Me llevé la novelita de Balzac (sí, sé francés) porque él la había leído y me había hablado de ella, y cómo no interesarme por lo que le había interesado a él si estaba en la fase del enamoramiento en que éste es una revelación. También por curiosidad: quería averiguar qué le había ocurrido al Coronel, aunque ya suponía que no habría terminado bien, que no habría reconquistado a su mujer ni recuperado su fortuna ni su dignidad, que acaso habría añorado su condición de cadáver. No había leído nunca nada de ese autor, era un nombre célebre más al que como a tantos otros no me había asomado, es verdad que el trabajo en una editorial impide conocer, paradójicamente, casi todo lo valioso que la literatura ha creado, lo que el tiempo ha sancionado y autorizado milagrosamente a permanecer más allá de su brevísimo instante que cada vez se hace más breve. Pero además me intrigaba saber por qué Díaz-Varela se había fijado y detenido tanto en ella, por qué lo había llevado a esas reflexiones, por qué la utilizaba como demostración de que los muertos están bien así y nunca deben volver, aunque su muerte haya sido intempestiva e injusta, estúpida, gratuita y azarosa como la de Desvern, y aunque ese riesgo no exista, el de su reaparición. Era como si temiera que en el caso de su amigo esa resurrección fuera posible y quisiera convencerme o convencerse del error que significaría, de su inoportunidad, y aun del mal que ese regreso haría a los vivos y también al difunto, como irónicamente había llamado Balzac al superviviente y fantasmal Chabert, de los padecimientos superfluos que les causaría a todos, como si los verdaderos muertos aún pudieran padecer. Asimismo me daba la impresión de que Díaz-Varela se esforzaba por suscribir y dar por cierta la visión pesimista del abogado Derville, sus ideas sombrías sobre la capacidad infinita de los individuos normales (de ti, de mí) para la codicia y el crimen, para anteponer sus intereses mezquinos a cualquier otra consideración de piedad, afecto y hasta temor. Era como si quisiera verificar en una novela —no en una crónica ni en unos anales ni en un libro de historia—, persuadirse a través de ella de que la humanidad era así por naturaleza y lo había sido siempre, de que no había escapatoria y de que no cabía esperar más que las mayores vilezas, las traiciones y las crueldades, los incumplimientos y los engaños que brotaban y se cometían en todo tiempo y lugar sin necesidad de ejemplos previos ni de modelos que imitar, sólo que la mayoría quedaban en secreto, encubiertos, eran subrepticios y jamás salían a la luz, ni siquiera al cabo de cien años, que es justamente cuando a nadie le preocupa saber lo que aconteció tanto tiempo atrás. Y no había llegado a decirlo, pero era fácil deducir que ni siquiera creía que hubiera muchas excepciones, aunque quizá sí unas pocas de los seres cándidos, sino más bien que donde parecía haberlas lo que en verdad solía haber era mera falta de imaginación o de audacia, o bien mera incapacidad material para llevar a cabo el desvalijamiento o el crimen, o bien ignorancia nuestra, desconocimiento de lo que la gente había hecho o planeado o mandado ejecutar, conseguida ocultación.

Al llegar al final de la novela, a las palabras de Derville que Díaz-Varela me había recitado improvisando en español, me llamó la atención que hubiera incurrido en un error de traducción, o acaso era que había entendido mal, tal vez involuntariamente o tal vez a propósito para cargarse aún más de razón; quizá había querido o había optado por leer algo que no estaba en el texto y que, en su equivocada interpretación, deliberada o no, reforzaba lo que él trataba de suscribir y subrayaba lo despiadados que eran los hombres, o en este caso las mujeres. Él había citado así: ‘He visto a mujeres darle al niño de un primer lecho gotas que debían traerle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor’. Al oír esa frase se me había helado la sangre, porque suele estar fuera de nuestras cabezas la idea de que una madre haga distinciones entre sus criaturas, más aún que las haga en función de quiénes sean los padres, de cuánto hayan amado a uno o detestado o padecido a otro, y todavía más que sea capaz de causarle la muerte al primer vástago en beneficio del preferido, administrándole a aquél con añagaza un veneno, aprovechándose de su confianza ciega en la persona que lo trajo al mundo, que lo ha alimentado y cuidado y sanado durante su existencia entera, quizá en forma de curativas gotas contra la tos. Pero no era eso lo que decía el original, en la novela no se leía ‘J’ai vu des femmes donnant à l’enfant d’un premier lit des gouttes qui devaient amener sa mort... , sino ‘des goûts’, que no significa ‘gotas’ sino ‘gustos’, aunque aquí no cupiera traducirlo así, porque sería como mínimo ambiguo e induciría a confusión. Sin duda Díaz-Varela tenía mejor francés que yo, si había estudiado en el Liceo, pero me atreví a pensar que el equivalente más adecuado a lo que escribió Balzac sería algo semejante a esto: ‘He visto a mujeres inculcarle al hijo de un primer lecho aficiones’ (o quizá ‘inclinaciones’) ‘que debían acarrearle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor’. Bien mirado, tampoco era demasiado clara la frase según esta interpretación, ni demasiado fácil imaginarse a qué se refería exactamente Derville. ¿Darle, inculcarle aficiones que le acarrearían la muerte? ¿Acaso la bebida, el opio, el juego, una mentalidad criminal? ¿El gusto por el lujo sin el que ya no se podría pasar y que lo llevaría a delinquir para procurárselo, la lascivia enfermiza que lo expondría a infecciones o lo impulsaría a violar? ¿Un carácter tan medroso y débil que lo empujaría al suicidio al primer revés? Sí, era oscura y casi enigmática. Fuera lo que fuese, en todo caso, cuán a largo plazo se produciría esa deseada, esa maquinada muerte, cuán lento el plan, o prolongada la inversión. Y al mismo tiempo, de ser así, el grado de perversidad de esa madre sería mucho mayor que si se limitara a darle a su primogénito unas gotas asesinas disimuladas, que tal vez sólo un médico inquisitivo y terco sabría detectar. Hay una diferencia entre educar a alguien para su perdición y su muerte y matarlo sin más, y normalmente creemos que lo segundo es más grave y más condenable, la violencia nos horroriza, la acción directa nos escandaliza más, o acaso es que en ella no hay lugar para la duda ni para la excusa, quien la ejecuta o comete no puede parapetarse en nada, ni en el equívoco ni en el accidente ni en un mal cálculo ni en ningún error. Una madre que echó a perder a su hijo, que lo malcrió o desvió intencionadamente, siempre podría decir ante las consecuencias nefastas: ‘Ah no, yo no quería. Dios mío, qué torpe fui, ¿cómo imaginar este resultado? Siempre lo hice todo por amor excesivo y con la mejor intención. Si lo protegí hasta tornarlo cobarde, o le di caprichos hasta torcerlo y convertirlo en un déspota, fue buscando siempre su felicidad. Qué ciega y dañina fui’. Y aun sería capaz de llegar a creérselo ella misma, mientras que le sería imposible pensar o contarse nada parecido si el vástago hubiera muerto a sus manos, por obra suya y en el momento decidido por ella. Es muy distinto causar la muerte, se dice quien no empuña el arma (y nosotros seguimos su razonamiento sin advertirlo), que prepararla y aguardar a que venga sola o a que caiga por su propio peso; también que desearla, también que ordenarla, y el deseo y la orden se mezclan a veces, llegan a ser indistinguibles para quienes están acostumbrados a ver aquéllos satisfechos nada más expresarlos o insinuarlos, o a hacer que se cumplan nada más concebirlos. Por eso los más poderosos y los más arteros no se manchan nunca las manos ni casi tampoco la lengua, porque así les cabe la posibilidad de decirse en sus días más autocomplacientes, o en los más acosados y fatigados por la conciencia: ‘Ah, al fin y al cabo yo no fui. ¿Acaso estaba presente, acaso cogí la pistola, la cuchara, el puñal, lo que acabara con él? Ni siquiera estaba allí cuando murió’.