Se quedó callada y miró hacia el cuarto contiguo en el que estaban los niños. Se oía la televisión de fondo, luego todo debía de estar en orden. Eran niños bien educados, por lo que había visto, mucho más de lo que es la norma hoy en día. Curiosamente no me sorprendía ni me causaba violencia que Luisa me hablara con tanta confianza, como si yo fuera una amiga. Tal vez no podía hablar de otra cosa, y en los meses transcurridos desde la muerte de Deverne había agotado con su estupefacción y sus cuitas a todos sus allegados, o le daba vergüenza insistir sobre el mismo tema con ellos y se aprovechaba para desahogarse de la novedad que yo suponía. Tal vez le daba lo mismo quién yo fuera, le bastaba con tenerme como interlocutor no gastado, con quien podía empezar desde el principio. Es otro de los inconvenientes de padecer una desgracia: al que la sufre los efectos le duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes se muestran dispuestos a escucharlo y acompañarlo, la incondicionalidad nunca es muy larga si se tiñe de monotonía. Y así, tarde o temprano, la persona triste se queda sola cuando aún no ha terminado su duelo o ya no se le consiente hablar más de lo que todavía es su único mundo, porque ese mundo de congoja resulta insoportable y ahuyenta. Se da cuenta de que para los demás cualquier desdicha tiene fecha de caducidad social, de que nadie está hecho para la contemplación de la pena, de que ese espectáculo es tolerable tan sólo durante una breve temporada, mientras en él hay aún conmoción y desgarro y cierta posibilidad de protagonismo para los que miran y asisten, que se sienten imprescindibles, salvadores, útiles. Pero al comprobar que nada cambia y que la persona afectada no avanza ni emerge, se sienten rebajados y superfluos, lo toman casi como una ofensa y se apartan: ‘¿Acaso no le basto? ¿Cómo es que no sale del pozo, teniéndome a mí a su lado? ¿Por qué se empeña en su dolor, si ya ha pasado algún tiempo y yo le he dado distracción y consuelo? Si no puede levantar la cabeza, que se hunda o que desaparezca’. Y entonces el abatido hace esto último, se retrae, se ausenta, se esconde. Tal vez Luisa se aferró a mí aquella tarde porque conmigo podía ser la que aún era y no ocultarse: una viuda inconsolable, según la frase consagrada. Obsesionada, aburrida, doliente.

Miré yo hacia el cuarto de los niños, señalé en su dirección con la cabeza.

—Deben de serte una ayuda, dentro de las circunstancias —dije—. Tenerte que ocupar de ellos te obligará a levantarte cada mañana con algo de ánimo, a ser fuerte y a aguantar el tipo, supongo. Saber que dependen de ti enteramente, más que antes. Serán una carga pero también un salvavidas forzoso, serán la razón para empezar cada día. ¿No? ¿O no? —añadí al ver que su rostro se nublaba más todavía y que su ojo grande se contraía, igualándose con el chico.

—No, es todo lo contrario —contestó respirando hondo, como si tuviera que hacer acopio de serenidad para decir lo que a continuación dijo—. Daría cualquier cosa por que no estuvieran ahora, por no tenerlos. Entiéndeme bien: no es que me arrepienta de pronto, su existencia me resulta vital y son lo que más quiero, más que a Miguel probablemente, o al menos me doy cuenta de que su pérdida habría sido aún peor, la de cualquiera de los dos, ya me habría muerto. Pero ahora no puedo con ellos, me pesan demasiado. Ojalá me fuera posible ponerlos entre paréntesis, o hibernarlos, no sé, ponerlos a dormir y que no se despertaran hasta nuevo aviso. Quisiera que me dejaran en paz, que no me preguntaran ni me pidieran nada, que no tiraran de mí, que no se me colgaran como lo hacen, pobres. Necesitaría estar a solas, no tener responsabilidades, ni que hacer un sobreesfuerzo para el que no me siento capacitada, no pensar en si han comido o se han abrigado o en si se han acatarrado y tienen fiebre. Quisiera poder quedarme en la cama todo el día, o estar a mi aire sin ocuparme de nada o tan sólo de mí misma, y así recomponerme poco a poco, sin interferencias ni obligaciones. Si es que alguna vez me recompongo, espero que sí, aunque no veo cómo. Pero estoy tan debilitada que lo último que me hace falta son dos personas aún más débiles que yo a mi lado, que no pueden valerse por sí solas y que todavía entienden menos que yo lo que ha ocurrido. Y que encima me dan pena, una pena inamovible y constante, que va más allá de las circunstancias. Las circunstancias la acentúan, pero estaba ya ahí desde siempre.

—¿Cómo constante? ¿Cómo más allá? ¿Cómo desde siempre?

—¿Tú no tienes hijos? —me preguntó. Negué con la cabeza—. Los hijos dan mucha alegría y todo eso que se dice, pero también dan mucha pena, permanentemente, y no creo que eso cambie ni siquiera cuando sean mayores, y eso se dice menos. Ves su perplejidad ante las cosas y eso da pena. Ves su buena voluntad, cuando tienen ganas de ayudar y de poner de su parte y no pueden, y eso te da también pena. Te la da su seriedad y te la dan sus bromas elementales y sus mentiras transparentes, te la dan sus desilusiones y también sus ilusiones, sus expectativas y sus pequeños chascos, su ingenuidad, su incomprensión, sus preguntas tan lógicas, y hasta su ocasional mala idea. Te la da pensar en cuánto les falta por aprender, y en el larguísimo recorrido al que se enfrentan y que nadie puede hacer por ellos, aunque llevemos siglos haciéndolo y no veamos la necesidad de que todo el que nace deba empezar otra vez desde el principio. ¿Qué sentido tiene que cada uno pase por los mismos disgustos y descubrimientos, más o menos, eternamente? Y claro, a ellos les ha tocado además algo infrecuente y que podían haberse ahorrado, una gran desgracia que no estaba prevista. No es normal que en nuestras sociedades le maten a uno al padre, y la tristeza que ellos sienten me es una pena añadida. No soy yo sola la que ha sufrido una pérdida, ojalá lo fuera. Me corresponde a mí explicárselo, y ni siquiera tengo una explicación que darles. Todo esto sobrepasa mis fuerzas. No les puedo decir que ese hombre odiaba a su padre, ni que era un enemigo suyo, y si les cuento que se volvió loco hasta el punto de matarlo, eso difícilmente lo entienden. Carolina sí, más, pero Nicolás nada.

—Ya. ¿Y qué les has dicho? ¿Cómo lo llevan?

—La verdad, en el fondo, más o menos, adaptada. Dudé si contarle nada al niño, es muy pequeño, pero me dijeron que sería peor si se lo soltaban los compañeros en el colegio. Como salió en la prensa, todo el mundo que nos conoce se enteró en seguida, e imagínate las versiones de críos de cuatro años, podían ser aún más truculentas y disparatadas que lo que sucedió realmente. Así que les dije que ese hombre estaba muy furioso porque le habían quitado a sus hijas, y que se confundió de persona y atacó a papá en vez de a quien se las había quitado. Me preguntaron que quién se las había quitado entonces, y les contesté que no lo sabía, y que seguramente ese hombre tampoco lo sabía y que por eso estaba así, buscando con quién enfadarse. Que no distinguía bien a las personas y que sospechaba de todo el mundo, y que por eso le había pegado a Pablo otro día, creyendo que era él el responsable. Es curioso, eso sí lo entendieron muy rápido, que alguien se pusiera furioso porque le hubieran robado a sus hijas, e incluso ahora me preguntan a veces si se sabe algo de ellas o si han aparecido, como si fuera un cuento pendiente, supongo que se las imaginan niñas. Les dije que todo había sido mala suerte. Que era como un accidente, como cuando un coche atropella a un peatón o se cae un albañil de los que trabajan en los edificios. Que su padre no tenía ninguna culpa ni le había hecho nada a nadie. El niño me preguntó si ya no iba a volver. Le contesté que no, que ahora estaba muy lejos, como cuando se iba de viaje o más lejos, tanto que regresar no era posible, pero que desde allí donde estaba seguía viéndolos a ellos y cuidándolos. También se me ocurrió decirles, para que no fuera todo tan definitivo de golpe, que yo podría hablar con él de tarde en tarde, y que si querían algo de él, algo importante, que me lo transmitiesen y yo se lo comunicaría. La niña no se creyó esta parte, me parece, porque nunca me da ningún mensaje, pero el niño sí, así que ahora me pide a veces que le cuente tal o cual cosa a su padre, tonterías del colegio que él vive como acontecimientos, y al día siguiente me pregunta si ya se lo he dicho y qué ha respondido, o si se ha puesto contento al saber que ya juega al fútbol. Yo le contesto que aún no he hablado, que hay que esperar, que no es fácil establecer contacto, dejo pasar unos días y, si se acuerda e insiste, entonces me invento algo. Cada vez dejaré pasar más tiempo hasta que se desacostumbre y se olvide, él apenas va a recordarlo a la larga. Creerá recordar, sobre todo, lo que su hermana y yo le contemos. Carolina es más preocupante. Casi no lo menciona, está más seria y más callada, y cuando le cuento a su hermano que su padre se ha reído al oír sus ocurrencias, por ejemplo, o que me ha encargado que le diga que no dé patadas a los otros niños sino sólo a la pelota, me mira con una especie de pena parecida a la que ellos me inspiran, como si mis mentiras le dieran lástima, de manera que hay momentos en los que todos nos damos pena, ellos a mí y yo a ellos, o por lo menos a la niña. Me ven triste, me ven como no me habían visto nunca, aunque yo hago esfuerzos, no te creas, por no llorar y por que no se me note mucho cuando estoy con ellos. Pero me lo han de notar, estoy segura. Sólo he llorado una vez en su presencia. —Recordé la impresión que me había causado la niña cuando los había observado a los tres por la mañana en la terraza: cómo prestaba atención a la madre y casi velaba por ella, dentro de sus posibilidades; y la fugaz caricia en la mejilla que le había hecho al despedirse—. Y además temen por mí —añadió Luisa sirviéndose otra copita con un suspiro. Hacía rato que no bebía, se había frenado, quizá era de esas personas que saben pararse a tiempo o que dosifican hasta los excesos, que bordean los peligros pero nunca caen en ellos, ni siquiera cuando sienten que ya no tienen qué perder y les da todo lo mismo. Era indudable que estaba muy desesperada, pero no lograba imaginármela en pleno abandono, de ningún tipo: ni emborrachándose bestialmente ni descuidando a los niños ni dándose a la droga ni faltando al trabajo ni entregándose a un hombre tras otro (eso más adelante) para olvidarse del que le importaba; era como si hubiera en ella un último resorte de sensatez, o de sentido del deber, o de serenidad, o de preservación, o de pragmatismo, no sabía bien lo que era. Y entonces lo vi claro: ‘Saldrá de esta’, pensé, ‘se recuperará antes de lo que cree, le parecerá irreal cuanto ha vivido estos meses y hasta volverá a casarse, tal vez con un hombre tan perfecto como Desvern, o con el que al menos volverá a formar una pareja parecida, es decir, casi perfecta’—. Han descubierto que la gente se muere, y que se mueren quienes les parecían a ellos más indestructibles, los padres. Ya no es una pesadilla, y Carolina había empezado a tenerlas, está en la edad: ya soñaba alguna noche que me moría yo o que se moría su padre, antes de que pasara nada. Nos había llamado desde su cuarto en mitad de la noche, angustiada, y nosotros la habíamos convencido de que eso era imposible. Ha visto que nos equivocábamos o quizá que le mentíamos; que tenía motivos para temer, que lo que se le había representado en sueños se ha cumplido. No me lo ha reprochado a las claras, pero al día siguiente de que Miguel fuera enterrado y ya no hubiera vuelta de hoja ni nada más que hacer sino seguir viviendo sin él, me dijo dos veces, como cargada de razón: ‘¿Lo ves? ¿Lo ves?’. Y yo le pregunté sin comprender: ‘¿Qué es lo que tengo que ver, cielo?’. Estaba demasiado aturdida para comprender. Entonces ella se replegó, y ha seguido haciéndolo desde aquel momento: ‘Nada, nada. Que papá ya no está en casa, ¿no lo ves?’, me contestó. Me faltaron las fuerzas y me senté en el borde de la cama, estábamos en mi habitación. ‘Claro que lo veo, cariño’, le dije, y se me saltaron las lágrimas. No me había visto llorar y le di pena, desde entonces se la doy. Se acercó y empezó a secármelas con su vestido. En cuanto a Nicolás, lo ha descubierto demasiado pronto, sin ni siquiera poderlo soñar y temer antes, cuando aún no tenía conciencia de la muerte, yo creo que ni se ha enterado bien de en qué consiste, aunque se va dando cuenta de que eso significa que las personas dejen de estar, que ya no se las vea nunca más. Y si su padre ha muerto y ha desaparecido de un día a otro; aún peor, si a su padre lo han matado de golpe y ha dejado de existir sin aviso, si ha resultado tan frágil como para caer abatido a la primera embestida de un desgraciado, ¿cómo no van a pensar que lo mismo puede sucederme a mí cualquier día, a la que ven menos fuerte? Sí, temen por mí, temen que me pase algo malo y que los deje solos del todo, me miran con aprensión, como si fuera yo quien estuviera en riesgo y desprotegida, más que ellos. En el niño es algo instintivo, en la niña es muy consciente. Noto cómo mira a mi alrededor cuando estamos en la calle, cómo se pone alerta ante cualquier desconocido, o más bien ante cualquier hombre desconocido. La tranquiliza que esté acompañada, de gente amiga o de mujeres. Ahora hace rato que está despreocupada, porque estoy en casa y porque estoy contigo, ya ves que no entra a vigilar con pretextos ni a dar la lata. Aunque acabe de conocerte, le inspiras confianza, eres mujer y no te ve como un peligro. Al contrario, te ve como un escudo, una defensa. Eso me preocupa un poco, que les coja miedo a los hombres, que se ponga en guardia y nerviosa ante ellos, ante los que no conoce. Espero que se le pase, no se puede ir por la vida temiendo a la mitad de la especie.