—No, por nada, perdona —me apresuré a responder, en el tono de mayor inocencia, y de mayor sorpresa por su reacción defensiva, que mi garganta fue capaz de encontrar. Era una garganta ya temerosa, sus manos podían rodearla en cualquier instante y les sería muy fácil apretar, apretar, mi cuello es delgado y no opondría la menor resistencia, mis manos carecerían de fuerza para apartar las suyas, para abrir sus dedos, mis piernas se doblarían, yo caería al suelo, él se me echaría encima como otras veces, notaría la presión de su cuerpo y su calor —o sería frío—, ya no tendría voz para convencerlo ni para implorar. Pero ese era un falso temor, me di cuenta nada más ceder a él: Díaz-Varela no se encargaría nunca de expulsar de la tierra personalmente a nadie, como no se había encargado con su amigo Deverne. A menos que se sintiera desesperado y bajo una amenaza inminente, a menos que pensara que yo iba a ir derecha a contarle a Luisa lo que había averiguado por azar y por mi indiscreción. Nunca puede descartarse nada con nadie, eso es lo malo, el temor iba y venía, era un poco artificial—. Preguntaba sólo por preguntar. —Y aún tuve el valor o la imprudencia de añadir—: Y porque, bueno, si ese Ruibérriz hace favores, no sé si yo te puedo hacer alguno... En fin, no lo creo, pero si te pudiera servir de algo, aquí me tienes a tu disposición.

Me miró con fijeza durante unos segundos que se me hicieron muy largos, como si me ponderara, como si quisiera descifrarme, como se mira a la gente que no se sabe mirada y yo no estuviera allí sino en la pantalla de una televisión y él pudiera observarme a sus anchas, sin preocuparse de mi respuesta a semejante insistencia o penetración, su expresión era cualquier cosa menos soñadora o miope, en contra de lo habitual, era aguda e intimidatoria. Mantuve los ojos firmes (al fin y al cabo éramos amantes y nos habíamos contemplado en silencio y sin apenas pudor), sosteniéndole y aun devolviéndole el escrutinio, con gesto interrogativo o de falta de comprensión, o eso creí. Hasta que ya no pude aguantar y los bajé hasta sus labios, hacia donde estaba tan acostumbrada a mirar desde el día que lo conocí, cuando hablaba y cuando estaba callado, aquellos labios de los que no me cansaba y que nunca me inspiraban miedo sino atracción. Fueron mi refugio momentáneo, no tenía nada de extraño que yo posara la vista allí, era tan frecuente, era lo normal, no había motivo para que la sospecha se le acentuara por ello, alcé un dedo y se los toqué, recorrí su dibujo con suavidad, con la yema, una prolongada caricia, pensé que sería una forma de aplacarle el ánimo, de darle confianza y seguridad, de decirle sin hablar: ‘Nada ha cambiado, sigo aquí y sigo queriéndote. Nada te revelo, tú te has dado cuenta hace tiempo y te dejas querer por mí, es agradable sentirse amado por quien nada te va a pedir. Yo me retiraré cuando decidas que basta, que ya está bien, cuando me abras la puerta y me veas ir hacia el ascensor sabiendo que no vendré más. Cuando por fin se agote la pena de Luisa y seas correspondido, me haré a un lado sin rechistar, mi paso por tu vida sé que es provisional, un día más, un día más, y otro día ya no. Pero no te aflijas ahora, descuida, porque no he oído nada, no me he enterado de nada que tú desearas ocultar o guardar para ti, y si me he enterado no me importa, estás a salvo conmigo, no te voy a delatar, ni siquiera estoy segura de haber escuchado lo que sí he escuchado, o no le doy crédito, estoy convencida de que debe haber un error, o una explicación, o incluso —quién sabe— una justificación. Tal vez Desvern te había hecho gran daño, tal vez él había intentado matarte antes a ti, también a través de terceros, taimadamente también, y ahora erais ya él o tú, acaso te viste obligado, no había lugar en el mundo para los dos, y eso se parece mucho a la defensa propia. No has de temer de mí, yo te quiero, estoy a tu lado, de momento no te voy a juzgar. Y además, no te olvides de que sólo son imaginaciones tuyas, de que en realidad nada sé’.

No es que pensara todo esto de veras ni con claridad, pero es lo que le intenté transmitir con mi dedo demorándose sobre sus labios, él se dejó hacer mientras seguía mirándome con atención, trataba de buscar señales contrarias a las que yo le enviaba voluntariosamente, notaba cómo aún recelaba de mí. Eso tenía mal arreglo o carecía de él, no se iría nunca del todo, disminuiría o aumentaría, se adensaría o adelgazaría, pero siempre permanecería ahí.

—No ha venido a hacerme un favor —contestó—. Ha venido a pedirme uno, esta vez, por eso le urgía verme. Te agradezco tu ofrecimiento, en todo caso.

Yo sabía que eso no era verdad, los dos estaban en el mismo aprieto, difícil que el uno sacara al otro, lo más que estaba a su alcance era tranquilizarse recíprocamente e instarse a esperar acontecimientos, confiando en que no hubiera más, en que las palabras del indigente cayeran en el vacío y nadie se molestara en investigar. Era eso lo que habían hecho, calmarse y ahuyentar el pánico.

—No hay de qué.

Entonces me puso una mano en el hombro y la noté como un peso, como si me cayera encima un enorme trozo de carne. Díaz-Varela no era especialmente grande ni fuerte aunque sí de buena estatura, pero los hombres sacan fuerza de no se sabe dónde, casi todos o la mayoría, o a nosotras siempre nos parece mucha por comparación, es muy fácil que nos atemoricen con un solo ademán amenazante o nervioso o mal medido, con que nos agarren de la muñeca o nos abracen con demasiado ímpetu o nos aplasten sobre el colchón. Me alegré de tener el hombro cubierto por el jersey, pensé que sobre la piel ese peso me habría hecho estremecer, no era un gesto habitual en él. Me lo apretó sin hacerme daño, como si fuera a darme un consejo o a confiarme algo, me hice una idea de lo que sería esa mano sobre mi cuello, una sola, no digamos las dos. Temí que con un rápido movimiento la trasladara hasta él, él debió de percibir mi alerta, mi tensión, mantuvo la presión sobre mi hombro o me pareció que la aumentó, deseaba zafarme, escurrirme, su mano derecha sobre mi hombro izquierdo, como si fuera un padre o un profesor y yo una niña, una alumna, me sentí empequeñecida, seguramente ese era el propósito, para que le contestara con sinceridad, y si no con inquietud.

—No has oído nada de lo que me ha contado, ¿verdad? Estabas dormida cuando ha llegado, ¿no? He entrado a comprobarlo antes de hablar con él y te he visto muy dormida, estabas dormida, ¿verdad? Lo que me ha contado es muy íntimo, y a él no le gustaría que se hubiera enterado nadie más. Aunque seas una desconocida para él. Hay cosas que da vergüenza que escuche nadie, hasta a mí le ha costado contármelo, y eso que venía a eso y no tenía más remedio si quería el favor. No te has enterado de nada, ¿verdad? ¿Qué es lo que te despertó?

Así que me lo preguntaba a las claras, inútilmente o no tanto: por cómo respondiera yo, él podría figurarse o deducir si le mentía o no, o eso creería. Pero sería eso a lo sumo, una deducción, una figuración, una suposición, un convencimiento, es increíble que tras tantos siglos de incesantes charlas entre las personas no podamos saber cuándo se nos dice la verdad. ‘Sí’, se nos dice, y siempre puede ser ‘No’. ‘No’, se nos dice, y siempre puede ser ‘Sí’. Ni siquiera la ciencia ni los infinitos avances técnicos nos permiten averiguarlo, no con seguridad. Y aun así él no pudo resistirse a interrogarme directamente, de qué le servía que le contestara ‘Sí’ o ‘No’. De qué le habían servido a Deverne todas las profesiones de afecto de uno de sus mejores amigos a lo largo de años, si es que no del mejor. Lo último que uno imagina es que ése lo vaya a matar, aunque sea de lejos y sin presenciarlo, sin intervenir ni mancharse un solo dedo, de tal manera que pueda pensar luego a veces, en sus días de felicidad, o serán de exultación: ‘En realidad yo no lo hice, no tuve nada que ver’.