Gloria se inclinó hacia mí, palpando mi blusa sobre mi espalda, con cierta satisfacción.

– Tú también estás delgada, Andrea…

Luego, rápidamente, para no ser oída por la abuela:

– Tu amiga Ena vendrá esta tarde al cuarto de Román. (Se levantó un tumulto dentro de mí.)

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque él acaba de pedir a la criada que suba a limpiar aquello y que compre licores… Yo no soy tonta, chica -y luego, achicando los ojos: -Tu amiga es la amante de Román.

Me puse tan encarnada que se asustó y se retiró de mí. La abuela nos observaba con los ojuelos inquietos.

– Eres como un animal -dije, furiosa-. Tú y Juan sois como bestias. ¿Es que no cabe otra cosa entre un hombre y una mujer? ¿Es que no concibes nada más en el amor? ¡Oh! ¡Sucia!

La violencia de mis sentimientos me empujaba el cerebro haciendo que me brotaran lágrimas. En aquel momento estaba aterrada por Ena. La quería y no podía soportar aquellas palabras corrosivas sobre su vida.

Gloria hizo un rictus con la boca, que era una sonrisa de ironía, pero que me serenó, porque comprendí que aquella mujer estaba a punto de llorar también. La abuela, espantada y dolorida, dijo:

– ¡Andrea! ¡Mi nieta hablando así!

Le dije a Gloria:

– ¿Por qué has pensado esa infamia de una muchacha que es mi amiga?

– Porque conozco a Román perfectamente… ¿Quieres que te diga una cosa? Román ha querido ser mi amante después de haber estado yo casada con Juan… Ya ves, ¿qué se puede esperar de un hombre así?

– Bueno. Yo, en cambio, conozco a Ena… Ella pertenece a una clase de seres humanos de la que tú no tienes idea, Gloria… Podría interesarle Román como amigo, pero…

(Me aliviaba decir estas cosas en alta voz y al mismo tiempo me empezó a repugnar aquella conversación con Gloria sobre mi amiga. Me callé.)

Di media vuelta y me fui a la calle. La abuela me tocó el vestido al pasar yo a su lado.

– ¡Niña! ¡Niña! ¡Vaya con la nietecita que nunca se enfadaba! ¡ Jesús, Jesús!

No sé qué gusto amargo y salado tenía en la boca. Di un portazo como si yo fuera igual que ellos. Igual que todos…

Estaba tan nerviosa que a cada momento sentía humedecerse mis ojos, ya en la calle. El cielo aparecía nublado con unas calientes nubes opresivas. Las palabras de los otros, palabras viejas, empezaron a perseguirme y a danzar en mis oídos. La voz de Ena: «Tú comes demasiado poco, Andrea, y estás histérica…». «Estás histérica, estás histérica…» «¿Por qué lloras si no estás histérica?…» «¿Qué motivos tienes tú para llorar?…» Vi que la gente me miraba con cierto asombro y me mordí los labios de rabia, al darme cuenta… «Ya hago gestos nerviosos como Juan»… «Ya me vuelvo loca yo también»… «Hay quien se ha vuelto loco de hambre»…

Bajé por las Ramblas hasta el puerto. A cada instante me reblandecía el recuerdo de Ena, tanto cariño me inspiraba. Su misma madre me había asegurado su estimación. Ella, tan querida y radiante, me admiraba y me estimaba a mí. Me sentía como enaltecida al pensar que habían solicitado de mí una misión providencial junto a ella. No sabía yo, sin embargo, si realmente iba a servir de algo mi intervención en su vida. El que Gloria me hubiera advertido su visita para aquella tarde me llenaba de inquietudes.

Estaba en el puerto. El mar encajonado presentaba sus manchas de brillante aceite a mis ojos; el olor a brea, a cuerdas, penetraba hondamente en mí. Los buques resultaban enormes con sus altísimos costados. A veces, el agua aparecía estremecida como por el coletazo de un pez, una barquichuela, un golpe de remo. Yo estaba allí aquel mediodía de verano. Desde alguna cubierta de barco, tal vez, unos nórdicos ojos azules me verían como minúscula pincelada de una estampa extranjera… Yo, una muchacha española, de cabellos oscuros, parada un momento en un muelle del puerto de Barcelona. Dentro de unos instantes la vida seguiría y me haría desplazar hasta algún otro punto. Me encontraría con mi cuerpo enmarcado en otra decoración… «Tal vez -pensé al fin, vencida como siempre por mis instintos martirizados- comiendo en algún sitio.» Tenía muy poco dinero, pero aún algo. Despacio, fui hacia los alegres bares y restaurantes de la Barceloneta. En los días de sol dan, azules o blancos, su nota marinera y alegre. Algunos tienen terrazas donde personas con buen apetito comen arroz y mariscos estimulados por cálidos y coloreados olores de verano que llegan desde las playas o de las dársenas del puerto.

Aquel día venía del mar un soplo gris y ardiente. Oí decir a alguien que era tiempo de tormenta. Yo pedí cerveza y también queso y almendras… El bar donde me sentaba era una casa de dos pisos, teñida de añil, adornada con utensilios náuticos. Yo me coloqué en una de las mesitas de la calle y casi me parecía que el suelo, bajo mí, iba a empezar a trepidar impulsado por algún oculto motor y a llevarme lejos…, a abrirme nuevamente los horizontes. Este anhelo repetido siempre en mi vida que, con cualquier motivo, sentía brotar.

Estuve allí mucho tiempo… Me dolía la cabeza. Al fin, muy despacio, pesándome en los hombros los sacos de lana de las nubes, volví hacia mi casa. Daba algunas vueltas. Me detenía… Pero parecía que un hilo invisible tiraba de mí, al desenrollarse las horas, desde la calle de Aribau, desde la puerta de entrada, desde el cuarto de Román en lo alto de la casa… Había pasado ya la media tarde cuando aquella fuerza se hizo irresistible y yo entré en nuestro portal.

Según iba subiendo la escalera me cogió entre sus garras el conocido y anodino silencio de que estaba impregnada. Por el cristal roto de una ventana llegaba -en un descansillo- el canto de una criada del patio.

Allá arriba estaban Román y Ena y yo tenía que ir también. No comprendía por qué estaba tan segura de la presencia de mi amiga allí. No eran suficientes las suposiciones de Gloria para aquella seguridad. Yo sentía su presencia, como un perro que busca, en mi nariz. A mí, acostumbrada a dejar que la corriente de los acontecimientos me arrastrase por sí misma, me emocionaba un poco aquel actuar mío que parecía iba a forzarla…

A cada peldaño tenía la impresión de que mis zapatos se hacían más pesados. Toda la sangre del cuerpo me bajaba a las piernas y yo me iba quedando pálida. Al llegar a la puerta de Román tenía las manos heladas y sudorosas a la vez. Allí me detuve. A mi derecha, la puerta de la azotea que estaba abierta me dio la idea de franquearla. No podía estar indefinidamente parada delante del cuarto de Román y tampoco me decidía a llamar, aunque oía como un murmullo de conversación. Necesitaba una pequeña tregua para tranquilizarme. Salí al terrado. Debajo de un cielo cada vez más amenazador aparecía -como una bandada de enormes pájaros blancos- el panorama de las azoteas casi cayendo sobre mí. Oí la risa de Ena. Una risa en que las notas forzadas me estremecían. El ventanillo del cuarto de Román estaba abierto.

Impulsiva, me puse a cuatro patas, como un gato, y me arrastré, para no ser vista, sentándome bajo aquel agujero. La voz de Ena era alta y clara:

– Para ti, Román, resultaba todo un negocio demasiado sencillo. ¿Qué pensabas? ¿Que me casaría contigo, quizá? ¿Que andaría azorada toda mi vida, temiendo tus peticiones de dinero como mi madre?

– Ahora me oirás a mí… -Román hablaba con un tono que no le había oído nunca.

– No. Ya no hay más que decir. Tengo todas las pruebas. Sabes que estás en mis manos. Por fin se acabará esta pesadilla…

– Pero me vas a escuchar, ¿verdad? Aunque no quieras… Yo nunca he pedido dinero a tu madre. Creo que de un chantaje no tendrás pruebas…

La voz de Román reptaba como una serpiente, llegando a mí.

Rápida, sin ocurrírseme pensar más, me deslicé a lo largo de la pared y saliendo de la azotea me precipité a la puerta de mi tío, golpeándola. No me contestaron y volví a llamar. Entonces me abrió Román. Al pronto no me di cuenta de que él estuviera tan pálido. Mis ojos sorbían la imagen de Ena, que parecía muy tranquila, sentada y fumando. Me miró hosca. Los dedos que sostenían el cigarrillo le temblaban un poco.