Luego estaba el otro, a quien quería verle la cara, por el que estaba dispuesta a salir medio desnuda, antes de que se marchara y me perdiera su visión ya para siempre. Quizá era más peligroso y no le hiciera la menor gracia verme, o que yo guardara imagen suya a partir de entonces; acaso con él me exponía de veras y leyera en su mirada estas frases: ‘Me he quedado con tu rostro; no me costará dar con tu nombre ni averiguar dónde vives’. Y le viniera la tentación de suprimirme.

Pero tenía que darme prisa, no podía dudar ya más rato, así que me puse el sostén y los zapatos —me los había vuelto a quitar, restregando los talones contra el borde inferior de la cama, los había dejado caer desde allí al suelo justo antes de adormilarme—. Con el sostén era suficiente, quizá me lo habría puesto de todas formas, aunque no hubiera habido un intruso, a sabiendas de que de pie, en movimiento, me favorecía: incluso ante Díaz-Varela, que acababa de verme sin nada. Era de una talla menor que la que me corresponde, un viejísimo truco que en los encuentros galantes siempre da resultado, hace parecer los pechos algo más elevados, algo más rebosantes, aunque yo nunca haya tenido, hasta ahora, mucho problema con los míos. Pero bueno. Son pequeños señuelos y evitan llevarse chascos, cuando se acude a una cita con una idea preconcebida de lo que debe contener esa cita, junto a otras cosas más variables. Ese sostén me haría tal vez más llamativa —o bueno, no: más atractiva— a ojos del desconocido, pero también me sentía más protegida, atenuaba mi vergüenza.

Me dispuse a abrir la puerta, antes me había calzado sin preocuparme por el ruido de los tacones sobre la madera, una manera de avisarlos, si es que estaban atentos, lo bastante, y no absortos en sus apuros. Debía vigilar mi expresión, tenía que ser de absoluta sorpresa cuando viera al tal Ruibérriz, lo que no había resuelto era cuál había de ser mi primera reacción verosímil, seguramente dar media vuelta con azoramiento y meterme a toda prisa en el cuarto para no reaparecer hasta que me hubiera puesto el jersey de pico que llevaba aquel día, ligeramente escotado, o lo suficiente. Y a lo mejor taparme el busto con las manos, ¿o habría sido pudibundo en exceso? Nunca es fácil ponerse en la situación que no es, no me explico cómo tanta gente se pasa la vida fingiendo, porque es del todo imposible tener todos los elementos en cuenta, hasta el último e irreal detalle, cuando en verdad ninguno existe y todos han de fabricarse.

Respiré hondo y tiré del picaporte, dispuesta a representar mi comedia, y en aquel mismo momento supe que estaba ya ruborizada, antes de que Ruibérriz entrara en mi campo visual, porque sabía que él iba a verme en sostén y ajustada falda y me daba pudor así mostrarme ante un desconocido del que además me había hecho la peor idea, quizá mi acaloramiento provenía en parte de lo que acababa de oír, de la mezcla de indignación y espanto que no lograba disminuir la incredulidad que también me rondaba; estaba alterada en todo caso, con sensaciones y pensamientos confusos, el ánimo muy agitado.

Los dos hombres estaban de pie y volvieron la vista al instante, no debían de haberme oído ponerme los zapatos ni nada. En los ojos de Díaz-Varela noté en seguida frialdad, o recelo, censura, severidad incluso. En los de Ruibérriz sorpresa tan sólo, y un destello de apreciación masculina que sé reconocer y que él no podía evitar, probablemente, hay hombres con pupila muy rauda para esa clase de valoración, y no saben refrenarla, son capaces de fijarse en los muslos al descubierto de una mujer que ha sufrido un accidente, tendida en la carretera y ensangrentada, o en el canalillo que asoma en la que se agacha para socorrerlos si son ellos los malheridos, es superior a su voluntad o no tiene que ver con ella, es una manera de estar en el mundo que les durará hasta su agonía, y antes de cerrar para siempre los párpados observarán con complacencia la rodilla de su enfermera, aunque lleve medias blancas con grumos.

Sí me tapé con las manos, instintiva y sinceramente; lo que no hice fue dar media vuelta y retirarme de inmediato, porque pensé que debía decir algo, manifestar violencia, sobresalto. Esto no fue tan espontáneo.

—Ay, lo siento, perdona —me dirigí a Díaz-Varela—, no sabía que había venido nadie. Disculpad, voy a ponerme algo.

—No, si yo ya me iba —dijo Ruibérriz, y me tendió la mano.

—Ruibérriz, un amigo —me lo presentó Díaz-Varela, incómodo, escueto—. Ella es María. —Me privó del apellido, como Luisa en su casa, pero es posible que él lo hiciera a conciencia, por protegerme mínimamente.

—Ruibérriz de Torres, un placer —puntualizó el presentado, tenía que subrayar que su apellido era compuesto. Y siguió con la mano tendida.

—Encantada.

Se la estreché velozmente —me descubrí un lado un segundo, sus ojos volaron hacia ese seno— y entré en el dormitorio, no cerré la puerta, así quedaba clara mi intención de regresar donde ellos, la visita no se iría sin despedirse de quien aún tenía a la vista. Cogí el jersey, me lo puse ante su mirada —la noté fija en mi figura, de perfil para vestirme— y salí de nuevo. Ruibérriz de Torres llevaba un foulardrodeándole el cuello —mero adorno, quizá no se lo había quitado en todo el rato— y se había echado sobre los hombros su famoso abrigo de cuero, que le caía así como una capa, de manera teatral o carnavalesca. Era largo y de cuero negro, como los que lucen los miembros de las SS o quizá de la Gestapo en las películas de nazis, un tipo al que gustaba llamar la atención por la vía rápida y fácil aun a riesgo de provocar rechazo, ahora tendría que renunciar a esa prenda, si obedecía a Díaz-Varela. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue preguntarme cómo es que éste se fiaba de un sujeto con tan visible aspecto de sinvergüenza, lo llevaba pintado en el rostro y en la actitud, en la complexión y en los ademanes, bastaba una sola ojeada para detectar su esencia. Había cumplido ya los cincuenta, sin embargo todo en él aspiraba al juvenilismo: el agradable pelo echado hacia atrás y con ondulaciones sobre las sienes, un poco abultado y largo pero ortodoxo, con mechones o bloques de canas que no le daban respetabilidad porque semejaban artificiales, como de mercurio; el tórax atlético aunque ya levemente abombado, como les sucede a quienes evitan a toda costa engordar en el abdomen y han cultivado los pectorales; la sonrisa abierta que dejaba ver una dentadura relampagueante, el labio superior se le doblaba hacia arriba, mostrando su parte interior más húmeda y acentuando con ello la salacidad del conjunto. Tenía una nariz recta y picuda con el hueso muy marcado, parecía más romano que madrileño y me recordaba a aquel actor, Vittorio Gassman, no en su vejez de aire más noble sino cuando interpretaba a truhanes. Sí, saltaba a la vista que era jovial, y un farsante. Cruzó los brazos de modo que cada mano cayó sobre el bíceps del otro lado —los tensó al instante, un acto reflejo—, como si se los acariciara o midiera, como si quisiera hacerlos resaltar pese a tenerlos ahora cubiertos por el abrigo, un gesto estéril. Podía imaginármelo en niki, perfectamente, y aun con botas altas, una barata imitación de jugador de polo frustrado al que jamás se consintió subirse a un caballo. Sí, era extraño que Díaz-Varela lo tuviera como cómplice en una empresa tan secreta y delicada, en una que mancha tanto: la de traerle a alguien la muerte cuando ‘he should have died hereafter’, cuando le tocaba morir más adelante o a partir de ahora, quizá mañana y si no mañana o mañana, pero nunca ahora. Ahí reside el problema, porque todos morimos, y al fin y al cabo nada cambia demasiado —nada cambia en esencia— cuando se adelanta el turno y se asesina a alguien, el problema reside en el cuándo, pero quién sabe cuál es el adecuado y el justo, qué quiere decir ‘a partir de ahora’ o ‘de ahora en adelante’, si el ahora es por naturaleza cambiante, qué significa ‘en otro tiempo’ si no hay más que un tiempo y es continuo y no se parte y se va pisando los talones eternamente, impaciente y sin objetivo, se va atropellando como si no estuviera en su mano frenarse e ignorara él mismo su propósito. Y por qué ocurren las cosas cuando ocurren, por qué en esta fecha y no en la anterior ni en la siguiente, qué tiene de particular o decisivo este momento, qué lo señala o quién lo elige, y cómo puede decirse lo que dijo Macbeth a continuación, fui a mirar el texto después de que Díaz-Varela me citara de él, y lo que añade de inmediato es esto: ‘There would have been a time for such a word’, ‘Habría habido un tiempo para semejante palabra’, esto es, ‘para tal información’ o ‘semejante frase’, la que acaba de oír de labios de su ayudante Seyton, portador del alivio o la desgracia: ‘La Reina, mi Señor, ha muerto’. Como tantas veces en Shakespeare, los anotadores no se ponen de acuerdo sobre la ambigüedad y el misterio de tan famosas líneas. ¿Qué quiere eso decir? ¿‘Habría habido tiempo más apropiado’? ¿‘Mejor ocasión para ese hecho, porque esta no me conviene’? ¿Tal vez ‘un tiempo más oportuno y pacífico, durante el que se le podrían haber rendido honores, en el que yo podría haberme detenido y haber llorado debidamente la pérdida de quien compartió tanto conmigo, la ambición y el crimen, la esperanza y el poder y el miedo’? Macbeth dispone entonces tan sólo de un minuto para soltar, acto seguido, sus diez célebres versos, no son más, su soliloquio extraordinario que tanta gente se ha aprendido de memoria en el mundo y que empieza: ‘Mañana, y mañana, y mañana...’. Y cuando lo ha concluido —pero quién sabe si lo había acabado o si pensaba agregar algo más, de no haber sido interrumpido—, aparece un mensajero que reclama su atención, pues le trae la terrible y sobrenatural noticia de que el gran bosque de Birnam se está moviendo, se levanta y avanza hacia la alta colina de Dunsinane, donde él se encuentra, y eso significa que será vencido. Y si es vencido será muerto, y una vez muerto le cortarán la cabeza y la exhibirán como un trofeo, separada del cuerpo que la sostiene aún, mientras habla, y sin mirada. ‘Debería haber muerto más adelante, cuando yo ya no estuviera aquí para escucharlo, ni tampoco para ver ni soñar nada; cuando ya no estuviera en el tiempo, y ni siquiera pudiera enterarme.’