—No —respondí—, me las conozco de memoria. Sólo pensaba bajar un rato a ver esas absurdas figuras de Adán y Eva. —Él no reaccionó, no dijo ‘Ah, ya’ ni nada por el estilo, como habría dicho cualquiera que visitara con frecuencia ese Museo: en el sótano hay una vitrina vertical de no muy gran tamaño, hecha por una americana o una inglesa, una tal Rosamund Algo, que representa el Jardín del Edén de manera estrafalaria. Todos los animales que rodean a la primigenia pareja están supuestamente vivos y en movimiento o alerta, monos, liebres, pavos, grullas, tejones, quizá un tucán y hasta la serpiente, que asoma con expresión demasiado humana entre las muy verdes hojas del manzano. Adán y Eva, en cambio, los dos de pie y separados, son sólo sendos esqueletos, y lo único que permite distinguirlos al ojo profano es que uno de ellos sostiene en la mano derecha una manzana. Seguramente leí alguna vez el cartel correspondiente, pero no recuerdo que diera explicación satisfactoria alguna. Si se trataba de mostrar los huesos de una mujer y de un hombre y de señalar sus diferencias, no se entiende qué necesidad había de convertirlos en nuestros primeros padres, como se los llamaba con la fe antigua, y colocarlos en ese escenario; si se trataba de representar el Paraíso con su más bien pobre fauna, lo que no se entiende son los esqueletos, mientras todos los demás animales conservan su carne y su pelo o plumaje. Es una de las más incongruentes instalaciones del Museo de Ciencias Naturales, y a nadie que lo visite le puede pasar inadvertida, no por bonita, sino por sin sentido.

—María Dolz, ¿verdad? Es Dolz, ¿no es así? —me dijo Díaz-Varela una vez que nos hubimos sentado en la terraza, como si quisiera hacer gala de su capacidad de retención y su buena memoria, al fin y al cabo mi apellido lo había pronunciado sólo yo, y apresuradamente, lo había colado como un inserto que a todos los presentes traía sin cuidado. Me sentí halagada por el detalle, no cortejada.

—Tienes buena memoria y buen oído —le dije para no ser descortés—. Sí, es Dolz, no Dols ni Dolç, con cedilla. —Y dibujé en el aire una cedilla—. ¿Cómo sigue Luisa?

—Ah, tú no la has visto. Pensaba que habíais hecho algo de amistad.

—Sí, si se puede decir eso de lo que ha durado un solo día. No he vuelto a verla desde aquella vez en su casa. Entonces nos llevamos muy bien y me habló como si en efecto fuera una amiga, yo creo que por debilidad más que nada. Pero después no he vuelto a encontrármela. ¿Cómo sigue? —insistí—. Tú sí debes de verla casi a diario, ¿no?

Esto pareció contrariarlo un poco, se quedó callado unos segundos. Se me ocurrió que quizá sólo quería sonsacarme, en la creencia de que ella y yo manteníamos contacto, y que de pronto su aproximación a mí se había quedado sin objetivo antes de empezar, o aún más irónico: sería él quien tendría que darme noticias e información sobre ella.

—Pues no bien —respondió por fin—, y ya me voy preocupando. No es que haya pasado demasiado tiempo, desde luego, pero no acaba de reaccionar, no avanza un milímetro, no es capaz de alzar la cabeza ni siquiera fugazmente y mirar a su alrededor y ver cuánto le queda. Después de la muerte de un marido aún quedan muchas cosas; a su edad, de hecho, queda otra vida entera. La mayoría de las viudas salen adelante pronto, sobre todo si son más o menos jóvenes y además tienen hijos de los que ocuparse. Pero no son sólo los niños, que en seguida dejan de serlo. Si ella pudiera verse dentro de unos pocos años, de un año incluso, comprobaría que la imagen de Miguel que ahora la ronda incesantemente se le difumina cada día que pasa y cuánto se le ha adelgazado, y que sus nuevos afectos no le permiten acordarse de él más que de tarde en tarde, con una quietud hoy sorprendente, con invariable pena pero sin apenas desasosiego. Porque tendrá nuevos afectos y su primer matrimonio acabará por parecerle algo casi soñado, un recuerdo vacilante y amortiguado. Lo que hoy es visto como anomalía trágica será percibido como normalidad irremediable, y aun deseable, puesto que habrá sucedido. Hoy le resulta inadmisible que Miguel ya no sea, pero llegará un momento en que lo incomprensible sería que volviera a ser, que sí fuera; en que la mera fantasía de una reaparición milagrosa, de una resurrección, de su vuelta, se le haría intolerable, porque ya le habría asignado su lugar definitivo y su rostro apaciguado en el tiempo, y no consentiría que ese retrato suyo acabado y fijo se expusiera de nuevo a las modificaciones de lo que permanece vivo y por lo tanto es imprevisible. Tendemos a desear que nadie se muera y que nada termine, de lo que nos acompaña y es nuestra querida costumbre, sin darnos cuenta de que lo único que mantiene las costumbres intactas es que nos las supriman de golpe, sin desviación ni evolución posibles, sin que nos abandonen ni las abandonemos. Lo que dura se estropea y acaba pudriéndose, nos aburre, se vuelve contra nosotros, nos satura, nos cansa. Cuántas personas que nos parecían vitales se nos quedan en el camino, cuántas se nos agotan y con cuántas se nos diluye el trato sin que haya aparente motivo ni desde luego uno de peso. Las únicas que no nos fallan ni defraudan son las que se nos arrebata, las únicas que no dejamos caer son las que desaparecen contra nuestra voluntad, abruptamente, y así carecen de tiempo para darnos disgustos o decepcionarnos. Cuando eso ocurre nos desesperamos momentáneamente, porque creemos que podríamos haber seguido con ellas mucho más, sin ponerles plazo. Es una equivocación, aunque comprensible. La prolongación lo altera todo, y lo que ayer era estupendo mañana habría sido un tormento. La reacción que tenemos todos ante la muerte de alguien cercano es parecida a la que tuvo Macbeth ante el anuncio de la de su mujer, la Reina. ‘She should have died hereafter’, responde de manera algo enigmática: ‘Debería haber muerto a partir de ahora’, es lo que dice, o ‘de ahora en adelante’. También podría entenderse con menos ambigüedad y más llaneza, esto es, ‘más adelante’ a secas, o ‘Debería haber esperado un poco más, haber aguantado’; en todo caso lo que dice es ‘no en este instante, no en el elegido’. ¿Y cuál sería el instante elegido? Nunca nos parece el momento justo, siempre pensamos que lo que nos gusta o alegra, lo que nos alivia o ayuda, lo que nos empuja a través de los días, podía haber durado un poco más, un año, unos meses, unas semanas, unas cuantas horas, nos parece que siempre es temprano para que se les ponga fin a las cosas o a las personas, nunca vemos el momento oportuno, aquel en el que nosotros mismos diríamos: ‘Ya. Ya está bien. Es suficiente y más vale. Lo que venga a partir de ahora será peor, un deterioro, un rebajamiento, una mancha’. A eso nunca nos atrevemos, a decir ‘Este tiempo ha pasado, aunque sea el nuestro’, y por eso no está en nuestras manos el final de nada, porque si dependiera de ellas todo continuaría indefinidamente, contaminándose y ensuciándose, sin que ningún vivo pasara jamás a ser muerto.

Hizo una breve pausa para beber de su cerveza, hablar seca en seguida la garganta y él se había lanzado tras su desconcierto inicial, casi con vehemencia, como si aprovechara para desahogarse. Tenía labia y vocabulario, su pronunciación en inglés era buena sin afectación, lo que decía no era hueco e iba trabado, me pregunté a qué se dedicaría pero no podía preguntárselo sin interrumpirle el discurso y eso no quería hacerlo. Le miraba los labios mientras peroraba, se los miraba con fijeza y me temo que con descaro, me dejaba mecer por sus palabras y no podía apartar los ojos del lugar por donde salían, como si todo él fuera boca besable, de ella procede la abundancia, de ella surge casi todo, lo que nos persuade y lo que nos seduce, lo que nos tuerce y lo que nos encanta, lo que nos succiona y lo que nos convence. ‘De la superabundancia del corazón habla la boca’, se lee en la Biblia en algún sitio. Me quedé perpleja al comprobar cuánto me gustaba y hasta fascinaba aquel hombre apenas conocido, más aún al recordar que para Luisa era en cambio casi invisible e inaudible, de tan visto y oído. Cómo podía ser, uno cree que lo que lo enamora debería anhelarlo todo el mundo. No quería decir nada para no romper el ensalmo, pero también se me ocurrió que, si no lo hacía, él podría figurarse que no le prestaba atención, cuando lo cierto es que no perdía vocablo, cuanto procediera de aquellos labios me interesaba. Debía ser breve, con todo, pensé, para no distraerlo demasiado.