Díaz-Varela, acaso, aún le habría discutido algo:

‘Sí, tienes razón en parte. No en una cosa, sin embargo: no es lo mismo no haber nacido que haber muerto, porque el que muere deja rastro y lo sabe. Sabe que ya no se enterará de nada pero que va a dejar huella y recuerdo. Que será echado de menos, tú mismo lo estás diciendo, y que las personas que lo conocieron no actuarán como si no hubiera existido. Habrá quien se sienta culpable respecto a él, quien deseará haberlo tratado mejor en vida, quien llorará por él y no comprenderá que no responda, quien se desesperará por su ausencia. A nadie le cuesta recuperarse de la pérdida de quien no ha nacido, si acaso a la madre que sufre un aborto, se le hace difícil abandonar la esperanza y se pregunta de vez en cuando por el niño que podría haber sido. Pero en realidad no hay ahí pérdida de ninguna clase, no hay vacío ni hay hechos pasados. En cambio quien ha vivido y ha muerto no desaparece del todo, durante un par de generaciones al menos; hay constancia de sus actos y al morir él está al tanto de eso. Sabe que ya no va a ver ni a averiguar nada más, que a partir de ese momento quedará en la ignorancia y que el final de la historia es el que es en ese instante. Pero tú mismo te estás preocupando por lo que les aguardaría a tu mujer y a tus hijos, te has ocupado de poner en orden los asuntos financieros, eres consciente del hueco que dejarías y me estás pidiendo que lo llene, que te sustituya hasta cierto punto si faltas. Nada de eso estaría en la mano de un nonato.’

‘Claro que no’, habría respondido Desvern, ‘pero todo esto lo hago vivo, lo hace un vivo, que no tiene nada que ver con un muerto, aunque normalmente creamos que son la misma persona y así se diga. Cuando esté muerto no seré ni persona, y no podré arreglar ni pedir nada, ni ser consciente de nada, ni preocuparme. Tampoco nada de eso estaría en la mano de un muerto, es en eso en lo que se parece a un no nacido. No estoy hablando de los otros, de los que nos sobreviven y evocan y todavía están en el tiempo, ni de mí mismo ahora, del que aún no se ha ido. Ese hace cosas, por supuesto, y las piensa, nada más faltaría; maquina, toma medidas y decisiones, trata de influir, tiene deseos, es vulnerable y también puede hacer daño. Estoy hablando de mí mismo muerto, veo que se te hace más difícil que a mí imaginarme. Pues no debes confundirnos, a mí vivo y a mí muerto. El primero te pide algo que el segundo no podrá reclamarte ni recordarte ni saber si cumples. Qué te cuesta darme tu palabra, entonces. Nada te impide faltar a ella, te sale gratis.’

Díaz-Varela se habría pasado una mano por la frente y se habría quedado mirándolo con extrañeza y un poco de hartazgo, como si saliera de una ensoñación o de un sopor provocado. Salía en todo caso de una conversación inesperada, impropia y de mal agüero.

‘Tienes mi palabra de honor, lo que tú digas, cuenta con ella’, le habría dicho. ‘Pero haz el favor de no volver a joderme en la vida con historias de estas, me has dejado mal cuerpo. Anda, vámonos a tomar una copa y a hablar de cosas menos macabras.’

—Pero qué porquería de edición es esta —oí que mascullaba el Profesor Rico sacando un volumen de un estante, había estado miroteando los libros como si en la habitación no hubiera nadie. Vi que era una edición del Quijoteque cogía con las puntas de los dedos, como si le diera grima—. Cómo se puede tener esta edición, existiendo la mía. Es pura necedad intuitiva, no hay método ni ciencia en ella, y ni siquiera es ocurrente, copia mucho. Y encima en casa de una profesora universitaria, para mayor inri, si mal no he entendido. Así anda la Universidad madrileña —añadió mirando con reprobación a Luisa.

Ella se echó a reír de buena gana. Pese a ser la destinataria de la reprimenda, la salida de tono le había hecho gracia. Díaz-Varela se rió también, quizá por mimetismo o por coba —para él no podía haber sorpresa en la impertinencia de Rico ni en las confianzas que se tomaba—, e intentó tirarle de la lengua, posiblemente para ver si se reía más Luisa y se arrancaba de su momento sombrío. Pero pareció espontáneo. Resultaba encantador y fingir se le daba, si fingía.

—Bueno, no me dirás que el encargado de esa edición no es una autoridad respetada, bastante más que tú en algunos círculos —le dijo a Rico.

—Bah, respetada por los ignorantes y los eunucos, que en este país casi ni caben, y en los Círculos de la Amistad de los pueblos más tirados y más holgazanes —respondió el Profesor. Abrió el volumen por una página al azar, le echó una ojeada displicente y rápida y clavó el índice en un renglón, como impulsado por un mazazo—. Aquí ya hay un error de bulto. —A continuación lo cerró como si no hubiera más que mirar—. Se lo restregaré en un artículo. —Levantó la vista con aire triunfal, sonrió de oreja a oreja (una sonrisa enorme, se la permitía su boca flexible) y añadió—: Y además, me tiene envidia.

II

Tardé mucho tiempo en volver a ver a Luisa Alday y en el largo entretanto empecé a salir con un hombre que me gustaba a medias y me enamoré estúpida y calladamente de otro, de su enamorado Díaz-Varela, al que me encontré poco después en un lugar improbable para encontrarse a nadie, muy cerca de donde había muerto Deverne, en el edificio rojizo del Museo Nacional de Ciencias Naturales, que está justo al lado o más bien forma conjunto con la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales con su brillante cúpula de cristal y zinc, de unos veintisiete metros de altura y unos veinte de diámetro, erigida hacia 1881, cuando ese conjunto no era Escuela ni Museo, sino el flamante Palacio Nacional de las Artes y las Industrias que albergó una importante Exposición en aquel año, la zona se conocía antiguamente como los Altos del Hipódromo, por sus varios promontorios y su cercanía a unos caballos cuyas hazañas son fantasmales por partida doble o definitivamente, pues ya no debe de quedar nadie vivo que asistiera a ellas o las recuerde. El Museo de Ciencias es pobre, sobre todo si se compara con los que se encuentran en Inglaterra, pero me acercaba a él a veces con mis sobrinos pequeños para que vieran los animales estáticos tras sus vitrinas y se familiarizaran con ellos, y de ahí me quedó cierta afición a visitarlo por mi cuenta de tarde en tarde, entremezclada —de hecho invisible para ellos— con los grupos de alumnos de colegios y de institutos acompañados de una profesora exasperada o paciente y con despistados turistas sobrados de tiempo que se enteran de su existencia por alguna guía de la ciudad demasiado puntillosa y exhaustiva: aparte de las numerosísimas guardianas, casi todas sudamericanas hoy en día, esos suelen ser los únicos seres vivos de ese lugar algo irreal y superfluo y feérico, como todos los Museos de Ciencias.

Estaba mirando la maqueta de las inmensas fauces abiertas de un cocodrilo —siempre pensaba que yo cabría en ellas, y en la suerte de no vivir en un sitio en el que hubiera esos reptiles— cuando me llamaron por mi nombre y me volví un poco alarmada, por lo inesperado: cuando uno está en ese Museo semivacío, tiene la casi absoluta y reconfortante certeza de que en esos instantes nadie puede conocer su paradero.

Lo reconocí en seguida, con sus labios femeninos y su mentón falsamente partido, su sonrisa calmada y una expresión a la vez atenta y ligera. Me preguntó qué hacía allí, y le contesté: ‘Me gusta venir de vez en cuando. Es un sitio lleno de fieras tranquilas, a las que uno puede aproximarse’. Nada más decir esto pensé que fieras había bien pocas y que la frase era una pavada, y además me di cuenta de que la había añadido por hacerme la interesante, supuse que con nefastos resultados. ‘Es un sitio tranquilo’, concluí sin más adornos. Le pregunté lo mismo, qué hacía él allí, y me contestó: ‘También a mí me gusta venir de vez en cuando’, y esperé una pavada suya, que para mi desgracia no llegó del todo, Díaz-Varela no deseaba impresionarme. ‘Vivo bastante cerca. Cuando salgo a dar una vuelta, mis pasos me acaban trayendo hasta aquí en ocasiones.’ Lo de los pasos trayéndolo me pareció levemente literario y cursi y me dio alguna esperanza. ‘Luego me siento un rato en la terraza de ahí fuera y regreso a casa. Vamos, te invito a tomar algo, a no ser que quieras seguir mirando esos colmillos u otras salas.’ En el exterior, bajo la arboleda, aún sobre el promontorio, frente a la Escuela, hay un quiosco de refrescos con sus mesas y sillas al aire libre.