Luisa se llenó la copa de nuevo, eran muy pequeñas, y se llevó las manos a las mejillas, un gesto mitad pensativo y mitad sobrecogido. Tenía unas manos fuertes y largas, sin más adorno que su alianza. Con los codos apoyados en los muslos, pareció estrecharse o disminuirse. Habló un poco para sus adentros, como si cavilara en voz alta.

—Sí, esa es la idea que se suele tener. Que lo que ha cesado es menos grave que lo que está aconteciendo, y que la cesación debe aliviarnos. Que lo que ha pasado debe dolernos menos que lo que está pasando, o que las cosas son más llevaderas cuando han terminado, por horribles que hayan sido. Pero eso equivale a creer que es menos grave alguien muerto que alguien que se está muriendo, lo cual no tiene mucho sentido, ¿no te parece? Lo irremediable y lo más doloroso es que se haya muerto; y que el trance haya acabado no significa que no pasara por él la persona. Cómo no va a tener uno presente ese trance, si fue lo último que compartió con nosotros, con los que continuamos vivos. Lo que siguió a ese momento suyo está fuera de nuestro alcance, pero cuando tuvo lugar, en cambio, todavía estábamos todos aquí, en la misma dimensión, él y nosotros, respirando el mismo aire. Coincidimos aún en el tiempo, o en el mundo. No sé, no sé explicarme. —Hizo una pausa y encendió un cigarrillo, era el primero; los tenía a mano desde el principio pero no había alumbrado ninguno hasta entonces, como si se hubiera desacostumbrado a fumar, quizá lo había dejado una temporada y ahora había vuelto, o sólo a medias: los compraba pero procuraba evitarlos—. Además nada pasa del todo, ahí están los sueños, los muertos aparecen vivos en ellos y los vivos se nos mueren a veces. Yo sueño muchas noches con ese momento, y entonces sí estoy presente, sí estoy allí, sí sé, estoy en el coche con él y nos bajamos los dos, y yo le aviso porque sé lo que va a ocurrirle y aun así no puede escaparse. Bueno, ya sabes cómo van esas cosas, los sueños son al mismo tiempo confusos y precisos. Me los sacudo nada más despertarme, y en pocos minutos se me desvanecen, se me olvidan los detalles; pero en seguida caigo en la cuenta de que el hecho permanece, de que es verdad, de que ha pasado, de que Miguel está muerto y de que lo mataron de manera parecida a la que he soñado, aunque la escena del sueño se me haya diluido al instante. —Se quedó parada, apagó el cigarrillo mediado, como si se hubiera extrañado de verse con uno en la mano—. ¿Sabes cuál es una de las cosas peores? No poder enfadarme ni echarle la culpa a nadie. No poder odiar a nadie pese a haber tenido Miguel una muerte violenta, a haber sido asesinado en plena calle. Si lo hubieran matado con un motivo, porque iban por él, sabiendo quién era, porque alguien lo veía como un obstáculo o quería vengarse, qué sé yo, al menos para robarle. Si hubiera sido una víctima de ETA podría reunirme con otros familiares de víctimas y odiar todos juntos a los terroristas o incluso a todos los vascos, cuanto más se pueda compartir y repartir el odio mejor, ¿verdad que sí?, mejor cuanto más amplio sea. Recuerdo que cuando era muy joven un novio mío me dejó por una chica canaria. No sólo la detesté a ella, sino que decidí detestar a todos los canarios. Un absurdo, una manía. Si en la televisión había un partido en el que jugaban el Tenerife o el Las Palmas, deseaba que perdieran contra quien fuese, aunque a mí me dé bastante igual el fútbol y no lo estuviera viendo, lo estaban viendo mi hermano o mi padre. Si había un concurso de missesde esos idiotas, deseaba que no ganaran las representantes canarias, y me llevaba rabietas porque solían ganar, con frecuencia son muy guapas. —Y se rió de sí misma con ganas, sin poder evitarlo. Lo que le hacía gracia se la hacía de veras, incluso en medio de su pesadumbre—. Hasta me prometí no volver a leer a Galdós: por madrileño que se hiciera, era canario de origen, y me lo prohibí terminantemente una larga temporada. —Y se rió de nuevo, ahora su risa fue ya tan abierta que resultó contagiosa, y también yo reí la inquisitorial ocurrencia—. Son reacciones irracionales, pueriles, pero ayudan momentáneamente, traen algo de variación al ánimo. Ahora ya no soy joven, y ni siquiera dispongo de ese recurso para pasar algún tramo del día furiosa, en vez de triste todo el rato.

—¿Y el gorrilla? —dije—. ¿No puedes odiarlo? ¿U odiar a todos los vagabundos?

—No —contestó sin pensárselo, es decir, como si ya lo hubiera considerado—. No he querido saber más de ese hombre, creo que se ha negado a declarar, que desde el primer instante se encerró en el mutismo y que ahí sigue, pero está claro que se confundió y que anda mal de la cabeza. Al parecer tiene dos hijas metidas en la prostitución, dos hijas jóvenes, y le dio por pensar que Miguel y Pablo, el chófer, tenían que ver en ello. Un disparate. Mató a Miguel como podía haber matado a Pablo o a cualquier vecino de la zona al que hubiera enfilado. Supongo que también él necesitaba enemigos, alguien a quien echar la culpa de su desgracia. Lo que hace todo el mundo, por otra parte, las clases bajas como las medias y las altas y los desclasados: nadie acepta ya que las cosas pasan a veces sin que haya un culpable, o que existe la mala suerte, o que las personas se tuercen y se echan a perder y se buscan ellas solas la desdicha o la ruina. —‘Tú mismo te has forjado tu ventura’, pensé recordando, citando a Cervantes, cuyas palabras, en efecto, no se tienen ya en cuenta—. No, no puedo enfurecerme con quien lo mató por nada, con quien lo señaló por azar, como si dijéramos, eso es lo malo; con un loco, con un trastornado que en realidad no lo malquería a él por ser él y que ni siquiera sabía su nombre, sino que lo vio como la encarnación de su infortunio o el causante de su situación amarga. Bueno, qué sé yo lo que vio, no me importa, ni estoy en su cabeza ni quiero estarlo. A veces intentan hablarme de ello mi hermano o el abogado o Javier, uno de los mejores amigos de Miguel, pero yo los paro y les digo que no deseo explicaciones más o menos hipotéticas ni investigaciones a tientas, que lo que ha ocurrido es tan grave que el porqué me da lo mismo, sobre todo si es un porqué incomprensible, que no existe ni puede existir fuera de esa mente alucinada o enferma en la que no tengo por qué adentrarme. —Luisa hablaba bastante bien, con no escaso vocabulario y con verbos que en el habla general son infrecuentes, como ‘malquerer’ o ‘adentrarse’; al fin y al cabo era profesora universitaria, de Filología Inglesa, me había dicho, enseñaba la lengua; por fuerza tenía que leer y traducir mucho—. Exagerando un poco, ese hombre tiene para mí el mismo valor que una cornisa que se desprende y te cae en la cabeza justo cuando pasas debajo, podías no haber pasado en ese instante: un minuto antes y ni te habrías enterado. O que una bala perdida proveniente de una cacería, disparada por un inexperto o un imbécil, podías no haber ido ese día al campo. O que un terremoto que te pilla en un viaje, podías no haber ido a ese sitio. No, odiarlo no sirve, no consuela ni da fuerzas, no me reconforta esperar que lo condenen ni desear que se pudra en la cárcel. Tampoco es que le tenga lástima, claro, no puedo tenérsela. Lo que sea de él me es indiferente, a Miguel no me lo va a devolver nada ni nadie. Supongo que irá a una institución psiquiátrica, si es que aún existen, no sé qué se hace con los desequilibrados que cometen delitos de sangre. Supongo que lo quitarán de la circulación por ser un peligro y para evitar que repita lo que ha hecho. Pero no busco su castigo, sería como caer en la estupidez de los ejércitos de antes, que arrestaban e incluso ejecutaban a un caballo que hubiera tirado a un oficial al suelo ocasionándole la muerte, cuando el mundo era más ingenuo. Tampoco puedo tomarla con todos los mendigos y los sin techo. Me dan miedo ahora, eso sí. Cuando veo a uno procuro alejarme o cruzar de acera, es un acto reflejo justificado, que me durará para siempre. Pero eso es algo distinto. Lo que no puedo es dedicarme a odiarlos activamente, como sí podría odiar a unos empresarios rivales que le hubieran mandado a un sicario, no sé si sabes que eso es cada vez más común, también en España, individuos que hacen venir a un asesino de fuera, un colombiano, un serbio, un mexicano, para que quite de en medio a quien les hace demasiada competencia y les impide expandirse, o un mero negocio. Traen a un tipo, hace su trabajo, le pagan y se larga, todo en un día o dos, nunca los encuentran, son discretos y profesionales, son asépticos y no dejan rastro, cuando se levanta el cadáver ellos ya están en el aeropuerto o volando de regreso. Casi nunca hay manera de probar nada, menos aún quién lo ha contratado, quién lo ha inducido o le ha dado la orden. Si hubiera pasado algo así, ni siquiera podría odiar mucho a ese sicario abstracto, le habría tocado a él la china como podría haberle tocado a otro, al que estuviera libre; no habría conocido a Miguel ni habría tenido nada en su contra, personalmente. Pero sí a los inductores, tendría la posibilidad de sospechar de unos y otros, de cualquier competidor o resentido o damnificado, todo empresario hace víctimas sin querer o queriendo; y hasta de los colegas amigos, como leí el otro día una vez más, en el Covarrubias. —Luisa vio mi cara de conocimiento sólo vago—. ¿No lo conoces? El Tesoro de la lengua castellana o española, fue el primer diccionario, de 1611, lo escribió Sebastián de Covarrubias. —Se levantó y trajo un voluminoso libro verde que tenía a mano y buscó entre sus páginas—. Tuve que consultar la palabra ‘envidia’ para cotejar con la definición inglesa, y mira cómo termina la suya. —Y me leyó en voz alta—. ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más perjudiciales que los enemigos declarados.’ Y ese saber venía ya de más antiguo, porque mira lo que añade: ‘Esta materia es lugar común, y tratada de muchos; no es mi intento traspalar lo que otros han juntado. Quédese aquí’. —Y cerró el libro y volvió a sentarse, con él en el regazo, asomaban papelitos de no pocas de sus páginas—. Mi mente estaría ocupada en otra cosa, y no sólo en el lamento y en la añoranza. Lo añoro sin parar, ¿sabes? Lo añoro al despertarme y al acostarme y al soñar y todo el día en medio, es como si lo llevara conmigo incesantemente, como si lo tuviera incorporado, en mi cuerpo. —Se miró los brazos, como si la cabeza de su marido reposara en ellos—. Hay gente que me dice: ‘Quédate con los buenos recuerdos y no con el último, piensa en lo mucho que os habéis querido, piensa en tantos momentos fantásticos que otros ni siquiera han conocido’. Es gente bienintencionada, que no alcanza a entender que todos los recuerdos están teñidos ahora por este final triste y sangriento. Cada vez que me acuerdo de algo bueno, al instante se me aparece la imagen última, la de su muerte gratuita y cruel, tan fácilmente evitable, tan tonta. Sí, es lo que llevo peor: tan sin culpable y tan tonta. Y el recuerdo se enturbia y se hace malo. En realidad ya no me queda ninguno bueno. Todos me resultan ilusos. Todos se han contaminado.