Me di cuenta de que con mi penúltima frase también la había matado a ella, había utilizado el tiempo pretérito para referirme a los dos, no sólo al difunto. Busqué cómo arreglarlo pero no se me ocurrió ninguna manera que no complicara innecesariamente las cosas o no fuera muy torpe. Supuse que me habría entendido: los dos como pareja me resultaban gratos, y como tal ya no existían. Entonces pensé que quizá le había subrayado lo que ella procuraba suspender o confinar a una especie de limbo a cada instante, pues le sería imposible olvidarlo o negárselo: que en ningún caso eran dos, y ella no formaba ya parte de ninguna pareja. Iba a añadir: ‘Nada más, no la entretengo, sólo quería decirle eso’, y a darme media vuelta y marcharme, cuando Luisa Alday se puso en pie sonriendo —era una sonrisa abierta que no podía evitar, aquella mujer no tenía doblez ni malicia, hasta podía ser ingenua— y me cogió afectuosamente del hombro y me dijo:

—Sí, claro que te conocemos de vista, también nosotros. —Me tuteó sin dudarlo pese a mi tratamiento inicial, éramos de la misma edad más o menos, quizá me llevaba un par de años; habló en plural y en presente de indicativo, como si aún no se hubiera acostumbrado a ser una en la vida, o acaso como si se considerara ya del otro lado, tan muerta como su marido y por tanto en la misma dimensión o territorio: como si no se hubiera separado de él todavía en todo caso, y no viera razón alguna para renunciar a aquel ‘nosotros’ que seguramente la había conformado durante casi un decenio y del que no iba a desprenderse en unos míseros tres meses. Aunque a continuación sí pasó al imperfecto, quizá el verbo se lo exigía—. Te llamábamos la Joven Prudente. Ya ves, hasta tenías nombre para nosotros. Gracias por lo que me has dicho, ¿no quieres sentarte? —Y me señaló una de las sillas que habían ocupado sus hijos, mientras mantenía su mano en mi hombro, ahora tuve la sensación de que le era un sostén o un asidero. Estuve segura de que, de haber hecho yo un mínimo gesto de aproximación, se me habría abrazado naturalmente. Se la veía frágil, como un espectro reciente que vacila y no se ha convencido aún de serlo.

Miré el reloj, ya era tarde. Quería preguntarle por aquel apodo mío, me sentí sorprendida y levemente halagada. Se habían fijado en mí, se referían a mí, me tenían identificada. Sonreí sin querer, las dos sonreíamos con una alegría tímida, la de dos personas que se reconocen en medio de unas circunstancias tristísimas.

—¿La Joven Prudente? —dije.

—Sí, eso es lo que nos pareces. —De nuevo volvió al presente de indicativo, como si Deverne estuviera en casa y siguiera vivo o ella no pudiera arrancarse de él más que en algunos conceptos—. ¿No te habrá molestado, por favor, espero? Pero siéntate.

—No, cómo va a molestarme, yo también los llamaba a ustedes algo, mentalmente. —No era que no quisiera tutearla a mi vez, sino que no me atrevía a hacerlo con el marido, y en esa frase había vuelto a incluirlo. Tampoco puede uno referirse por el nombre de pila a un muerto al que no ha conocido. O no debe, hoy nadie observa estos matices, todo el mundo se toma confianzas—. Ahora no puedo quedarme, cuánto lo siento, tengo que entrar al trabajo. —Volví a mirar el reloj maquinalmente o para corroborar mi prisa, sabía bien qué hora era.

—Claro. Si quieres quedamos más tarde, pásate por casa, ¿a qué hora sales? ¿En qué trabajas? ¿Y cómo nos llamabas? —Me tenía aún la mano en el hombro, no noté conminación, más bien ruego. Un ruego superficial, eso sí, del momento. Si le decía que no, probablemente a la tarde ya se habría olvidado de nuestro encuentro.

No contesté a su penúltima pregunta —no había tiempo— y menos aún a la última: decirle que para mí eran la Pareja Perfecta podría haberle añadido dolor y amargura, al fin y al cabo iba a quedarse sola de nuevo, en cuanto yo me fuera. Pero le dije que sí, que me pasaría a la salida del trabajo si le venía bien, a media tarde, hacia las seis y media o las siete. Le pregunté las señas, me las dio, era bastante cerca. Me despedí posando mi mano en la suya un instante, la que me tocaba el hombro, y aproveché el contacto para apretársela y retirársela luego, ambas cosas suavemente, parecía agradecer que lo hubiera, algún contacto. Ya me disponía a cruzar la calle cuando caí en la cuenta. Tuve que volver sobre mis pasos.

—Qué tonta soy, se me había olvidado —le dije—. No sé cómo te llamas.

Sólo entonces me enteré, su nombre no había aparecido en ningún periódico y yo no había visto las esquelas.

—Luisa Alday —me contestó—. Luisa Desvern —se corrigió. En España la mujer no pierde el apellido de soltera al casarse, me pregunté si habría decidido llamarse ahora así, como un acto de lealtad u homenaje—. Bueno, sí, Luisa Alday —rectificó, repitió. Seguro que se había pensado así siempre—. Has hecho bien en acordarte, porque en el portal no figura Miguel, sólo yo. —Se quedó pensativa y añadió—: Era una precaución suya, su apellido se asocia a negocios. Mira de lo que ha servido.

—Lo más extraño de todo es que me ha cambiado el pensamiento —me dijo también aquella tarde o cuando ya se hizo de noche en el salón de su casa, Luisa sentada en el sofá y yo en una butaca cercana, le había aceptado un oporto, que era lo que había decidido tomar ella; lo bebía a sorbos pequeños pero frecuentes, se había ido sirviendo y ya llevaba tres copitas, si no me equivocaba; sabía cómo cruzar las piernas naturalmente, le quedaban elegantes siempre, iba alternándolas, ahora la derecha encima, ahora la izquierda, ese día vestía falda y calzaba zapatos escotados y acharolados negros de tacón bajo aunque muy fino, le daban un aspecto de norteamericana educada, las suelas eran en cambio muy claras, casi blancas, como si fueran de zapatos sin estrenar, hacían contraste; de vez en cuando entraban los niños o uno de ellos a contar o a preguntar o a dirimir algo, veían la televisión en una habitación contigua, era como una extensión del salón ya que carecía de puerta, Luisa me había explicado que tenían otro aparato en la alcoba de la niña, pero ella prefería que no anduvieran lejos y poder oírlos, por si pasaba algo o se peleaban y también por la compañía, es decir, los obligaba a estar al lado, si no a la vista sí al oído, al fin y al cabo no le impedían concentrarse porque le era imposible concentrarse en nada, a eso había renunciado para siempre, creía que sería para siempre, a leer un libro o ver una película enteros, a preparar una clase de otro modo que no fuera a salto de mata o en el taxi camino de la Facultad, y sólo lograba escuchar música a ratos, piezas breves o canciones o un solo movimiento de una sonata, cualquier cosa larga la cansaba e impacientaba; alguna serie de televisión también seguía, los episodios no duran mucho, se las compraba ahora en DVD para poder retroceder cuando se despistaba, le costaba mantener la atención, la mente se le iba a otros sitios, o siempre al mismo, a Miguel, a la última vez que lo había visto con vida que también era la última que yo lo había visto, al parquecito apacible de la Escuela de Ingenieros de la Castellana, junto al que lo habían apuñalado y apuñalado y apuñalado con una navaja tipo mariposa de las que por lo visto están prohibidas—. No sé, es como si tuviera otra cabeza, se me ocurren continuamente cosas que antes nunca habría pensado —decía con sincera extrañeza, los ojos muy abiertos, rascándose una rodilla con las yemas de los dedos como si le picara, seguramente era inquietud del ánimo tan sólo—. Como si fuera otra persona desde entonces, u otro tipo de persona, con una configuración mental desconocida y ajena, alguien dado a hacer asociaciones y a sobresaltarse con ellas. Oigo la sirena de una ambulancia o de la policía o de los bomberos y pienso en quién se estará muriendo o quemando o a lo mejor asfixiando, y al instante me viene la idea angustiosa de que cuantos oyeran la de los guardias que se presentaron allí para detener al gorrilla, o la de la UVI móvil del Samur que asistió y recogió a Miguel en la calle, lo harían distraídamente o incluso sintiéndolas como un incordio, qué manera de pitar, ya sabes, lo que normalmente nos decimos todos, qué exageración, vaya estrépito, seguro que no será para tanto. Casi nunca nos preguntamos con qué desgracia concreta se corresponden, son un sonido familiar de la ciudad y además un sonido sin contenido específico, una mera molestia ya vacía o abstracta. Antes, cuando no había muchas ni pitaban tan fuerte, ni se sospechaba que los conductores las utilizaran sin causa, para ir más rápido y que les abran paso, la gente se asomaba a los balcones para saber qué ocurría, e incluso confiaba en que se lo contaran los periódicos del día siguiente. Ahora ya no nos asomamos nadie, esperamos a que se alejen y a que saquen de nuestro campo auditivo al enfermo, al accidentado, al herido, al casi muerto, para que así no nos conciernan ni nos pongan los nervios de punta. Ahora ya he vuelto a no asomarme, pero durante las primeras semanas tras la muerte de Miguel no podía evitar abalanzarme a un balcón o a una ventana e intentar divisar el coche de policía o la ambulancia para seguir su recorrido con la mirada hasta donde pudiera, pero la mayor parte de las veces uno no los ve desde la casa, sólo los oye, de modo que lo dejé estar al poco tiempo, y sin embargo, cada vez que suena una, todavía interrumpo lo que esté haciendo y estiro el cuello y escucho hasta que desaparece, las escucho como si fueran lamentos y ruegos, como si cada una dijera: ‘Por favor, soy un hombre muy grave que se debate entre la vida y la muerte y además no tengo culpa, no he hecho nada para que me acuchillen, bajé de mi coche como tantos días y de repente noté un aguijón en la espalda, y luego otro y otro y otro en otras partes del cuerpo y ni siquiera sé cuántos, me di cuenta de que sangraba por los cuatro costados y de que me tocaba morirme sin haberme hecho a la idea ni habérmelo yo buscado. Déjenme pasar, se lo suplico, ustedes no llevan ni la mitad de prisa, y si hay una posibilidad de salvarme depende de que llegue a tiempo. Hoy es mi cumpleaños y mi mujer no sabe nada, aún me estará aguardando sentada en un restaurante y dispuesta a celebrarlo, me debe de tener un regalo, una sorpresa, no permitan que me encuentre ya muerto’.