Díaz-Varela se habría echado a reír, probablemente, por rebajar el ominoso tono de su amigo y también porque su petición le habría hecho algo de gracia involuntaria, de tan extravagante e inesperada.

‘¿Me estás pidiendo que te sustituya si te mueres’, le habría contestado, a mitad de camino entre la afirmación y la pregunta. ‘Que me convierta en un falso marido de Luisa y en un padre a cierta distancia? No sé cómo se te ha ocurrido eso, quiero decir que tú puedas faltar de sus vidas pronto, si estás bien de salud, como dices, y no hay motivo real para temer que te pase nada. ¿Estás seguro de que no te pasa nada? No tienes ninguna enfermedad. No estás metido en ningún lío del que yo no estoy enterado. No te has cargado de deudas insaldables o que ya no se pueden pagar con dinero. Nadie te ha amenazado. No estás pensando en desaparecer por tu cuenta, en largarte.’

‘No. De verdad. No te oculto nada. Es sólo lo que te he dicho, que a veces me da por imaginarme el mundo sin mí y me entran miedos. Por los niños y por Luisa, por nadie más, descuida, no me tengo por importante. Sólo quiero estar seguro de que te encargarías de ellos, al menos en los primeros tiempos. De que tendrían lo más parecido a mí posible para apoyarse. Te guste o no, lo sepas o no, tú eres lo más parecido a mí posible. Aunque sólo sea por el largo trato.’

Díaz-Varela se habría quedado pensativo un momento, luego quizá habría sido semisincero, a buen seguro no del todo:

‘Pero ¿tú te das cuenta de a lo que me arrojarías? ¿Te das cuenta de lo difícil que es convertirse en un falso marido sin pasar a serlo real a la larga? En una situación como la que has descrito, es muy fácil que la viuda y el soltero pronto se crean más de lo que son, y con derechos. Pon a una persona en la cotidianidad de alguien, haz que se sienta responsable y protector y que al otro se le haga imprescindible, y verás cómo terminan. Siempre que sean medianamente atractivos y no haya un abismo de edad entre ellos. Luisa es muy atractiva, no te descubro nada, y yo no puedo quejarme de cómo me ha ido con las mujeres. No creo que me case nunca, no es eso. Pero si tú te murieras un día y yo fuera a diario a tu casa, sería dificilísimo que no pasara lo que no debería pasar nunca mientras tú estuvieras vivo. ¿Querrías morirte sabiendo eso? Aún es más: ¿propiciándolo y procurándolo, empujándonos a ello?’

Desvern se habría quedado callado unos segundos, cavilando, como si antes de formular su petición no hubiera tenido en cuenta aquel punto de vista. Luego se habría reído un poco paternalistamente y habría dicho:

‘Eres incorregible en tu vanidad, en tu optimismo. Por eso serías tan buen asidero, tan buen soporte. No creo que eso ocurriese. Precisamente porque eres demasiado familiar para ella, como un primo al que le sería imposible mirar con otros ojos’, aquí habría vacilado un instante o lo habría fingido, ‘que los míos. Su visión de ti viene de mí, es heredada, está viciada. Eres un viejo amigo de su marido, del que me ha oído hablar muchas veces, ya puedes imaginártelo, con tanto afecto como guasa. Antes de que Luisa te conociera, yo ya le había contado cómo eras, le había pintado tu cuadro. Te ha visto siempre a esa luz y con esos rasgos, ya no puede cambiarlos, tenía una acabada imagen de ti antes de presentaros. Y bueno, no te oculto que nos hacen reír tus líos y, cómo llamarlo, tu ufanía. Me temo que no eres alguien a quien ella pudiera tomar en serio. Estoy seguro de que no te molesta que te lo diga. Es una de tus virtudes, y además lo que siempre has buscado, no ser tomado muy en serio. No irás a negármelo ahora.’

Díaz-Varela se habría sentido molesto, probablemente, pero lo habría disimulado. A nadie le agrada que le anuncien que no tiene posibilidades con alguien, aunque ese alguien no le interese ni se haya planteado conquistarlo. Muchas seducciones se han llevado a cabo, o por lo menos se han iniciado, por despecho o desafío, sólo por eso, por una apuesta o para refutar un aserto. El interés viene luego. Suele venir en esas ocasiones, lo suscitan las maniobras y el propio empeño. Pero no está al principio, o en todo caso no está antes de la disuasión o reto. Tal vez Díaz-Varela deseó en aquel momento que Deverne se muriera para demostrarle que Luisa sí podía tomarlo a él en serio cuando ya no hubiera mediadores. Claro que ¿cómo se le demuestra algo a un muerto? ¿Cómo se obtiene su rectificación, su reconocimiento? Nunca nos dan la razón que necesitamos, y sólo cabe pensar: ‘Si ese muerto levantara la cabeza’. Pero ninguno la levanta. Se lo demostraría a Luisa, en quien Desvern se prolongaría o seguiría viviendo durante un tiempo, eso había dicho su marido. Quizá fuera así, quizá estuviera en lo cierto. Hasta que él lo barriese. Hasta que borrase su recuerdo y su rastro y lo suplantase.

‘No, no voy a negártelo, y claro que no me molesta. Pero las maneras de mirar cambian mucho, sobre todo si quien ha pintado el retrato ya no puede seguir retocándolo y el retrato queda en manos del retratado. Éste puede corregir y desmentir todos los trazos, uno a uno, y dejar como un embustero al primer artista. O como un equivocado, o como un mal artista, superficial y sin perspicacia. “Qué idea tan errada me habían inducido a tener”, puede pensar quien lo contemplaba. “Este hombre no es como me lo habían descrito, sino que tiene peso, y pasión, y entidad, y fundamento.” Eso pasa a diario, Miguel, continuamente. La gente empieza viendo una cosa y acaba viendo la contraria. Empieza amando y acaba odiando, o sintiendo indiferencia y después adorando. Nunca logramos estar seguros de qué va a sernos vital ni de a quién vamos a dar importancia. Nuestras convicciones son pasajeras y endebles, hasta las que consideramos más fuertes. También nuestros sentimientos. No deberíamos fiarnos.’

Deverne habría captado algo del orgullo herido, lo habría pasado por alto.

‘Aun así’, habría dicho. ‘Si yo no creo que eso pueda ocurrir, qué más daría si finalmente ocurriese después de mi muerte. Yo no me enteraría. Y me habría muerto convencido de la imposibilidad de tal vínculo entre tú y ella, lo que uno prevé es lo que cuenta, lo que uno ve y vive en el último instante es el final de la historia, el final del cuento propio. Uno sabe que todo continuará sin uno, que nada se para porque uno desaparezca. Pero ese después no le concierne. Lo crucial es que se para uno, y en consecuencia se detiene todo, el mundo es definitivamente como es en el momento de la terminación de quien termina, aunque no sea así de hecho. Pero ese “de hecho” ya no importa. Es el único instante en el que ya no hay futuro, en el que el presente se nos aparece como inalterable y eterno, porque ya no asistiremos a ningún hecho más ni a ningún cambio. Ha habido gente que ha intentado adelantar la publicación de un libro para que su padre llegara a verlo impreso y se despidiera con la idea de que su hijo era un escritor cumplido, qué más daba que luego no volviera a redactar ni una línea. Ha habido tentativas desesperadas de reconciliar momentáneamente a dos personas para que un agonizante creyese que habían hecho las paces y que todo estaba arreglado y en orden, qué importaba que los enemistados volvieran a tirarse los trastos a la cabeza a los dos días del fallecimiento, lo que contaba era lo que quedaba o había justo antes de esa muerte. Ha habido quien ha fingido perdonar a un moribundo para que éste se fuera en paz, o más tranquilo, qué más daba que a la mañana siguiente el perdonador le desease en su fuero interno que se pudriera en el infierno. Ha habido quienes han mentido como locos ante el lecho de la mujer o el marido y los han convencido de que jamás les fueron infieles y de que los quisieron sin fisuras y con constancia, qué importaba que al cabo de un mes ya estuvieran conviviendo con sus veteranos amantes. Lo único verdadero, y además definitivo, es lo que el que va a morir ve o cree inmediatamente antes de su marcha, porque para él no hay más historia. Hay un abismo entre lo que creyó Mussolini, que fue ejecutado por sus enemigos, y lo que creyó Franco en su cama, rodeado de sus seres queridos y adorado por sus compatriotas, digan lo que digan ahora los muy hipócritas. Yo le oí contar a mi padre que Franco tenía en su despacho una fotografía de Mussolini colgado boca abajo como un cerdo en la gasolinera de Milán a la que lo llevaron para exhibir y escarnecer su cadáver y el de su amante Clara Petacci, y que a algunas visitas que se quedaban mirándola sobrecogidas o desconcertadas les decía: “Sí, vea: yo nunca saldré así”. Y tuvo razón, ya procuró que así fuera. Él murió feliz sin duda, dentro de lo que cabe, en la idea de que todo continuaría como había dictaminado. Muchos se consuelan de esta gran injusticia, o de su rabia, pensando luego: “Si levantara la cabeza”, o “Tal como han ido las cosas, debe de estar revolviéndose en su tumba”, sin aceptar del todo que nadie levanta la cabeza nunca ni se revuelve en su tumba ni se entera de lo que pasa en cuanto expira. Es como pensar que a quien aún no ha nacido le pudiera importar lo que sucede en el mundo, más o menos. A quien todavía no existe le es todo tan indiferente, por fuerza, como al que ya se ha muerto. Ninguno de los dos es nada, ninguno posee conciencia, el primero no puede ni presentir su vida, el segundo no está capacitado para recordarla, como si no la hubiera tenido. Están en el mismo plano, es decir, no están ni saben, aunque nos cueste admitirlo. Qué me importaría a mí lo que ocurriese una vez que me hubiera ido. Sólo me cuenta lo que ahora creo y preveo. Creo que a mis hijos les iría mejor si tú estuvieras cerca de ellos, en mi ausencia. Preveo que Luisa se recuperaría antes y sufriría un poco menos si te tuviera a mano como amigo. Yo no me puedo adentrar en las conjeturas ajenas, aunque sean tuyas o aunque fueran de Luisa, sólo me cabe atender a las mías y no os puedo imaginar de otra manera. Así que sigo pidiéndote que, si me pasa algo malo, me des tu palabra de que te encargarás de ellos.’