Díaz-Varela se interrumpió y bebió un trago de su whisky con hielo que se tenía servido. No se había vuelto a sentar tras levantarse a coger el libro, yo estaba en su sofá reclinada, aún no habíamos ido a su cama. Así solía ser, primero tomábamos asiento y hablábamos durante una hora al menos, y yo siempre tenía la duda de si vendría o no el segundo acto, nuestra manera inicial de comportarnos no lo preanunciaba en modo alguno, era la de dos personas que tienen cosas que contarse o sobre las que departir y que no han de pasar inevitablemente por el sexo. Yo tenía la sensación de que éste podía o no surgir y de que las dos posibilidades eran igualmente naturales y de que ninguna debía darse por descontada, como si cada vez fuese la primera y nada se acumulara de lo habido en ese campo —ni siquiera la confianza, ni siquiera la caricia en la cara—, y el mismo recorrido hubiera de empezarse desde el principio eternamente. También tenía la seguridad de que sería lo que él quisiera o más bien propusiera, porque lo cierto es que acababa proponiéndolo él sin falta, con una palabra o un gesto, pero sólo al cabo de la sesión de charla y ante mi timidez nunca vencida. Yo temía que en cualquier ocasión, en vez de hacer aquel gesto o decir aquella palabra que me invitaban a pasar a su alcoba o a disponerme a que me levantara la falda, de pronto —o tras una pausa— pusiera fin a la conversación y al encuentro como si fuéramos dos amigos que han agotado los temas o a los que aguardan quehaceres y me despachara con un beso a la calle, jamás tenía la certeza de que mi visita acabara con el enredo de nuestros cuerpos. Esta extraña incertidumbre me gustaba y no me gustaba: por una parte me hacía pensar que él disfrutaba de mi compañía en todo caso y circunstancia, y que no me veía como un mero instrumento para su higiene o su desahogo sexuales; por otra me daba rabia que pudiera resistirse durante tanto rato a mi cercanía, que no sintiera la necesidad apremiante de abalanzarse sobre mí sin preámbulos, nada más abrirme la puerta, y satisfacer su deseo; que fuera tan capaz de aplazarlo, o quizá era de condensarlo mientras yo lo miraba y oía. Pero este reparo hay que achacarlo a la inconformidad que nos domina, o sin la que no sabemos pasarnos, sobre todo porque al final siempre llegaba lo que yo temía que no se diese, y además no había queja.

—Continúa, qué pasó después, en qué te da la razón ese libro —le dije. Desde luego tenía labia y a mí me encantaba escucharlo, me hablara de lo que me hablara y aunque me relatase una historia vieja de Balzac que yo podría leer por mi cuenta, no por él inventada, seguramente sí interpretada o tal vez tergiversada. Lograba interesarme con cualquier cosa que eligiera, y aún peor, me divertía (peor porque tenía conciencia de que un día me tocaría apartarme). Ahora que ya no voy nunca a su casa, recuerdo aquellas visitas como un territorio secreto y una pequeña aventura, gracias quizá al primer acto, o más a éste que al segundo incierto, y por incierto más ansiado entonces.

—El Coronel quiere recuperar su nombre, su carrera, su rango, su dignidad, su fortuna o parte de ella (lleva años viviendo en la miseria) y, lo que es más complicado, a su mujer, que resultaría ser bígama si se demostrase que Chabert es en efecto Chabert y no un impostor ni un lunático. Tal vez Madame Ferraud lo quiso de veras y lloró su muerte cuando se la anunciaron, y sintió que el mundo se le hundía; pero su reaparición está de sobra, su resurrección supone un verdadero incordio, un gran problema, una amenaza de catástrofe y de ruina, de nuevo el hundimiento del mundo en el colmo de la paradoja: ¿cómo puede volver a traerlo el regreso de aquel cuya desaparición ya lo trajo? Aquí se ve claramente que, con el paso del tiempo, lo que ha sido debe seguir siendo o debe seguir habiendo sido, como sucede siempre o casi siempre, así está concebida la vida, de manera que lo hecho nunca pueda deshacerse ni desacontecer lo acontecido; los muertos han de permanecer en su sitio y nada debe rectificarse. Nos permitimos añorarlos porque vamos sobre seguro con ellos: perdimos a tal persona, y como sabemos que no va a presentarse ni a reclamar el lugar que dejó vacante y que ha sido rápidamente ocupado, somos libres de anhelar con todas nuestras fuerzas su vuelta. La echamos de menos con la tranquilidad de que jamás van a cumplirse nuestros proclamados deseos y de que no hay posible retorno, de que ya no va a intervenir en nuestra existencia ni en los asuntos del mundo, de que ya no va a intimidarnos ni a cohibirnos ni tan siquiera a hacernos sombra, de que ya nunca más será mejor que nosotros. Lamentamos sinceramente su marcha, y es cierto que cuando se produjo queríamos que hubiera seguido viviendo; que se hizo un hueco espantoso, y aun un abismo por el que nos tentó despeñarnos tras ellos, momentáneamente. Eso es, momentáneamente, es raro que esa tentación no se venza. Luego pasan los días y los meses y los años y nos acomodamos; nos acostumbramos a ese hueco y ni siquiera nos planteamos la posibilidad de que el muerto volviera a llenarlo, porque los muertos no hacen eso y estamos a salvo de ellos, y además ese hueco se ha cubierto y por lo tanto ya no es el mismo o ha pasado a ser ficticio. De los más cercanos nos acordamos a diario, y aun nos entristecemos cada vez al pensar que no volveremos a verlos ni a oírlos ni a reír con ellos, o a besar a los que besábamos. Pero no hay muerte que no alivie algo en algún aspecto, o que no ofrezca alguna ventaja. Una vez acaecida, claro está, de antemano no se quiere ninguna, probablemente ni la de los enemigos. Se llora al padre, por ejemplo, pero nos quedamos con su herencia, con su casa, su dinero y sus bienes, que tendríamos que devolverle si regresara, poniéndonos en un aprieto y causándonos desgarradora angustia. Se llora a la mujer o al marido, pero a veces descubrimos, aunque tardemos un tiempo, que vivimos más felices y desahogados sin ellos o que podemos empezar de nuevo, si todavía no somos demasiado mayores para eso: la humanidad entera a nuestra disposición, como cuando éramos muy jóvenes; la posibilidad de elegir sin cometer viejos errores; el descanso de no tener que soportar las facetas de él o de ella que nos desagradaban, y siempre hay algo que desagrada de quien está siempre ahí, a nuestro lado o enfrente o detrás o delante, el matrimonio circunda, el matrimonio rodea. Se llora al gran escritor o al gran artista cuando mueren, pero hay cierta alegría en saber que el mundo se ha hecho un poco más vulgar y más pobre y que nuestras propias vulgaridad y pobreza quedan así más escondidas o disimuladas, que ya no está ese individuo que con su presencia nos subrayaba nuestra comparativa medianía, que el talento ha dado otro paso hacia su desaparición de la tierra o se desliza aún más hacia el pasado, del que no debería salir nunca, en el que debería quedar confinado para que no pudiera afrentarnos más que retrospectivamente si acaso, lo cual es menos lacerante y más llevadero. Hablo de la mayoría, no de todos, desde luego. Pero este regocijo se observa hasta en la actitud de los periodistas, que suelen titular ‘Muere el último genio del piano’, o ‘Cae la última leyenda del cine’, como si celebraran alborozados que por fin ya no hay más ni va a haberlos, que con la defunción de turno nos libramos de la universal pesadilla de que exista gente superior o especialmente dotada a la que a nuestro pesar admiramos; que ahuyentamos un poco más esa maldición o la rebajamos. Y por supuesto se llora al amigo, como yo he llorado a Miguel, pero también en eso hay una sensación grata de supervivencia y de mejor perspectiva, de ser uno quien asista a la muerte del otro y no a la inversa, de poder contemplar su cuadro completo y al final contar la historia, de encargarse de las personas que deja desamparadas y consolarlas. A medida que los amigos mueren uno se va sintiendo más encogido y más solo, pero a la vez va descontando, ‘Uno menos, uno menos, yo sé lo que fue de ellos hasta el último instante, y soy quien queda para contarlo. A mí, en cambio, nadie me verá morir a quien yo le importe de veras ni será capaz de relatarme entero, luego en cierto sentido estaré siempre inacabado, porque ellos no tendrán la certeza de que yo no siga vivo eternamente, si caer no me han visto’.