—Gracias por el cumplido, no los sueles prodigar —le dije. Y, sin ningún esfuerzo físico y con considerable esfuerzo mental, acerqué mi cara a la suya y lo besé en los labios con los labios cerrados y secos, suavemente, tenía sed, de manera parecida a como se los había recorrido antes con la yema del dedo, mi boca acarició la suya, eso fue, creo yo. Eso fue nada más.

Levantó entonces la mano y me liberó el hombro y me quitó el odioso peso de encima, y con esa misma mano que casi me había causado dolor —o es lo que empezaba a creer sentir—, me acarició la mejilla, otra vez como si fuera una niña y él tuviera poder para castigarme o premiarme con un solo gesto, y todo dependiera de su voluntad. Estuve a punto de rehuirle esa caricia, había ahora una diferencia entre que lo tocara yo a él y me tocara él a mí, por suerte me contuve y lo dejé hacer. Y al salir de la casa unos minutos más tarde, me pregunté, como siempre, si volvería a entrar allí. Sólo que esta vez no fue sólo con esperanza y deseo, sino que se mezclaron, qué fue: no sé si fue repugnancia, o pavor, o si fue más bien desolación.

III

En toda relación desigual y sin nombre ni reconocimiento explícito, alguien tiende a llevar la iniciativa, a llamar y a proponer encontrarse, y la otra parte tiene dos posibilidades o vías para alcanzar la misma meta de no esfumarse y desaparecer en seguida, aunque crea que de todas formas será ese su destino final. Una es limitarse a esperar, no dar nunca un paso, confiar en que pueda añorársela y en que su silencio y su ausencia resulten insospechadamente insoportables o preocupantes, porque todo el mundo se acostumbra pronto a lo que se le regala o a lo que hay. La segunda vía es intentar colarse con disimulo en la cotidianidad de ese alguien, persistir sin insistir, hacerse sitio con pretextos varios, llamar no a proponer nada —eso está vedado aún— sino a consultar cualquier cosa, a pedir consejo o un favor, a contar lo que nos ocurre —la manera más eficaz y drástica de involucrar— o a dar alguna información; estar presente, actuar como recordatorio de uno mismo, tararear en la distancia, zumbar, dar lugar a un hábito que se instala imperceptiblemente y como a hurtadillas, hasta que un día ese alguien se descubre echando en falta la llamada que se ha hecho consuetudinaria, siente algo parecido al agravio —o es la sombra de un desamparo— e, impaciente, levanta el teléfono sin naturalidad, improvisa una excusa absurda y se sorprende marcando él.

Yo no pertenecía a ese segundo tipo atrevido y emprendedor, sino al primero callado, más soberbio y más sutil, pero también más expuesto a ser borrado u olvidado con prontitud, y a partir de aquella tarde me alegré de correr ese riesgo, de estar supeditada por costumbre a las solicitudes o proposiciones de quien para mí era aún Javier pero acababa de iniciar el camino de convertirse en un apellido compuesto que más bien cuesta recordar; de no tener que llamarlo ni buscarlo, y de que abstenerme de hacerlo no resultara, por tanto, sospechoso ni delator. Que yo no estableciera contacto con él no significaba que quisiera evitarlo, ni que me hubiera decepcionado —es una palabra suave—, ni que le hubiera cogido miedo, ni que deseara interrumpir todo trato con él tras enterarme de que había urdido el apuñalamiento de su mejor amigo sin ni siquiera tener la certeza de lograr con ello su fin, aún le restaba la tarea más fácil o la más ardua, eso nunca se sabe, la del enamoramiento (la más insignificante o la más sustancial). Que yo no diera señales de vida no significaba que supiera nada de eso ni nada nuevo de él, mi silencio no me traicionaba, todo era como siempre durante nuestra breve frecuentación, dependía de que él sintiera vaga añoranza o se acordara de mí y me convocara a su alcoba, sólo entonces tendría que pensar cómo conducirme y qué hacer. El enamoramiento es insignificante, su espera en cambio es sustancial.

Cuando Díaz-Varela me había hablado del Coronel Chabert, había identificado a éste con Desvern: el muerto que debe seguir muerto puesto que su muerte constó en los anales y pasó a ser un hecho histórico y se relató y detalló, y cuya nueva e incomprensible vida es un incómodo postizo, una intrusión en la de los demás; el que viene a perturbar el universo que no sabe ni puede rectificar y que por tanto continuó sin él. Que Luisa no se sacudiese en seguida a Deverne, que de forma inerte o rutinaria continuase sujeta a él o a su recuerdo aún reciente —reciente para la viuda pero lejano para el que llevaba ya mucho anticipando su supresión—, debía de parecerle a Díaz-Varela la intromisión de un fantasma, de un aparecido tan fastidioso como Chabert, sólo que éste había vuelto en carne y hueso y cicatriz cuando ya estaba olvidado y su regreso era un engorro hasta para el curso del tiempo, al que en contra de su naturaleza se forzaba a retroceder y corregir, mientras que Desvern no se había ido del todo en espíritu, se demoraba, y lo hacía precisamente ayudado por su mujer, todavía enfrascada en el lento proceso de sobreponerse a su abandono y a su deserción; incluso trataba de retenerlo aún, un poco más, a sabiendas de que llegaría un día en que inverosímilmente se le desdibujaría su rostro o se le congelaría en cualquiera de las muchas fotos que se empeñaría en seguir mirando, a ratos con sonrisa embobada y a ratos entre sollozos, siempre a solas, siempre escondida.

Y sin embargo era a Díaz-Varela a quien yo veía ahora más bien como Chabert. Éste había sufrido amarguras y penalidades sin cuento y aquél las había infligido, éste había sido víctima de la guerra, de la negligencia, de la burocracia y de la incomprensión, y aquél se había constituido en verdugo y había perturbado gravemente el universo con su crueldad, su egoísmo tal vez estéril y su descomunal frivolidad. Pero los dos se habían mantenido a la espera de un gesto, de una especie de milagro, un aliento y una invitación, Chabert del casi imposible reenamoramiento de su mujer y Díaz-Varela del improbable enamoramiento de Luisa, o por lo menos de su consolación junto a él. Algo de común había en la esperanza de ambos, en la paciencia, aunque las del viejo militar estuvieran dominadas por el escepticismo y la incredulidad y las de mi pasajero amante por el optimismo y la ilusión, o acaso era por la necesidad. Los dos eran como espectros haciendo visajes y señas e incluso algún aspaviento inocente, aguardando a ser vistos y reconocidos y quizá llamados, deseosos de oír al fin estas palabras: ‘Sí, está bien, te reconozco, eres tú’, aunque en el caso de Chabert supusieran sólo concederle la carta de existencia que se le estaba negando y en el de Díaz-Varela significaran bastante más: ‘Quiero estar a tu lado, acércate y quédate aquí, ocupa el lugar vacío, ven hasta mí y abrázame’. Y los dos debían de pensar algo parecido, algo que les daba fuerza y los sostenía en su espera y les impedía rendirse: ‘No puede ser que haya pasado por lo que he pasado, que me hayan matado un sablazo en el cráneo y los cascos al galope de infinitos caballos, y sin embargo haya surgido de entre una montaña de muertos tras la larga e inútil batalla que convirtió en verdaderos cadáveres a cuarenta mil como yo, tenía que haber sido uno de ellos, solamente uno más; no puede ser que haya sanado con dificultad, lo bastante para tenerme en pie y caminar, que a lo largo de años haya recorrido Europa pasando penurias y sin que me creyera nadie, obligado a convencer a cualquier imbécil de que yo era todavía yo, de que no era un absoluto difunto pese a figurar como tal; y que por fin haya llegado hasta aquí, donde tuve mujer, casa, rango y fortuna, aquí donde solí vivir, para que la persona que más he querido y que me heredó ni siquiera admita que existo, finja no conocerme y me tilde de impostor. Qué sentido tendría haber sobrevivido a mi reiterada muerte, haber emergido de la fosa en la que ya me había resignado a habitar, desnudo y sin distintivos, igualado del todo con mis iguales caídos, oficiales y soldados rasos, compatriotas y tal vez enemigos, qué sentido tendría todo esto si lo que me reservaba el final de ese trayecto era la negación y el despojamiento de mi identidad, de mi memoria y de cuanto ha seguido ocurriéndome después de morir. La superfluidad de mi ventura, de mi ordalía, de mi gran esfuerzo, de lo que se parecía tanto a un destino...’. Eso debía de pensar el Coronel Chabert mientras iba y venía por París, mientras suplicaba ser recibido y atendido por el abogado Derville y por Madame Ferraud, que en virtud de su resurrección no era ya su viuda sino su mujer, y así volvía a ser, para su desdicha, la también enterrada y pretérita, la detestada Madame Chabert.