Me di cuenta de que Díaz-Varela se había callado y puesto serio por la misma razón por la que Luisa dio tres pasos hasta el sofá y se tuvo que sentar sin antes invitar a los dos hombres a hacerlo, como si le hubieran flaqueado las piernas y no se pudiera en verdad sostener. De la risa espontánea de hacía un momento había pasado a una expresión de aflicción, la mirada enturbiada y la tez palidecida. Sí, debía de ser un mecanismo muy sencillo. Se llevó la mano a la frente y bajó los ojos, temí que fuera a llorar. El Profesor Rico no tenía por qué saber lo que le había sucedido hacía unos meses y cómo le había destrozado la vida una navaja que pinchó hasta la saciedad, quizá su amigo no se lo había contado —pero era extraño, las desgracias ajenas se cuentan casi sin querer—, o sí y él lo había olvidado: decía su fama (que es mucha) que tendía a retener tan sólo la información remota, la de los muy pasados siglos en los que era una autoridad mundial, y a oír lo reciente con mera tolerancia y desatención. Cualquier crimen, cualquier suceso medieval o del Siglo de Oro, le importaban mucho más que lo acontecido anteayer.

Díaz-Varela se acercó a Luisa con solicitud, le cogió las manos entre las suyas y le murmuró:

—Ya está, ya está, no pasa nada. Lo siento de veras. No me he dado cuenta de hacia dónde podía derivar esta tontería. —Y me pareció notarle el impulso de acariciarle la cara, como cuando se consuela a una criatura por la que se daría la vida; sin embargo lo reprimió.

Pero lo mismo que su murmullo me fue audible, también se lo fue al Profesor.

—¿Qué pasa? ¿Qué he dicho? ¿Es por la palabra ‘huevos’? Pues muy tiquismiquis sois aquí. Podía haber utilizado una peor, al fin y al cabo ‘huevos’ es un eufemismo. Vulgar y gráfico y muy abusado, lo reconozco, pero no deja de ser un eufemismo.

—¿Qué es tiquismiquis? ¿Qué son los huevos? —preguntó el niño, al que no había pasado inadvertido el gesto de señalarse las ingles del Profesor. Por fortuna nadie le hizo caso ni le contestó.

Luisa se recompuso en seguida y cayó en la cuenta de que no me había presentado aún. No recordaba mi apellido, en efecto, porque así como dijo los nombres completos de los dos hombres (‘El Profesor Francisco Rico; Javier Díaz-Varela’), de mí, como de los niños, sólo dijo el de pila, y luego añadió mi apodo a modo de compensación (‘Mi nueva amiga María; Miguel y yo la llamábamos la Joven Prudente cuando la veíamos casi todos los días a la hora de desayunar, pero hasta ahora no habíamos hablado’). Consideré oportuno subsanar su olvido (‘María Dolz’, precisé). Aquel Javier debía de ser el que ella había mencionado un rato antes, refiriéndose a él como a ‘uno de los mejores amigos de Miguel’. En todo caso era el hombre que yo había visto por la mañana al volante del antiguo coche de Deverne, el que había recogido a los niños en la cafetería para llevarlos presumiblemente al colegio, un poco tarde para lo habitual. No era el chófer, por tanto, como yo había creído. Acaso Luisa se había imaginado obligada a prescindir de éste, cuando alguien se queda viudo siempre reduce gastos en primera instancia, como un acto reflejo de encogimiento o de desamparo, aunque haya heredado una fortuna. No sabía en qué situación económica había quedado ella, suponía que buena, pero era posible que se sintiera en precario aunque no lo estuviera en modo alguno, el mundo entero parece tambalearse tras una muerte importante, nada se ve sólido ni firme y el deudo más afectado tiende a preguntarse: ‘Para qué esto y para qué lo otro, para qué el dinero, o un negocio y su urdimbre, para qué una casa y una biblioteca, para qué salir y trabajar y hacer proyectos, para qué tener hijos y para qué nada. Nada dura lo bastante porque todo se acaba, y una vez acabado resulta que nunca fue bastante, aunque durara cien años. A mí Miguel me ha durado sólo unos pocos, por qué habría de durar nada de lo que dejó atrás y lo sobrevive. Ni el dinero ni la casa ni yo ni los niños. Estamos todos en hueco y amenazados’. Y también hay un impulso de acabamiento: ‘Quisiera estar donde está él, y el único ámbito en el que me consta que coincidiríamos es el pasado, el no ser y sin embargo haber sido. Él ya es pasado y yo en cambio soy aún presente. Si fuera pasado, al menos me igualaría con él en eso, algo es algo, y no estaría en condiciones de echarlo de menos ni de recordarlo. Estaría a su mismo nivel en ese aspecto, o en su dimensión, o en su tiempo, y ya no permanecería en este mundo precario que nos va quitando las costumbres. Nada más se nos quita si se nos quita de en medio. Nada más se nos acaba si uno ya se ha acabado’.

Era varonil, calmado y bien parecido, aquel Javier Díaz-Varela. Aunque afeitado con esmero, se le adivinaba la barba, una sombra levemente azulada, sobre todo a la altura del mentón enérgico, como de héroe de tebeo (según el ángulo y como le diera la luz, se le veía o no partido). Tenía pelo en el pecho, le asomaba un poco por la camisa con el botón superior abierto, no llevaba corbata, Desvern siempre la llevaba, su amigo era algo más joven. Las facciones eran delicadas, con ojos rasgados de expresión miope o soñadora, pestañas bastante largas y una boca carnosa y firme muy bien dibujada, tanto que sus labios parecían los de una mujer trasplantados a una cara de hombre, era muy difícil no fijarse en ellos, quiero decir apartarles la vista, eran como un imán para la mirada, tanto cuando hablaban como cuando estaban callados. Daban ganas de besárselos, o de tocárselos, de bordear con el dedo sus líneas tan bien trazadas, como si se las hubiera hecho un pincel fino, y luego de palpar con la yema lo rojo, a la vez prieto y mullido. Parecía además discreto, dejaba que el Profesor Rico perorara a sus anchas sin tratar de hacerle la menor sombra (tampoco debía de resultar eso factible, hacerle sombra). Sin duda tenía sentido del humor, porque había sabido seguirle la corriente y hacerle de contrapunto con eficacia, dándole pie a lucirse ante desconocidos o más bien desconocidas, se notaba en seguida que el Profesor era hombre coqueto, de los que tiran tejos teóricos a las mujeres en casi cualquier circunstancia. Por teóricos quiero decir que carecen de verdadero propósito, que no van destinados a conquistar a nadie de veras o en serio (no a mí ni a Luisa, en todo caso), sino a suscitar curiosidad por su persona, o a deslumbrar si es posible, aunque no se vaya a volver a ver nunca a los deslumbrados. Díaz-Varela se divertía con su pueril pavoneo y le permitía espaciarse o lo incitaba a ello, como si no temiera la competencia o tuviera un objetivo tan definido, y tan ansiado, que no le cupiera duda de que antes o después iba a lograrlo, por encima de cualquier eventualidad o amenaza.

No estuve allí mucho más rato, no pintaba nada en medio de aquella reunión, improvisada en lo que respectaba a Rico y probablemente consuetudinaria en lo tocante a Díaz-Varela, daba la impresión de ser una presencia habitual o casi continua en aquella casa o en aquella vida, la de Luisa viuda. Era la segunda vez que aparecía en un solo día, que yo supiera, y eso debía de ocurrir casi todos, porque al llegar con Rico los niños lo habían saludado con excesiva naturalidad rayana en la indiferencia, como si su visita al atardecer (un ‘dejarse caer’) fuera algo descontado. Claro que también lo habían visto aquella mañana, y los tres habían hecho juntos un breve recorrido en coche. Era como si él estuviera más al tanto de Luisa que nadie, más que su familia, sabía que por lo menos tenía un hermano, lo había mencionado en la misma frase que a Javier y a un abogado. Como a eso, como a un hermano sobrevenido o postizo, me pareció que lo veía Luisa, alguien que va y viene y entra y sale, alguien que echa una mano con los críos o con cualquier otra cosa cuando surge un imprevisto, con quien se puede contar en casi cualquier ocasión y sin preguntarle antes y a quien se solicita consejo ante las vacilaciones como en un acto reflejo, que hace compañía sin que se lo note apenas, ni a él ni su compañía, que se presta y se ofrece siempre espontánea y gratuitamente, alguien que no necesita llamar para presentarse, y que de manera paulatina, inadvertida, acaba por compartir todo el territorio y por hacerse imprescindible. Alguien que está ahí sin que se le haga demasiado caso, y a quien se echa indeciblemente de menos si se retira o desaparece. Esto último podía suceder con Díaz-Varela en cualquier instante, porque no era un hermano incondicional y devoto que nunca va a apartarse del todo, sino un amigo del marido muerto y la amistad no se transfiere. Si acaso se usurpa. Tal vez era uno de esos amigos del alma a los que en un momento de debilidad o de premonición oscura se les pide o encomienda algo: