Una UVI móvil del Samur se había desplazado a toda velocidad al lugar de los hechos. Sus miembros le habían practicado a Desvern ‘las primeras curas’, pero ante su gravedad extrema, y tras ‘estabilizarlo’, lo trasladaron de urgencia al Hospital de La Luz —pero según un par de diarios había sido al de La Princesa, ni siquiera en eso eran unánimes—, donde ingresó inmediatamente en el quirófano, con parada cardiorrespiratoria y en estado crítico. Se debatió durante cinco horas entre la vida y la muerte, sin recobrar en ningún instante el conocimiento, y finalmente ‘se venció a última hora de la tarde, sin que los médicos pudieran hacer nada por salvarlo’.

Todos estos datos estaban repartidos en dos días, los dos siguientes al asesinato. Luego la noticia había desaparecido por completo de los periódicos, como suele ocurrir con todas actualmente: la gente no quiere saber por qué pasó nada, sólo que pasó y que el mundo está lleno de imprudencias, peligros, amenazas y mala suerte que a nosotros nos rozan y en cambio alcanzan y matan a nuestros semejantes descuidados, o quizá no elegidos. Se convive sin problemas con mil misterios irresueltos que nos ocupan diez minutos por la mañana y a continuación se olvidan sin dejarnos escozor ni rastro. Precisamos no ahondar en nada ni quedarnos largo rato en ningún hecho o historia, que se nos desvíe la atención de una cosa a otra y que se nos renueven las desgracias ajenas, como si después de cada una pensáramos: ‘Ya, qué espanto. Y qué más. ¿De qué otros horrores nos hemos librado? Necesitamos sentirnos supervivientes e inmortales a diario, por contraste, así que cuéntennos atrocidades distintas, porque las de ayer ya las hemos gastado’.

Curiosamente, en esos dos días se decía poco del muerto, sólo que era hijo de uno de los fundadores de la conocida distribuidora cinematográfica y que trabajaba en la empresa familiar, ya casi convertida en emporio gracias a su crecimiento constante de décadas y a sus múltiples ramificaciones, que incluían hasta compañías aéreas de bajo coste. En las fechas posteriores no parecía haberse publicado ninguna necrológica de Deverne en ningún sitio, ninguna rememoración o evocación escrita por un amigo o compañero o colega, ninguna semblanza que hablara de su carácter y de sus logros personales, lo cual era bastante extraño. Cualquier empresario con dinero, más aún si está relacionado con el cine y aunque no sea famoso, tiene contactos en la prensa, o amistades que los tengan, y no resulta difícil que alguna de éstas, con la mejor voluntad, coloque un sentido obituario de homenaje y elogio en algún diario, como si eso pudiera compensar un poco al difunto o su falta fuera un agravio añadido (tantas veces nos enteramos de la existencia de alguien solamente cuando ésta ha cesado, y de hecho porque ha cesado).

De modo que la única foto visible era la que un reportero muy raudo le había hecho tendido en el suelo, antes de que se lo llevaran, mientras lo asistían al raso. Por fortuna se veía mal en Internet, una reproducción de mala calidad y muy pequeña, porque esa foto me pareció una canallada para un hombre como él, siempre tan alegre e impecable en vida. No la miré apenas, no quise hacerlo, y ya había tirado el periódico en el que la había vislumbrado en su día, más grande, sin percatarme de quién era ni querer tampoco detenerme en ella. De haber sabido entonces que no era un completo desconocido, sino una persona que veía a diario con complacencia y una especie de agradecimiento, la tentación de fijarme habría sido demasiado fuerte para resistirme, pero luego habría apartado la vista con más indignación y espanto de los que ya sentí sin reconocerlo. No sólo lo matan a uno en la calle de la peor manera y por sorpresa, sin ni siquiera haberlo temido, sino que, precisamente por ser en la calle —‘en un lugar público’, como se dice reverencial y estúpidamente—, se permite luego exhibir ante el mundo el indigno estropicio que le han hecho. Ahora, en la foto de reducido tamaño que Internet mostraba, se lo reconocía mal, o sólo porque se me aseguraba en el texto que aquel muerto o premuerto era Desvern. A él le habría horrorizado, en todo caso, verse o saberse así expuesto, sin chaqueta ni corbata ni tan siquiera camisa o con ésta abierta —no se distinguía bien, y dónde habrían ido a parar sus gemelos si se la habían quitado—, lleno de tubos y rodeado de personal sanitario manipulándolo, con sus heridas al descubierto, en medio de la calle sobre un charco de sangre y llamando la atención de los transeúntes y los automovilistas, inconsciente y desmadejado. También a su mujer le habría horrorizado esa imagen, si la había visto: no habría tenido tiempo ni ganas de leer los periódicos del día siguiente, era lo más probable. Mientras uno llora y vela y entierra y no comprende, y además ha de dar explicaciones a unos niños, no está para nada más, el resto no existe. Pero tal vez sí la había visto más adelante, acaso había tenido la misma curiosidad que yo una semana después y había entrado en Internet para saber qué habían sabido las demás personas en el momento, no sólo las allegadas sino también las desconocidas como yo. Qué efecto les podía haber hecho. Sus amistades menos cercanas se habrían enterado por la prensa, por aquella noticia local madrileña o por una esquela, debía de haber aparecido alguna en algún diario, o varias, como suele ser la norma cuando muere un adinerado. Esa foto, en todo caso, principalmente esa foto —también la manera de morir infame y absurda, o cómo decir, teñida además de miseria— era lo que le había permitido a Beatriz referirse a él como a ‘el pobre hombre’. A nadie se le habría ocurrido llamarle eso en vida, ni siquiera un minuto antes de bajarse del coche en una zona apacible y encantadora, junto a los jardincillos de la Escuela de Ingenieros Industriales, allí hay árboles frondosos y un quiosco de bebidas con unas mesas y unas sillas en las que más de una vez yo me he sentado con mis sobrinos niños. Ni tan siquiera un segundo antes de que Vázquez Canella abriera su navaja de mariposa, hace falta ser ducho para abrir una de esas con su doble mango, tengo entendido que no se venden en cualquier sitio o que están medio prohibidas. Y ahora en cambio quedaba como tal para siempre, sin posible vuelta de hoja: pobre Miguel Deverne sin suerte. Pobre hombre.

—Sí, era el día de su cumpleaños, ¿puedes creértelo? El mundo deja entrar y hace salir a las personas demasiado en desorden para que alguien nazca y muera en la misma fecha, con cincuenta años por medio, justo cincuenta. No tiene el menor sentido, precisamente por parecer que lo tiene. Podría no haber sido así, era tan fácil que no hubiera ocurrido. Podría haber sido cualquier otro día, o no haber sido ninguno. Lo que tocaba es que no fuera. En absoluto. Que no fuera.

Pasaron varios meses hasta que volví a verla a ella, a Luisa Alday, y alguno más hasta que supe su nombre, ese nombre, y me dijo esas palabras junto con muchas otras. No supe entonces si es que hablaba continuamente de lo que le había pasado, con cualquiera dispuesto a escucharla, o si es que en mí había encontrado una persona con la que le era cómodo desahogarse, alguien desconocido y que no contaría lo oído a nadie cercano a ella y cuyo trato incipiente podía interrumpir en cualquier momento sin explicaciones ni consecuencias, y a la vez compasivo y leal y curioso y cuyo rostro le era nuevo a la vez que vagamente familiar y asociado a los tiempos sin brumas, aunque yo hubiera creído durante muchas mañanas que ella apenas había reparado en mí, aún menos que su marido.

Luisa reapareció un día a la vuelta del verano, ya entrado septiembre, a la hora acostumbrada y en compañía de dos amigas o compañeras de trabajo, todavía estaba puesta la terraza y yo la vi llegar desde mi mesa y sentarse o más bien dejarse caer sobre una silla, una de las amigas le cogió con solicitud maquinal el antebrazo, como si temiera que fuera a perder el equilibrio y tuviera su fragilidad asumida. Estaba delgadísima y desmejorada, con una de esas palideces profundas, vitales, que acaban por desdibujar todos los rasgos, como si no sólo la piel hubiera perdido el color y el lustre, sino también el pelo, las cejas, las pestañas, los ojos, la dentadura y los labios, todo mate y difuminado. Parecía estar allí de prestado, quiero decir aquí en la vida. Ya no hablaba con viveza, como hacía con su marido, sino con una falsa naturalidad que denotaba sentido de la obligación y desgana. Pensé que acaso estaba medicada. Se habían puesto bastante cerca de mí, con sólo una mesa vacía por medio, así que pude oír retazos de su conversación, más a las amigas que a ella, cuyo tono de voz era apagado. Ellas le hacían consultas o preguntas sobre los detalles de un funeral, el de Desvern sin duda, no supe si es que iba a celebrarse uno para conmemorar los tres meses de su muerte (estarían a punto de cumplirse, calculé) o si es que era el primero, no celebrado en su día, al cabo de una o dos semanas como aún es a veces costumbre, en Madrid al menos. Quizá ella no había tenido fuerzas entonces, o las circunstancias truculentas lo habían hecho desaconsejable —la gente nunca se abstiene de inquirir en esos actos sociales, ni de propalar rumores— y aún estaba pendiente si la familia era tradicional. Quizá alguien protector —por ejemplo un hermano, o sus padres, o una amiga— se la había llevado de Madrid en seguida tras el entierro, para que se fuera haciendo a la ausencia en la distancia, sin que se la subrayaran o agudizaran los escenarios conyugales, en realidad un aplazamiento inútil del horror que la aguardaba. Lo más que le oía decir a ella era: ‘Sí, así me parece bien’, o ‘Como digáis vosotras, que tenéis la cabeza más clara’, o ‘Que el cura sea breve, a Miguel le caían regular, lo ponían un poco nervioso’, o ‘No, Schubert no, está demasiado poseído por la muerte y ya tenemos bastante con la nuestra’.