Salté de la cama en el acto, medio desvestida como estaba (pero había conservado en todo momento la falda), me acerqué con cautela a la puerta y pegué el oído. Así sólo me alcanzaba un murmullo con algún vocablo suelto, los dos hombres estaban demasiado nerviosos para conseguir bajar de veras la voz, pese a sus intentos y a su voluntad. Me atreví a abrir un poco la rendija que Díaz-Varela había procurado eliminar con su suave tirón desde el exterior; por suerte no hubo chirrido que me delatara; y si se daba cuenta de mi indiscreción, yo tenía la excusa de haber oído voces y de haber querido confirmar que alguien había venido, precisamente para abstenerme de aparecer mientras durara su visita y ahorrarle a Díaz-Varela la obligación de presentarme o de dar cualquier explicación. No es que fueran clandestinos nuestros esporádicos encuentros, al menos no habíamos convenido en ello, pero me maliciaba que él no se los habría confiado a nadie, tal vez porque tampoco lo había hecho yo. O acaso era porque ambos se los habríamos ocultado sin duda a la misma persona, a Luisa, en mi caso ignoraba el porqué, fuera de un vago e incongruente respeto a los planes que él albergaba en silencio, y a la perspectiva de que los sacara adelante y un día se convirtieran en marido y mujer. Aquella mínima rendija que ni siquiera llegaba a serlo (la madera un poco hinchada, por eso la puerta no cerraba del todo) me permitía distinguir quién hablaba en cada momento y a veces algunas frases completas, otras sólo fragmentos o apenas nada, dependía de que los hombres lograran hablar en susurros, como era su intención. Pero en seguida elevaban de nuevo el tono sin querer, se los notaba excitados si es que no algo alarmados o incluso asustados. Si Díaz-Varela me descubría más adelante espiando (quizá volvería a asomarse por precaución), cuanto más tiempo pasara lo tendría más difícil, aunque siempre me cabría pretextar que había creído que él había cerrado la puerta para no despertarme nada más, no porque fuera secreto lo que hubiera de tratar con su visitante. No se lo tragaría, pero yo salvaría el tipo, formalmente al menos, a no ser que él se encarara conmigo con desabrimiento o furor, sin importarle las consecuencias, y me acusara de embustera. Con razón, porque lo cierto es que yo sabía desde el principio que su conversación no era para mis oídos, no sólo por reserva general, sino porque ‘además’, yo conocía ‘a la mujer’, y esa palabra había sido dicha en su sentido de esposa, de mujer de alguien, y ese alguien, por ahora, no podía ser sino Desvern.

‘Bueno, ¿qué pasa, qué es eso tan urgente?’, le oí decir a Díaz-Varela, y también oí la respuesta del otro individuo, cuya voz era sonora y su dicción correcta y muy clara, no llegaba a tener un acento madrileño de chiste —se supone que separamos y remarcamos mucho cada sílaba, sin embargo nunca he oído a nadie de mi ciudad hablar así, sólo en las películas y en el teatro anticuados, o si acaso en broma—, pero apenas unía vocablos y todos eran bien distinguibles cuando no le salía el cuchicheo al que aspiraba y para el que su habla o su tono parecían incapacitados.

‘Por lo visto el fulano ha empezado a largar. Está saliendo de su mutismo.’

‘¿Quién, Canella?’, también oí esa pregunta de Díaz-Varela con nitidez, oí el nombre como quien oye una maldición que lo sobrecoge —recordaba ese nombre, lo había leído en Internet y además lo recordaba entero, Luis Felipe Vázquez Canella, como si fuera un título pegadizo o un verso; y también percibí su sobresalto, su pánico—, o como quien oye su propia sentencia o la del ser más querido y no da crédito y a la vez que la escucha la niega y se dice que no es posible, que eso no está sucediendo, que no está oyendo lo que sí está oyendo y que no ha llegado lo que sí ha llegado, como cuando nuestro amor nos convoca con la frase universal ominosa a la que recurren todas las lenguas —‘Tenemos que hablar, María’, llamándonos además por nuestro nombre de pila que apenas usa en las demás circunstancias, ni siquiera cuando jadea dentro, su halagadora boca muy cerca, junto a nuestro cuello— y a continuación nos condena: ‘No sé lo que me está pasando, yo mismo no logro explicármelo’; o bien: ‘He conocido a otra persona’; o bien: ‘Me habrás notado algo raro y distante en los últimos tiempos’, todo son preludios de la desgracia. O como quien oye pronunciar al médico el nombre de una enfermedad ajena que no nos atañe, la que padecen otros pero no uno mismo, y esta vez nos la atribuye inverosímilmente, cómo puede ser, tiene que haber un error o lo que ha sido oído no ha sido dicho, eso a mí no me toca ni va conmigo, yo nunca he sido un desdichado, una desdichada, yo no soy de esos ni voy a serlo.

También yo me sobresalté, también yo sentí pánico momentáneo y estuve a punto de retirarme de la puerta para no oír más y así poder convencerme luego de que había oído mal o de que en realidad no había oído nada. Pero siempre sigue uno escuchando, una vez que ha empezado, las palabras caen o salen flotando y no hay quien las pare. Deseé que consiguieran bajar de una vez las voces, para que no dependiera de mi voluntad no enterarme, y se hiciera nebuloso o se difuminara todo, y me cupieran dudas; para no fiarme de mis sentidos.

‘Claro, quién va a ser’, contestó el otro con un poco de desdén y de impaciencia, como si ahora que había dado la alarma fuera él quien tuvierala sartén por el mango, el que trae una noticia siempre la tiene, hasta que la suelta entera y la traspasa y entonces ya se queda sin nada, y el que la escucha deja de necesitarlo. Al portador apenas le dura la posición dominante, sólo mientras anuncia que sabe y a la vez guarda silencio.

‘¿Y qué es lo que está diciendo? Tampoco puede decir mucho, ¿qué puede decir? ¿No? ¿Qué puede decir ese desgraciado? ¿Qué importa lo que diga un trastornado?’ Díaz-Varela se repetía la frase sobre todo a sí mismo, estaba nervioso, como si quisiera conjurar un maleficio.

Su visitante se atropelló —ya no pudo aguantarse— y al hacerlo bajó y subió el tono varias veces, involuntariamente. De su contestación sólo me alcanzaron fragmentos, pero bastantes.

‘... hablando de las llamadas, de la voz que le contaba’, dijo; ‘... del hombre de cuero, que soy yo’, dijo. ‘No me hace gracia... no es grave... pero voy a tener que jubilarlos, y bien que me gustan, los llevo desde hace la tira de años... No se le encontró ningún móvil, de eso ya me encargué yo... así que les sonará a fantasía... El peligro no es que le crean, es un chalado... Sería que a alguien se le ocurriera... no espontáneo sino instigado... Lo más probable es que no, si de algo está lleno el mundo es de perezosos... Ha pasado bastante tiempo... Era lo previsto, que se negara a hablar fue un regalo, las cosas están ahora como esperábamos al principio... nos hemos acostumbrado mal... En su momento, en caliente... peor, más creíble... Pero quería que lo supieras de inmediato, porque es un cambio, y no pequeño, aunque por ahora no nos afecte ni creo que vaya a hacerlo... Mejor que estés avisado.’

‘No, no es pequeño, Ruibérriz’, le oí decir a Díaz-Varela, y oí bien ese apellido infrecuente, estaba demasiado excitado para moderar la voz, no la controlaba. ‘Aunque sea un chiflado, está diciendo que alguien lo convenció, en persona y con llamadas, o que le metió la idea. Está repartiendo la culpa, o ampliándola, y el siguiente eslabón eres tú, y detrás de ti ya voy yo, maldita la gracia que tiene. Supón que le enseñan una foto tuya y que te señala. Tienes antecedentes, ¿verdad? Estás fichado, ¿no? Y tú lo has dicho, llevas la vida entera con esos abrigos de cuero, todo el mundo te conoce por ellos y por tus nikis de verano, ya no tienes edad para ponértelos, por cierto. Al principio me dijiste que tú nunca irías, que no te dejarías ver, que mandarías a un tercero si hacía falta darle un empujón, envenenarlo más y enseñarle un rostro en el que confiara. Que entre él y yo habría por lo menos dos pasos, no uno, y que el más alejado ni sabría de mi existencia. Ahora resulta que estás sólo tú en medio y que podría reconocerte. Estás fichado, ¿no? Dime la verdad, no es hora de paños calientes, prefiero saber a qué atenerme.’