—No, no he oído nada, no te preocupes. He tenido un sueño profundo, aunque me haya durado poco. Además, he visto que habías cerrado la puerta, no podía oíros.

La mano sobre mi hombro seguía apretando, me parecía que un poco más, algo casi imperceptible, como si me quisiera hundir en el suelo muy lentamente, sin que yo me percatara de ello. O tal vez ni siquiera apretaba, sino que al dilatarse su peso se me agudizaba la sensación de opresión. Levanté el hombro sin brusquedad, todo lo contrario, con delicadeza, con timidez, como para indicarle que lo prefería libre, que no quería aquel pedazo de carne plantado así sobre mí, había en aquel contacto desacostumbrado un vago elemento de humillación: ‘Prueba mi fuerza’, podía ser. O ‘Imagina de lo que soy capaz’. Hizo caso omiso de mi leve gesto —quizá fue demasiado leve— y volvió a su última pregunta que yo no había contestado, insistió:

—¿Qué fue lo que te despertó? Si creías que no estaba más que yo, ¿por qué te has puesto el sostén para salir? Debe de haberte llegado el rumor de nuestras voces, ¿no? Y algo habrás oído entonces, digo yo.

Tenía que mantener la calma y negar. Cuanto más sospechara él, más tenía que negar. Pero debía hacerlo sin vehemencia ni énfasis de ninguna clase. A mí qué me importaba lo que se trajera entre manos con un tipo del que ni le había oído hablar, esa era mi mayor baza para convencerlo, para aplazar su certeza al menos; qué interés tenía yo en espiarlo, todo lo que sucediera fuera de aquel dormitorio me daba igual, incluso dentro cuando no estaba yo en él, eso había de quedarle claro, nuestra relación no era sólo pasajera, era reducida, estaba circunscrita a aquellos encuentros ocasionales en su casa, en una habitación o dos, qué se me daba a mí todo el resto, sus idas y venidas, su pasado, sus amistades, sus planes, sus cortejos y su vida entera, yo no había estado en ella ni tampoco iba a estar ‘hereafter’, a partir de ahora ni más adelante, nuestros días tenían su número y nunca estuvo lejos. Y sin embargo, con ser todo eso verdad en esencia, no lo era absolutamente: había sentido curiosidad, me había despertado al captar una palabra clave —quizá ‘tía’, o ‘conoce’, o ‘mujer’, o seguramente la combinación de las tres—, me había levantado de la cama, había pegado el oído, había forzado una rendija mínima para escuchar mejor, me había alegrado cuando él y Ruibérriz habían sido incapaces de moderar sus voces, de alcanzar el susurro, se lo había impedido la excitación. Empecé a preguntarme por qué había hecho eso, e inmediatamente empecé a lamentarlo: por qué tenía que saber lo que sabía, por qué la idea, por qué ya no me era posible tenderle los brazos y rodearlo por la cintura y acercarlo a mí, habría sido tan fácil quitarme su mano del hombro con ese solo movimiento, natural y sencillo unos minutos atrás; por qué no podía obligarlo a abrazarme sin más demora ni vacilación, allí estaban sus queridos labios, como siempre deseaba besarlos y ahora no me atrevía o es que algo me repelía en ellos a la vez que aún me atraían, o lo que me repelía no estaba en ellos —los pobres, sin culpa—, sino en todo él. Lo seguía queriendo y le tenía miedo, lo seguía queriendo y mi conocimiento de lo que había hecho me daba asco; no él, sino mi conocimiento.

—Pero qué preguntas son esas —le dije con desenfado—. Yo qué sé lo que me despertó, un mal sueño, una mala postura, saber que me estaba perdiendo un rato contigo, no sé, qué más da. Y qué me iba a importar a mí lo que te contara ese hombre, ni siquiera sabía que estuviera aquí. Si me he puesto el sostén es porque no es lo mismo que me veas echada y a poca distancia, o a ráfagas, que de pie y caminando por la casa como si me creyera una modelo de Victoria’s Secret o aún mejor, al fin y al cabo ellas siempre llevan lencería. Es que todo hay que explicártelo o qué.

—¿Qué quieres decir?

En verdad pareció desconcertado, pareció no entender, y eso —el desplazamiento de su interés, su distracción— me dio una ligera y momentánea ventaja, pensé que no tardaría en dejar de hacerme preguntas torcidas y yo podría salir de allí, me urgía sacudirme aquella mano y perderlo de vista. Aunque mi yo anterior, que todavía rondaba —aún no había sido sustituido ni reemplazado, cómo podía serlo tan rápido; ni cancelado ni desterrado—, no tenía ninguna prisa por salir de allí: cada vez que se había ido había ignorado cuándo regresaría, o si ya no regresaría más.

—Qué torpes sois los hombres a veces —dije con deliberación, me pareció aconsejable soltar algún tópico y desviar la conversación, llevarla al territorio más vulgar, que también suele ser el más inofensivo y el que más invita a confiarse y a bajar la guardia—. Hay zonas en las que las mujeres nos creemos ya envejecidas a los veinticinco o treinta años, no digamos con diez más. Por comparación con nosotras mismas, guardamos memoria de cada año que se fue. Así que no nos gusta exponer esas zonas de manera intempestiva y frontal. Bueno, a mí no me hace gracia, la verdad es que a muchas les da lo mismo, y las playas están llenas de exposiciones no ya frontales sino brutales, catastróficas, incluidas las de quienes se han colocado un par de leños bien rígidos y creen haber solucionado todo problema con eso. La mayoría dan dentera. —Me reí brevemente por la palabra elegida, añadí otra similar—: Dan repelús.

—Ah —dijo él, y se rió brevemente también, era una buena señal—. A mí no me parece que ninguna zona tuya esté envejecida, yo las veo todas bien.

‘Está más tranquilo’, pensé, ‘menos preocupado y suspicaz, porque tras el susto necesita estar así. Pero más tarde, cuando se quede a solas, volverá a convencerse de que sé lo que no me tocaba saber, lo que nadie más que Ruibérriz debía saber. Repasará mi actitud, recordará mi prematuro sonrojo al salir de la alcoba y mi fingida ignorancia de todo este rato, se dirá que tras las fogosidades lo normal habría sido que me trajera sin cuidado cómo me viera, qué sostén ni qué sostén, uno se relaja, se desprotege mucho después; dejará de creerse la explicación que ahora acepta por sorprendente, porque no se le había pasado por la imaginación que algunas mujeres pudiéramos estar tan pendientes de nuestro aspecto en todo momento, de lo que tapamos o permitimos ver y hasta de la intensidad de nuestros jadeos, o que nunca perdamos del todo el pudor, ni siquiera en medio de la mayor agitación. Le dará vueltas de nuevo y no sabrá qué le conviene hacer, si alejarme paulatinamente y con naturalidad o interrumpir bruscamente todo trato conmigo o seguir como si nada para vigilarme de cerca, para controlarme, para calibrar cada día el peligro de una delación, esa es una situación angustiosa, tener que interpretar a alguien sin cesar, a alguien que nos tiene en su mano y que nos puede buscar la ruina o nos puede chantajear, no se aguanta mucho tiempo una zozobra así, se la intenta remediar como sea, se miente, se intimida, se engaña, se paga, se pacta, se quita de en medio, esto último es lo más seguro a la larga —es lo definitivo— y lo más arriesgado en el instante, también lo más difícil ahora y después y en cierto sentido lo más perdurable, uno se vincula al muerto para siempre jamás, se expone a que se le aparezca vivo en los sueños y uno crea no haber acabado con él, y entonces sienta alivio por no haberlo matado o sienta espanto y amenaza y planee volverlo a hacer; se expone a que ese muerto ronde todas las noches su almohada con su vieja cara sonriente o ceñuda y los ojos bien abiertos que fueron cerrados hace siglos o anteayer, y le susurre maldiciones o súplicas con su voz inconfundible que ya no oye nadie más, y a que la tarea le parezca siempre inconclusa y agotadora, un infinito quehacer, cada mañana pendiente antes de despertar. Pero todo eso será más adelante, cuando él rumie lo sucedido o lo que temerá que haya sucedido. Quizá decida entonces enviarme a Ruibérriz con algún pretexto, para que me sondee, para que me sonsaque, esperemos que no para algo más grave, para que un intermediario difumine o debilite el vínculo, tampoco yo podré vivir en paz a partir de hoy. Pero no es ahora el momento y ya se verá, he de aprovechar que lo he distraído de sus recelos y le he hecho un poco de gracia, y salir ya de aquí.’