Luisa se detuvo y bebió otro sorbo de su copita, fue un gesto más maquinal que otra cosa, de hecho le quedaba sólo una gota. No tenía los ojos idos, sino encendidos, como si las figuraciones, lejos de abstraerla, la pusieran alerta y le dieran momentánea fuerza y la hicieran sentirse más en el mundo real, aunque fuera un mundo real ya pasado. Yo no la conocía apenas, pero iba teniendo la sensación de que su presente le causaba tanto desconcierto que en él era mucho más vulnerable y lánguida que cuando se instalaba en el pasado, incluso en el instante más doloroso y final del pasado, como acababa de hacer ahora. Sus ojos castaños eran bonitos con aquel fulgor, rasgados, uno visiblemente más grande que el otro sin que eso se los afeara en modo alguno, tenían intensidad y viveza mientras ella se ponía en el lugar de Desvern moribundo. Sin duda era una mujer casi guapa, hasta en medio de sus penalidades; cuánto más cuando se la veía alegre, como yo la había visto tantas mañanas.

—Pero él no pudo pensar nada de eso, si no entendí mal lo que traía el periódico —me atreví a apuntar. No sabía qué decir o no había que decir nada, pero tampoco me pareció adecuado permanecer callada.

—No, claro que no —me contestó con celeridad y un leve dejo de desafío—. No lo pudo pensar mientras lo trasladaban al hospital, porque para entonces ya estaba inconsciente y la conciencia no volvió a recobrarla. Pero sí quizá algo parecido, anticipándose, mientras aún lo estaban apuñalando. No dejo de representarme ese momento, esos segundos, los que durara el ataque hasta que él parara de defenderse y ya no se diera cuenta de nada, hasta que perdiera el sentido y ya no experimentara nada, ni desesperación ni dolor ni... —Buscó un instante qué más podría haber experimentado justo antes de caer semimuerto—. Ni despedida. Yo jamás había pensado los pensamientos de nadie, lo que pueda pensar otro, ni siquiera él, no es mi estilo, carezco de imaginación, mi cabeza no da para eso. Y ahora, en cambio, lo hago casi todo el rato. Ya te digo, se me ha alterado el cerebro, y es como si no me reconociera; o a lo mejor, también se me ocurre, como si no me hubiera conocido durante toda mi vida anterior, y tampoco Miguel me hubiera conocido entonces: en realidad no habría podido y habría estado fuera de su alcance, ¿no es extraño?, si la verdadera fuera esta que asocia cosas continuamente, cosas que hace unos meses me habrían parecido dispares e inasociables. Si soy la que soy a raíz de su muerte, para él he sido siempre otra distinta, y habría seguido siendo la que ya no soy, indefinidamente, de haber continuado él con vida. No sé si me entiendes —añadió percatándose de que lo que explicaba era abstruso.

Para mí era casi un trabalenguas, pero más o menos se lo entendía. Pensé: ‘Esta mujer está muy mal, y no es para menos. Su tristeza ha de ser inabarcable, y debe de pasarse el día y la noche dándole vueltas a lo sucedido, imaginándose los últimos instantes conscientes de su marido, preguntándose qué pudo pensar, cuando seguramente no le dio tiempo más que a intentar esquivar los primeros navajazos y a tratar de huir y de zafarse, no me parece probable que le dedicara a ella un pensamiento ni tan siquiera medio, debió de estar sólo concentrado en su avistada muerte y en hacer el máximo por evitarla, y si algo más le cruzó por la mente hubo de ser su estupefacción y su incredulidad y su incomprensión infinitas, pero qué está pasando y cómo es posible, qué hace este hombre y por qué me acuchilla, por qué me ha elegido a mí entre millones y con quién maldito me confunde, no se da cuenta de que no soy yo el causante de sus males, y qué ridículo, qué penoso y estúpido morir así, por una equivocación u obcecación ajena, con esta violencia y a manos de un desconocido o de un personaje tan secundario en mi vida que no le había prestado atención apenas y solamente a instancias suyas, por sus intromisiones y sus destemplanzas, por habérsenos hecho molesto y haber agredido a Pablo un día, un tipo con menos importancia que el farmacéutico de la esquina o el camarero de la cafetería en la que desayuno, alguien anecdótico, insignificante, como si me matara de pronto la Joven Prudente que también está allí todas las mañanas y con la que jamás he cruzado una palabra, personas que son sólo figurantes borrosos o presencias marginales, que habitan en un rincón o en el fondo oscurecido del cuadro y que si desaparecen no echamos de menos ni casi nos percatamos, esto no puede estar sucediendo porque es demasiado absurdo y una mala suerte inconcebible, y encima no voy a poder contárselo a nadie, lo único que muy débilmente nos compensa de las mayores desgracias, uno no sabe nunca qué o quién adoptará el disfraz o la forma de su muerte individual y única, siempre única aunque uno deje el mundo a la vez que otros muchos en una catástrofe masiva, pero tiene ciertas previsiones, una enfermedad heredada, una epidemia, un accidente de coche, uno aéreo, el desgaste de un órgano, un atentado terrorista, un derrumbamiento, un descarrilamiento, un infarto, un incendio, unos ladrones violentos que irrumpen de noche en su casa tras haber planeado el asalto, incluso alguien con quien el azar lo junta en un peligroso barrio en el que se adentró por descuido nada más llegar a una ciudad aún no explorada, en lugares así me he visto en mis viajes, sobre todo cuando era más joven y me desplazaba mucho y me arriesgaba, he notado que algo podía pasarme por imprudencia y desconocimiento en Caracas y en Buenos Aires y en México, en Nueva York y en Moscú y en Hamburgo y hasta en la propia Madrid, pero no aquí sino en otras calles más pendencieras o humilladas o sombrías, no en esta zona tranquila, luminosa y acomodada que es la mía más o menos y que me conozco al dedillo, no al bajarme de mi coche como tantos otros días, por qué hoy y no ayer ni mañana, por qué hoy y por qué yo, podía haberle tocado a otro cualquiera y hasta al mismísimo Pablo fácilmente, que había tenido ya un altercado mucho más serio que el mío, si le hubiera puesto la denuncia cuando esta bestia le pegó el puñetazo, fui yo quien le aconsejó dejarlo, imbécil de mí, me daba lástima este hombre que ni sé cómo se llama y en cambio nos lo habríamos quitado de en medio, y yo tuve mi aviso ayer mismo ahora que lo pienso, fue ayer cuando me increpó y me negué a darle importancia y me apresuré a olvidarlo, debería haber temido y haber sido más cauteloso, no haber aparecido por su territorio durante varios días o hasta que me hubiera quitado de su punto de mira, no haberme puesto hoy a tiro de este demente furioso al que le ha dado por clavarme una y otra vez su navaja que además estará sucísima pero eso es ya lo de menos, no hará falta una infección para mi muerte, me matan más rápido la punta y el filo que hurgan y se retuercen en el interior de mi cuerpo, huele mal todo este hombre, está tan cerca, hará siglos que no se lava, no tendrá dónde, metido siempre en su automóvil abandonado, no me quiero morir con este olor, uno no elige, por qué ha de ser lo último con lo que me envuelva la tierra antes de despedirme, eso y el olor a sangre que ya me invade, olor a hierro y de infancia, que es cuando más se sangra, es la mía, no puede ser otra, la suya, yo no he herido a este loco, es muy fuerte y es nervioso y yo no he podido con él, no tengo con qué rajarlo y él sí me ha abierto y traspasado la piel y la carne, por estos boquetes se me va la vida y me voy desangrando, cuántos van, nada hay que hacer, cuántos van, se me ha acabado’. Y a continuación pensé también: ‘Pero él no pudo pensar nada de eso. O quizá sí, concentradamente’.

—No soy quién para darle consejos a nadie —le dije entonces a Luisa, tras mi prolongado silencio—, pero creo que no deberías pensar tanto en lo que pasó por su cabeza en aquellos momentos. Al fin y al cabo fueron muy breves, en el conjunto de su vida casi inexistentes, quizá no le diera tiempo a pensar nada. No tiene sentido que a ti te duren, en cambio, todos estos meses y quién sabe si más, qué ganas con ello. Y tampoco él gana nada. Por mucho que le des vueltas, lo que no puedes conseguir es haberlo acompañado en aquellos momentos, ni haber muerto con él, ni en su lugar, ni salvarlo. Tú no estabas allí, tú no sabías, eso no puedes cambiarlo aunque te esfuerces. —Me di cuenta de que había sido yo quien se había espaciado más rato en esos pensamientos prestados, bien es verdad que incitada o contagiada por ella, es muy aventurado meterse en la mente de alguien imaginariamente, luego cuesta salir a veces, supongo que por eso tan poca gente lo hace y casi todo el mundo lo evita y prefiere decirse: ‘No soy yo quien está ahí, a mí no me toca vivir lo que le pasa a este, y a santo de qué voy a añadirme sus padecimientos. Ese mal trago no es mío, cada cual beba los suyos’—. Fuera lo que fuese, además, ya pasó, ya no es, ya no cuenta. Él ya no lo está pensando ni está sucediendo.