Empecé no a sospechar, pero sí a preguntarme, cuando una noche, tras volver de casa de Díaz-Varela de buen humor y animada, ya acostada frente a mis árboles agitados y oscuros, me sorprendí deseando, o fue más bien fantaseando con la posibilidad de que Luisa muriera y me dejara el campo libre con él, ella que no hacía nada por ocuparlo. Nos llevábamos bien, me interesaba cuanto me contaba o yo estaba dispuesta a que me interesase sin que me costara el menor esfuerzo lograrlo, y a él era evidente que le agradaba y divertía mi compañía, desde luego en la cama pero también fuera de ella, y es esto último lo determinante, o si lo primero es necesario no basta, es insuficiente sin lo segundo, y yo contaba con ambas ventajas. En momentos vanidosos tendía a pensar que, de no tener él aquella vieja fijación, aquella antigua pasión cerebral —no me atrevía a llamarlo aquel viejo proyecto, porque eso habría implicado sospecha y ésta aún no me había asaltado—, no sólo habría estado contento conmigo, sino que me le habría hecho imprescindible paulatinamente. A veces tenía la sensación de que no podía abandonarse conmigo —es decir, entregárseme— porque había decidido en su cabeza, hacía tiempo, que era Luisa la persona elegida, y además lo había sido con el convencimiento que otorga carecer de toda esperanza, cuando no existía la más remota posibilidad de ver cumplido su sueño y ella era la mujer de su mejor amigo al que los dos tanto querían. Tal vez hasta la había convertido en un pretexto ideal para no comprometerse nunca lo bastante con nadie, para saltar de una mujer a otra y que ninguna tuviera mucha duración ni importancia, porque él estaba mirando de reojo siempre hacia otro lado, o por encima de sus hombros mientras las abrazaba despierto (por encima de nuestros hombros, yo ya debía incluirme entre las así abrazadas). Cuando uno desea algo largo tiempo, resulta muy difícil dejar de desearlo, quiero decir admitir o darse cuenta de que ya no lo desea o de que prefiere otra cosa. La espera nutre y potencia ese deseo, la espera es acumulativa para con lo esperado, lo solidifica y lo vuelve pétreo, y entonces nos resistimos a reconocer que hemos malgastado años aguardando una señal que cuando por fin se produce ya no nos tienta, o nos da infinita pereza acudir a su llamada tardía de la que ahora desconfiamos, quizá porque no nos conviene movernos. Uno se acostumbra a vivir pendiente de la oportunidad que no llega, en el fondo tranquilo, a salvo y pasivo, en el fondo incrédulo de que nunca vaya a presentarse.

Pero ay, al mismo tiempo nadie renuncia a la oportunidad del todo, y ese picor nos desvela, o nos impide sumergirnos en el profundo sueño. Las cosas más improbables han sucedido, y eso todos lo intuimos, hasta los que no saben nada de historia ni de lo acontecido en el mundo anterior, ni siquiera de lo que ocurre en este, que avanza al mismo paso indeciso que ellos. Quién no ha asistido a algo así, a veces sin reparar en ello hasta que alguien nos lo señala con el dedo y le da formulación: el más torpe del colegio ha llegado a ministro y el holgazán a banquero, el individuo más tosco y feo tiene un éxito loco con las mejores mujeres, el más simple se convierte en escritor venerado y es candidato al Premio Nobel, como quizá lo sea de veras Garay Fontina, vendrá acaso el día en que lo llamarán de Estocolmo; la admiradora más pesada y vulgar logra acercarse a su ídolo y acaba casándose con él, el periodista corrupto y ladrón pasa por moralista y por paladín de la honradez, reina el más remoto y pusilánime de los sucesores al trono, el último de la lista y el más catastrófico; la mujer más cargante, engreída y despreciativa es adorada por las clases populares a las que aplasta y humilla desde su sillón de dirigente y que deberían odiarla, y el mayor imbécil o el mayor sinvergüenza son votados en masa por una población hipnotizada por la vileza o dispuesta a engañarse o quizá a suicidarse; el asesino político, en cuanto cambian las tornas, es liberado y aclamado como patriota heroico por la multitud que hasta entonces había disimulado su propia condición criminal, y el patán más clamoroso es nombrado embajador o Presidente de la República, o hecho príncipe consorte si por medio anda el amor, el casi siempre idiota y desatinado amor. Todos aguardan la oportunidad o se la buscan, a veces depende sólo de cuánta voluntad se ponga en la consecución de cada anhelo, cuánto afán y paciencia en la de cada propósito, por megalómano y descabellado que sea. Cómo no iba yo a acariciar la idea de que Díaz-Varela se quedara finalmente conmigo, porque se le abrieran los ojos o porque fracasara con Luisa pese a habérsele aparecido ahora la oportunidad y contar con el probable permiso, o aun con el encargo, de su difunto amigo Deverne. Cómo no iba yo a pensar que se me podría presentar la mía, si hasta el espectro anciano del Coronel Chabert creyó por un momento poder reincorporarse al estrecho mundo de los vivos y recuperar su fortuna y el afecto, aunque fuera filial, de su espantada mujer amenazada por su resurrección. Cómo no iba a pasárseme por la cabeza en noches ilusionadas, o de vaga embriaguez sentimental, si a nuestro alrededor vive gente de talento nulo que consigue convencer a sus contemporáneos de que lo posee inmenso, y majaderos y camelistas que aparentan con éxito, durante media o más vida, ser de una inteligencia extrema y se los escucha como a oráculos; si hay personas nada dotadas para aquello a lo que se dedican que sin embargo hacen en ello fulgurante carrera bajo el aplauso universal, al menos hasta su salida del mundo que acarrea su inmediato olvido; si hay gañanes descomunales que dictan la moda y la vestimenta de los educados, los cuales les hacen misterioso y absoluto caso, y mujeres y hombres desagradables y torcidos y malintencionados que levantan pasiones allí donde van; y si tampoco faltan los amores grotescos en sus pretensiones, condenados al descalabro y la burla, que acaban imponiéndose y realizándose contra todo pronóstico y razonamiento, contra toda apuesta y probabilidad. Todo puede acontecer, todo puede tener lugar, y quien más quien menos está al tanto de ello, por eso son pocos los que cejan en su gran empeño —aunque sea sesteante y venga y vaya—, entre los que tienen algún gran empeño, claro está, y esos nunca son tantos como para saturar el mundo de incesantes denuedo y confrontación.

Pero a veces basta con que alguien se aplique en exclusiva y con todas sus fuerzas a ser algo determinado o a alcanzar una meta para que acabe siéndolo o alcanzándola, pese a tener todos los elementos objetivos en contra, pese a no haber nacido para eso o no haberlo llamado Dios por esa senda, como se decía antiguamente, y donde más salta eso a la vista es en las conquistas y en los enfrentamientos: hay quien lleva todas las de perder en su enemistad o su odio hacia otro, quien carece de poder y de medios para eliminarlo y al lado de éste se asemeja a una liebre tratando de atacar a un león, y no obstante ese alguien saldrá victorioso a fuerza de tenacidad y falta de escrúpulos y estratagemas y saña y concentración, de no tener más objetivo en la vida que perjudicar a su enemigo, desangrarlo y minarlo y después rematarlo, ay de quien se echa un enemigo de estas características por débil y menesteroso que parezca ser; si uno no tiene ganas ni tiempo de dedicarle la misma pasión y responder con igual intensidad acabará sucumbiendo ante él, porque no es posible combatir distraído en una guerra, sea declarada o soterrada u oculta, ni menospreciar al adversario terco, aunque lo creamos inocuo y sin capacidad de dañarnos, ni siquiera de arañarnos: en realidad cualquiera nos puede aniquilar, de la misma manera que cualquiera puede conquistarnos, y esa es nuestra fragilidad esencial. Si alguien decide destruirnos es muy difícil evitar esa destrucción, a menos que abandonemos todo lo demás y nos centremos sólo en esa lucha. Pero el primer requisito es saber que esa lucha existe, y no siempre nos enteramos, las que ofrecen más garantía de éxito son las taimadas y las silenciosas y las traicioneras, como las guerras no declaradas o en las que el atacante es invisible o está disfrazado de aliado o de neutral, yo podía lanzar contra Luisa una ofensiva por la espalda u oblicua de la que ella no tendría conocimiento porque ni siquiera sabría que la acechaba una enemiga. Podemos ser un obstáculo para alguien sin buscarlo ni tener ni idea, estar en medio, entorpeciendo una trayectoria contra nuestra voluntad o sin darnos cuenta, y así ninguno jamás está a salvo, todos podemos ser detestados, a todos se nos puede querer suprimir, hasta al más inofensivo o infeliz. La pobre Luisa era ambas cosas, pero nadie renuncia del todo a la oportunidad y yo no iba a ser menos que los demás. Sabía lo que cabía esperar de Díaz-Varela y jamás me engañé, y aun así no podía evitar aguardar un golpe de fortuna o una extraña transformación en él, que un día descubriese que era incapaz de estar sin mí, o que necesitaba estar con las dos. Aquella noche veía como único golpe de fortuna verdadero y posible que se muriese Luisa, y que al desaparecer y no poder ser ya el objetivo, la meta, el trofeo largamente anhelado, a Díaz-Varela no le quedase más remedio que verme de veras y refugiarse en mí. A ninguno debe ofendernos que alguien se conforme con nosotros, a falta de quien fue mejor.