, en lo que en aquel momento era el futuro, en una fecha en la que ni siquiera podía tener la seguridad de ir a vivir, como si supiera a ciencia cierta que nada iba a cambiar, no ya en los siguientes ocho años sino jamás. Si esa fue su intención, tenía toda la razón. No es sólo que las cosas sigan siendo hoy como las describió entonces o quizá peor, pregúntale a cualquier abogado. Es que siempre han sido así. El número de crímenes impunes supera con creces el de los castigados; del de los ignorados y ocultos ya no hablemos, por fuerza ha de ser infinitamente mayor que el de los conocidos y registrados. En realidad es natural que sea Derville, no Chabert, el encargado de hablar de los horrores del mundo. Al fin y al cabo un soldado juega relativamente limpio, se sabe a lo que va, no traiciona ni engaña y actúa no sólo obedeciendo órdenes, sino por necesidad: es su vida o la del enemigo, que quiere quitársela o más bien se encuentra en la misma disyuntiva que él. El soldado no suele obrar por propia iniciativa, no concibe odios ni resentimientos ni envidias, no lo mueven la codicia a largo plazo ni la ambición personal; carece de motivos, más allá de un patriotismo vago, retórico y hueco, eso los que lo sientan y se dejen convencer: pasaba en tiempos de Napoleón, ahora ya rara vez, ese tipo de hombre ya casi no existe, al menos en nuestros países con sus ejércitos de mercenarios. Las carnicerías de las guerras son espantosas, sí, pero quienes intervienen en ellas las ejecutan tan sólo y no las maquinan, ni siquiera las maquinan del todo los generales ni los políticos, que tienen una visión cada vez más abstracta e irreal de esas matanzas y desde luego no asisten a ellas, hoy menos que nunca; en verdad es como si enviaran al frente o a bombardear a soldaditos de juguete cuyos rostros jamás ven, o bien, hoy en día, supongo, como si activaran y se entregaran a un juego más de ordenador. En cambio los crímenes de la vida civil sí que dan escalofríos, dan pavor. Quizá no tanto por ellos, que son menos llamativos y están dosificados y esparcidos, uno aquí, otro allá, al darse en forma de goteo parece que clamen menos al cielo y no levantan oleadas de protestas por incesante que sea su sucesión: cómo podría ser, si la sociedad convive con ellos y está impregnada de su carácter desde tiempo inmemorial. Pero sí por su significado. Ahí participan siempre la voluntad individual y el motivo personal, cada uno es concebido y urdido por una sola mente, a lo sumo por unas pocas si se trata de una conspiración; y hacen falta muchas distintas, separadas unas de otras por kilómetros o años o siglos, en principio no expuestas al contagio mutuo, para que se cometan tantísimos como ha habido y aún hay; lo cual, en cierto sentido, resulta más descorazonador que una carnicería masiva ordenada por un solo hombre, por una sola mente a la que siempre podremos considerar una inhumana y desdichada excepción: la que declara una guerra injusta y sin cuartel o inicia una feroz persecución, la que dictamina un exterminio o desencadena una yihad. Lo peor no es esto, con ser atroz, o lo es sólo cuantitativamente. Lo peor es que tantos individuos dispares de cualquier época y país, cada uno por su cuenta y riesgo, cada uno con sus pensamientos y fines particulares e intransferibles, coincidan en tomar las mismas medidas de robo, estafa, asesinato o traición contra sus amigos, sus compañeros, sus hermanos, sus padres, sus hijos, sus maridos, sus mujeres o amantes de los que ya se quieren deshacer. Contra aquellos a los que probablemente más quisieron alguna vez, por quienes en otro tiempo habrían dado la vida o habrían matado a quien los amenazara, es posible que se hubieran enfrentado a sí mismos de haberse visto en el futuro, dispuestos a asestarles el golpe definitivo que ahora ya se aprestan a descargar sobre ellos sin remordimiento ni vacilación. Es a esto a lo que se refiere Derville: ‘Nosotros vemos repetirse los mismos sentimientos malvados, nada los corrige, nuestros bufetes son cloacas que no se pueden limpiar... No puedo decirle todo lo que he visto...’. —Díaz-Varela citó esta vez de memoria y se paró, quizá porque no recordaba más, quizá porque no tenía objeto seguir. Volvió a fijar la vista en la cubierta, cuya ilustración era un cuadro con la cara de un húsar, o eso me pareció, con nariz aguileña, mirada perdida, largo bigote curvo y morrión, posiblemente de Géricault; y añadió, como si abandonara esa misma mirada perdida y saliera de una ensoñación—: Es una novela bastante famosa, aunque yo no lo sabía. Hasta se han hecho tres películas de ella, imagínate.

Cuando alguien está enamorado, o más precisamente cuando lo está una mujer y además es al principio y el enamoramiento todavía posee el atractivo de la revelación, por lo general somos capaces de interesarnos por cualquier asunto que interese o del que nos hable el que amamos. No solamente de fingirlo para agradarle o para conquistarlo o para asentar nuestra frágil plaza, que también, sino de prestar verdadera atención y dejarnos contagiar de veras por lo que quiera que él sienta y transmita, entusiasmo, aversión, simpatía, temor, preocupación o hasta obsesión. No digamos de acompañarlo en sus reflexiones improvisadas, que son las que más atan y arrastran porque asistimos a su nacimiento y las empujamos, y las vemos desperezarse y vacilar y tropezar. De pronto nos apasionan cosas a las que jamás habíamos dedicado un pensamiento, cogemos insospechadas manías, nos fijamos en detalles que nos habían pasado inadvertidos y que nuestra percepción habría seguido omitiendo hasta el fin de nuestros días, centramos nuestras energías en cuestiones que no nos afectan más que vicariamente o por hechizo o contaminación, como si decidiéramos vivir en una pantalla o en un escenario o en el interior de una novela, en un mundo ajeno de ficción que nos absorbe y entretiene más que el nuestro real, el cual dejamos temporalmente en suspenso o en un segundo lugar, y de paso descansamos de él (nada tan tentador como entregarse a otro, aunque sólo sea con la imaginación, y hacer nuestros sus problemas y sumergirnos en su existencia, que al no ser la nuestra ya es más leve por eso). Tal vez sea excesivo expresarlo así, pero nos ponemos inicialmente al servicio de quien nos ha dado por querer, o por lo menos a su disposición, y la mayoría lo hacemos sin malicia, esto es, ignorando que llegará un día, si nos afianzamos y nos sentimos firmes, en que él nos mirará desilusionado y perplejo al comprobar que en realidad nos trae sin cuidado lo que antaño nos suscitaba emoción, que nos aburre lo que nos cuenta sin que él haya variado de temas ni éstos hayan perdido interés. Será sólo que hemos dejado de esforzarnos en nuestro entusiasta querer inaugural, no que fingiéramos y fuéramos falsas desde el primer instante. Con Leopoldo nunca hubo un ápice de ese esfuerzo, porque tampoco lo hubo de ese voluntarioso e ingenuo e incondicional querer; sí en cambio con Díaz-Varela, con quien me volqué íntimamente —es decir, con prudencia y sin agobiarlo, ni casi hacérselo notar— pese a saber de antemano que él no podría corresponderme, que él estaba a su vez al servicio de Luisa y que además llevaba por fuerza mucho tiempo esperando su oportunidad.