– He acudido a los más desgraciados… A los que me necesitaban más.

– Y con este procedimiento los has acabado de hundir en la miseria. Pero ¿no te das cuenta del resultado? ¡Si al menos fueran ellos felices, aunque estuviéramos nosotras despojadas; pero, ya ves, lo que ha sucedido aquí prueba que tenemos razón!…

– Y ese desgraciado Juan que nos escucha: ¡casado con una perdida, sin saber hacer nada de provecho, muerto de hambre!

(Yo estaba mirando a Juan. Deseando una de las cóleras de Juan. Él parecía no oír. Miraba por detrás de los cristales la raya de luz de la calle.)

– Juan, hijo mío -dijo la abuela-. Dime tú si tienen razón. Dime tú si crees también que eso es verdad… Juan se volvió enloquecido.

– Sí, mamá, tienen razón… ¡Maldita seas! Y ¡malditos sean ellos todos!

Entonces todo el cuarto se removió con batir de alas, graznidos. Chillidos histéricos.

24

Me acuerdo de que yo no llegué a creer verdaderamente en el hecho físico de la muerte de Román hasta mucho tiempo después. Hasta que el verano se fue poniendo dorado y rojizo en septiembre, a mí me pareció que todavía, arriba, en su cuarto, Román tenía que estar tumbado, fumando cigarrillos sin parar, o acariciando las orejas de Trueno,aquel perro negro y reluciente a quien la criada había raptado como un novio a su prometida.

A veces, estando yo sentada en el suelo de mi cuarto, caliente como toda la casa, medio desnuda para recoger cualquier resto de frescor y escuchando crujidos de madera, crujidos como si la luz que se volvía encarnada en las rendijas de las ventanas crepitara al quemarse… En esas tardes, así, angustiosas, yo empezaba a recordar el violín de Román y su caliente gemido. Si miraba en el espejo, frente a mí, aquel cortejo de formas que se reflejaban…, las sillas de un color tostado, el verde-gris papel de las paredes, una esquina monstruosa de la cama y un trozo de mi propio cuerpo, sentado a la usanza mora sobre el suelo de ladrillos, bajo toda esta sinfonía, y oprimido por el calor… En estas horas empezaba a sospechar de qué rincones él había trasladado su música al violín. Y no me parecía ya tan malo aquel hombre que sabía coger sus propios sollozos y comprimirlos en una belleza tan espesa como el oro antiguo… Entonces me acometía una nostalgia de Román, un deseo de su presencia, que no había sentido nunca cuando él vivía. Una atroz añoranza de sus manos sobre el violín o sobre las teclas manchadas del viejo piano.

Un día subí arriba, al cuartito de la buhardilla. Un día en que no pude aguantar el peso de este sentimiento, vi que lo habían despojado todo miserablemente. Habían desaparecido los libros y las bibliotecas. La cama turca, sin colchón, estaba apoyada de pie contra la pared, con las patas al aire. Ni una graciosa chuchería, de aquellas que Román tenía allí, le había sobrevivido. El armario del violín aparecía abierto y vacío. Hacía un calor insufrible allí. La ventanita que daba a la azotea dejaba pasar un chorro de sol de fuego. Se me hizo demasiado extraño no poder escuchar los cristalinos tictac tictac de los relojes…

Entonces supe ya, sin duda, que Román se había muerto y que su cuerpo se estaba deshaciendo y se estaba pudriendo en cualquier lado, bajo aquel sol que castigaba despiadadamente su antigua covacha, tan miserable ahora, desguarnecida de su antigua alma.

Entonces empezaron para mí las pesadillas que mi debilidad convertía en constantes y horrendas. Comencé a pensar en Román envuelto en su sudario, deshechas aquellas nerviosas manos que sabían recoger la armonía y la materialidad de las cosas. Aquellas manos a las que la vida hacía duras y elásticas a la vez, que tenían un color oscuro y amarillento por las manchas de tabaco, pero que sólo con alzarse sabían hablar tanto. Sabían dar la elocuencia justa de un momento. Aquellas manos hábiles -manos de ladrón, curiosas y ávidas- se me representaban torpemente hinchadas y blandas primero, tumefactas. Luego, convertidas en dos racimos de pelados huesos.

Estas visiones espantosas me persiguieron aquel fin de verano con monótona crueldad. En los atardeceres sofocantes, en las noches larguísimas cargadas de lánguida pesadez, mi corazón aterrado recibía las imágenes que mi razón no era suficiente para desterrar.

Para ahuyentar a los fantasmas, salía mucho a la calle. Corría por la ciudad debilitándome inútilmente. Iba vestida con mi traje negro encogido por el tinte y que cada vez se me quedaba más ancho. Corría instintivamente, con el pudor de mi atavío demasiado miserable, huyendo de los barrios lujosos y bien tenidos de la ciudad. Conocí los suburbios con su tristeza de cosa mal acabada y polvorienta. Me atraían más las calles viejas.

Un atardecer oí en los alrededores de la catedral el lento caer de unas campanadas que hacían la ciudad más antigua. Levanté los ojos al cielo, que se ponía de un color más suave y más azul con las primeras estrellas y me vino una impresión de belleza casi mística. Como un deseo de morirme allí, a un lado, mirando hacia arriba, debajo de la gran dulzura de la noche que empezaba a llegar. Y me dolió el pecho de hambre y de deseos inconfesables al respirar. Era como si estuviese oliendo un aroma de muerte y me pareciera bueno por primera vez, después de haberme causado terror… Cuando se levantó una fuerte ráfaga de brisa, yo estaba aún allí, apoyada contra una pared, entontecida y medio estática. Del viejo balcón de una casa ruinosa salió una sábana tendida, que al agitarse me sacó de mi marasmo. Yo no tenía la cabeza buena aquel día. La tela blanca me pareció un gran sudario y eché a correr… Llegué a la casa de la calle de Aribau medio loca.

Así de esta manera yo empecé a sentir la presencia de la muerte en la casa cuando casi habían pasado dos meses de aquella tragedia.

Al pronto la vida me había parecido completamente igual. Los mismos gritos lo alborotaron todo. Juan le seguía pegando a Gloria. Tal vez ahora había tomado la costumbre de pegarle por cualquier cosa y quizá su brutalidad se había redoblado… La diferencia, sin embargo, no era mucha a mis ojos. El calor nos ahogaba a todos y, sin embargo, la abuela, cada vez más arrugada, temblaba de frío. Pero no había mucha diferencia de esta abuela con la viejecita de antes. Ni siquiera parecía más triste. Yo seguía recibiendo su sonrisa y sus regalos, y en las mañanas en que Gloria llamaba al drapaireella seguía rezando a la virgen de su alcoba.

Me acuerdo que un día Gloria vendió el piano. La venta fue más lucrativa que las que hacía de costumbre y mis narices notaron pronto que ella se permitía aquel día el lujo de poner carne en la comida. Ahora que ya no estaba Antonia para fiscalizar los guisos y volverlos puercos con su sola presencia, Gloria parecía esforzarse en que las cosas fueran mejor.

Yo me estaba vistiendo para salir a la calle cuando oí un gran escándalo en la cocina. Juan tiraba, poseído de cólera, todas las cacerolas de los guisos que hacía un momento habían excitado mi gula y pateaba en el suelo a Gloria, que se retorcía.

– ¡Miserable! ¡Has vendido el piano de Román! ¡El piano de Román, miserable! ¡Cochina!

La abuela temblaba, como de costumbre, tapando contra ella la carita del niño para que no viera a su padre así.

La boca de Juan echaba espuma y sus ojos eran de esos que sólo se suelen ver en los manicomios. Cuando se cansó de pegar, se llevó las manos al pecho, como una persona que se ahoga, y luego le volvió a poseer una furia irracional contra las sillas de pino, la mesa, los cacharros… Gloria, medio muerta, se escabulló de allí y todos nos fuimos, dejándole solo con sus gritos. Cuando se calmó -según me contaron-, estuvo con la cabeza entre las manos, llorando silenciosamente.

Al día siguiente vino Gloria despacio y cuchicheante a mi cuarto y me habló de traer un médico y de meter en el manicomio a Juan.