—Bueno, los finales sí dependen de nuestras manos, si éstas son suicidas. No digamos si son asesinas —dije. Y estuve a punto de añadir: ‘Aquí mismo, ahí al lado, mataron a tu amigo Desvern de mala manera. Es extraño que ahora estemos aquí sentados y que todo esté en paz y limpio, como si no hubiera pasado nada. De haber estado aquel día, tal vez lo habríamos salvado. Aunque si él no hubiera muerto, no podríamos estar juntos en ningún lado. Ni siquiera nos conoceríamos’.
Estuve a punto pero no lo añadí, entre otras razones porque él echó una rápida ojeada —estaba de espaldas a ella, yo de frente— hacia la calle cercana en que se había producido el acuchillamiento, y pensé si no estaría pensando lo mismo que yo o algo parecido, al menos la primera parte de mi pensamiento. Se peinó con los dedos el pelo con entradas, pelo hacia atrás, pelo de músico, luego tamborileó con las uñas de esos mismos cuatro dedos contra su vaso, uñas duras, bien cortadas.
—Esas son la excepción, esas son la anomalía. Claro que hay quienes deciden poner término a su vida, y lo hacen, pero son los menos y por eso impresionan tanto, porque contradicen el ansia de duración que nos domina a la gran mayoría, la que nos hace creer que siempre hay tiempo y la que nos lleva a pedir un poco más, un poco más, cuando se acaba. En cuanto a las manos asesinas que dices, no cabe verlas nunca como nuestras. Ponen fin como lo pone la enfermedad, o un accidente, quiero decir que son causas externas, incluso en aquellos casos en los que el muerto se lo ha buscado, por su mala vida elegida o por los riesgos que ha asumido o porque a su vez ha matado y se ha expuesto a una venganza. Ni el mafioso más sanguinario ni el Presidente de los Estados Unidos, por poner dos ejemplos de individuos que están en permanente peligro de ser asesinados, que cuentan con esa posibilidad y conviven a diario con ella, desean nunca que se termine esa amenaza, esa tortura latente, esa zozobra insoportable. No desean que se termine nada de lo que hay, de lo que tienen, por odioso y gravoso que sea; van pasando de día en día con la esperanza de que el siguiente estará ahí también, uno idéntico a otro o muy semejantes, si hoy he existido por qué no mañana, y mañana conduce a pasado y pasado al otro. Así vamos viviendo todos, los contentos y los descontentos, los afortunados y los infelices, y si por nosotros fuera continuaríamos hasta el fin de los tiempos. —Pensé que se había liado un poco o que había intentado liarme. ‘Las manos asesinas no son nuestrasexcepto si efectivamente son las nuestras de pronto, y en todo caso siempre pertenecen a alguien, que hablará de “las mías”. Sean de quienes sean, no es verdad que esas no quieran que ningún vivo pase jamás a ser muerto, sino que justamente eso es lo que desean y además no pueden esperar a que el azar las beneficie ni a que el tiempo haga su trabajo; se encargan ellas de convertirlos. Esas no quieren que todo siga ininterrumpidamente, al revés, necesitan suprimir a alguien y romper varias costumbres. Esas nunca dirían de su víctima “She should have died hereafter”, sino “He should have died yesterday”, “Debería haber muerto ayer”, o hace siglos, hace mucho más tiempo; ojalá no hubiera nacido ni dejado huella alguna en el mundo, así no habríamos tenido que matarlo. El aparcacoches rompió sus costumbres y las de Deverne de un tajo, las de Luisa y las de los niños y las del chófer que acaso se salvó por una confusión, por muy poco; las del propio Díaz-Varela y hasta las mías en parte. Y las de otras personas que no conozco.’ Pero no dije nada de esto, no quería tomar la palabra, no quería hablar sino que él lo siguiera haciendo. Quería oír su voz y rastrear su mente, y seguir viendo sus labios en movimiento. Corría el riesgo de no enterarme de lo que decía, por estárselos mirando embobada. Bebió otro sorbo y continuó, tras carraspear como si procurara centrarse—. Lo asombroso es que cuando las cosas suceden, cuando se producen las interrupciones, las muertes, las más de las veces se da por bueno lo sucedido, al cabo del tiempo. No me malentiendas. No es que nadie dé por buena una muerte y aún menos un asesinato. Son hechos que se lamentarán toda la vida, que ocurrieran cuando ocurrieron. Pero lo que la vida trae se impone siempre al final, con tal fuerza que a la larga nos resulta casi imposible imaginarnos sin ello, no sé cómo explicarlo, imaginar que algo acontecido no hubiera acontecido. ‘A mi padre lo mataron durante la Guerra’, puede contar alguien con amargura, con enorme pena o con rabia. ‘Una noche lo fueron a buscar, lo sacaron de casa y lo metieron en un coche, yo vi cómo se resistía y cómo lo arrastraban. Lo arrastraron de los brazos, era como si las piernas se le hubieran paralizado y ya no lo sostuvieran. Lo llevaron hasta las afueras y allí le pegaron un tiro en la nuca y lo arrojaron a una cuneta, para que la visión de su cadáver sirviera a los demás de escarmiento.’ Quien cuenta eso lo deplora, sin duda, y hasta puede pasarse la vida alimentando el odio hacia los asesinos, un odio universal y abstracto si no sabe bien quiénes fueron, sus nombres, como fue tan frecuente durante la Guerra Civil, nada más se sabía que habían sido ‘los otros’, tantas veces. Pero resulta que en buena medida es ese hecho odioso lo que constituye a ese alguien, que no podría renunciar nunca a él porque sería como negarse a sí mismo, borrar el que es y no tener sustituto. Él es el hijo de un hombre asesinado de mala manera en la Guerra; es una víctima de la violencia española, un huérfano trágico; eso lo configura, lo define y lo condiciona. Ésa es su historia o el arranque de su historia, su origen. En cierto sentido es incapaz de desear que eso no hubiera ocurrido, porque si no hubiera ocurrido él sería otro y no sabe quién, no tiene ni idea. Ni se ve ni se imagina, ignora cómo habría salido y cómo se habría llevado con ese padre vivo, si lo habría detestado o lo habría querido o le habría sido indiferente, y sobre todo no se sabe imaginar sin ese pesar y ese rencor de fondo que lo han acompañado siempre. La fuerza de los hechos es tan espantosa que todo el mundo acaba por estar más o menos conforme con su historia, con lo que le pasó y lo que hizo y lo que dejó de hacer, aunque crea que no o no se lo reconozca. La verdad es que casi todos maldicen su suerte de algún momento y casi nadie se lo reconoce.
Aquí no tuve más remedio que intervenir:
—Luisa no puede estar conforme con lo que le ha ocurrido. Nadie puede estar conforme con que a su marido lo hayan apuñalado gratuita y tontamente, por equivocación, sin motivo y sin que él se lo hubiera buscado. Nadie puede estar conforme con que le hayan destrozado la vida para siempre.
Díaz-Varela se quedó observándome muy atentamente, con una mejilla apoyada en el puño y el codo apoyado en la mesa. Aparté la vista, me turbaron sus ojos inmóviles, de mirada nada transparente ni penetrante, quizá era nebulosa y envolvente o tan sólo indescifrable, suavizada en todo caso por la miopía (probablemente llevaba lentillas), era como si esos ojos rasgados me estuvieran diciendo: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima.
—Ese es el error —dijo al cabo de unos segundos, sin quitarme su mirada fija de encima ni variar su postura, como si en vez de hablar estuviera atendiendo—, un error propio de niños en el que sin embargo incurren muchos adultos hasta el día de su muerte, como si a lo largo de su vida entera no hubieran logrado darse cuenta de su funcionamiento y carecieran de toda experiencia. El error de creer que el presente es para siempre, que lo que hay a cada instante es definitivo, cuando todos deberíamos saber que nada lo es, mientras nos quede un poco de tiempo. Llevamos a cuestas las suficientes vueltas y los suficientes giros, no sólo de la fortuna sino de nuestro ánimo. Vamos aprendiendo que lo que nos pareció gravísimo llegará un día en que nos resulte neutro, sólo un hecho, sólo un dato. Que la persona sin la que no podíamos estar y por la que no dormíamos, sin la que no concebíamos nuestra existencia, de cuyas palabras y de cuya presencia dependíamos día tras día, llegará un momento en que ni siquiera nos ocupará un pensamiento, y cuando nos lo ocupe, de tarde en tarde, será para un encogimiento de hombros, y a lo más que alcanzará ese pensamiento será a preguntarse un segundo: ‘¿Qué se habrá hecho de ella?’, sin preocupación ninguna, sin curiosidad siquiera. ¿Qué nos importa hoy la suerte de nuestra primera novia, cuya llamada o el encuentro con ella esperábamos anhelantemente? ¿Qué nos importa, incluso, la suerte de la penúltima, si hace ya un año que no la vemos? ¿Qué nos importan los amigos del colegio, y los de la Universidad, y los siguientes, pese a que giraran en torno a ellos larguísimos tramos de nuestra existencia que parecían no ir a terminarse nunca? ¿Qué nos importan los que se desgajan, los que se van, los que nos dan la espalda y se apartan, los que dejamos caer y convertimos en invisibles, en meros nombres que sólo recordamos cuando por azar vuelven a alcanzar nuestros oídos, los que se mueren y así nos desertan? No sé, mi madre murió hace veinticinco años, y aunque me siento obligado a que me dé tristeza pensarlo, y hasta me la acabe dando cada vez que lo hago, soy incapaz de recuperar la que sentí entonces, no digamos de llorar como me tocó hacerlo entonces. Ahora es sólo un hecho: mi madre murió hace veinticinco años, y yo soy sin madre desde aquel momento. Es parte de mí, simplemente, es un dato que me configura, entre otros muchos: soy sin madre desde joven, eso es todo o casi todo, lo mismo que soy soltero o que otros son huérfanos desde la infancia, o son hijos únicos, o el pequeño de siete hermanos, o descienden de un militar o de un médico o de un delincuente, qué más da, a la larga todo son datos y nada tiene demasiada importancia, cada cosa que nos sucede o que nos precede cabe en un par de líneas de un relato. A Luisa le han destrozado la vida que tenía ahora, pero no la futura. Piensa cuánto tiempo le queda para seguir caminando, ella no va a quedarse atrapada en este instante, nadie se queda en ninguno y menos aún en los peores, de los que siempre se emerge, excepto los que poseen un cerebro enfermizo y se sienten justificados y aun protegidos en la confortable desdicha. Lo malo de las desgracias muy grandes, de las que nos parten en dos y parece que no van a poder soportarse, es que quien las padece cree, o casi exige, que con ellas se acabe el mundo, y sin embargo el mundo no hace caso y prosigue, y además tira de quien padeció la desgracia, quiero decir que no le permite salirse como quien abandona un teatro, a no ser que el desgraciado se mate. Se da a veces, no digo que no. Pero muy pocas, y en nuestra época es más infrecuente que en ninguna otra. Luisa podrá recluirse, retraerse una temporada, no dejarse ver por nadie más que por su familia y por mí, si no se cansa de mí y no prescinde; pero no va a matarse, aunque sólo sea porque tiene dos hijos de los que ocuparse y porque eso no está en su carácter. Tardará más o menos, pero al cabo del tiempo el dolor y la desesperación no le serán tan intensos, le menguará el estupor y sobre todo se habrá ido haciendo a la idea: ‘Soy viuda’, pensará, o ‘Me he quedado viuda’. Ese será el hecho y el dato, será eso lo que contará a quienes le presenten y le pregunten por su estado, y seguramente ni siquiera querrá explicar cómo fue el caso, demasiado truculento y desventurado para relatárselo a un recién conocido cuando medie un poco de distancia, supondría ensombrecer cualquier conversación en el acto. Y será también eso lo que se cuente de ella, y lo que se cuenta de nosotros contribuye a definirnos aunque sea superficial e inexacto, al fin y al cabo no podemos sino ser superficiales para casi todo el mundo, un bosquejo, unos meros trazos desatentos. ‘Es viuda’, dirán, ‘perdió al marido en circunstancias terribles y nunca del todo aclaradas, yo misma tengo mis dudas, creo que lo atacó un hombre en la calle, no sé si un loco o un sicario o si fue un intento de secuestro al que él se resistió con todas sus fuerzas y en vista de eso se lo cargaron allí mismo en el sitio; era un hombre adinerado, tenía mucho que perder o forcejeó más de la cuenta instintivamente, no estoy segura.’ Y cuando Luisa esté casada de nuevo, y eso será a lo sumo de aquí a un par de años, el hecho y el dato, con ser idénticos, habrán cambiado y ya no pensará de sí misma: ‘Me he quedado viuda’ o ‘Soy viuda’, porque ya no lo será en absoluto, sino ‘Perdí a mi primer marido y cada vez más se me aleja. Hace demasiado que no lo veo y en cambio este otro hombre está aquí a mi lado y además está siempre. También a él lo llamo marido, eso es extraño. Pero ha ocupado su lugar en mi cama y al yuxtaponerse lo difumina y lo borra. Un poco más cada día, un poco más cada noche’.