– ¿Sucedió eso la noche de San Juan?

– Sí…

Nos quedamos calladas un rato. En aquel silencio me vino, sin poderlo evitar, el recuerdo de Jaime. Fue un caso de transmisión de pensamiento.

– Con quien peor me he portado en este asunto es con Jaime, ya lo sé -dijo Ena.

Su cara era otra vez infantil, un poco enfurruñada. Me miró yya no había ni desafío ni cinismo en su mirada.

– ¡Cada vez que pensaba en Jaime era un tormento tan grande, si vieras! Pero yo no podía dominar a los demonios que me tenían cogida… Una noche salí con Román y me llevó al Paralelo. Estaba yo muy cansada y aburrida cuando entramos en un café atestado de gente y de humo. Yo creí que era una mala pasada de mi imaginación, cuando vi enfrente de mis ojos los ojos de Jaime; estaba detrás de aquella niebla, detrás de aquel calor y no me saludaba. No hacía más que mirarme… Aquella noche lloré mucho. Al día siguiente tú me trajiste un mensaje suyo, ¿te acuerdas?

– Sí.

– Yo no deseaba otra cosa que ver a Jaime y reconciliarme con él. ¡Estaba tan emocionada cuando nos encontramos! Luego se estropeó todo, no sé si por mi culpa o por la suya. Jaime me había prometido ser comprensivo, pero en el curso de la conversación se iba excitando… Al parecer había seguido todos mis pasos y había averiguado la vida y milagros de Román. Me dijo que tu tío era un indeseable metido en negocios de contrabando de lo más sucio. Me explicó esos negocios… Al cabo, empezó a hacerme cargos, desesperado de que yo anduviese «a merced de un bandido así»… Era más de lo que yo podía sufrir y no se me ocurrió otra cosa que empezar a defender a Román con el mayor calor. ¿No te ha sucedido alguna vez esa cosa espantosa de irte enredando en tus propias palabras y encontrarte con que ya no puedes salir?… Jaime y yo nos separamos desesperados aquel día… Él se marchó de Barcelona, ¿lo sabías?

– Sí.

– Tal vez cree que le voy a escribir… ¿No?

– Claro que sí.

Ena me sonrió y recostó su cabeza contra la piedra de la pared. Estaba cansada…

– Te he hablado tanto, ¿verdad, Andrea?, tanto… ¿No estás harta de mí?

– Aún no me has dicho lo más importante… Aún no me has dicho por qué, si habías terminado con él la víspera de San Juan, estabas hoy en el cuarto de mi tío…

Ena miró hacia la calle antes de contestarme. La tempestad se había calmado y el cielo aparecía manchado y revuelto con colores amarillos y pardos. Las alcantarillas tragaban el agua que corría a lo largo de los bordillos de las aceras.

– ¿Y si nos fuéramos, Andrea?

Empezamos a caminar a la deriva, íbamos cogidas del brazo.

– Hoy -me dijo Ena- jugué el todo por el todo al volver al cuarto de Román. Él me escribió unas líneas indicando que tenía en su cuarto algunos objetos míos y que deseaba devolvérmelos… Comprendí que no me iba a dejar en paz tan fácilmente. Recordé a mi madre y se me antojó que yo, como ella, me iba a pasar la vida huyendo si no tomaba una determinación… Entonces fue cuando me vino la idea de hacer uso de las averiguaciones de Jaime como una salvaguardia contra Román. Con esta única seguridad vine. Estaba dispuesta a verle por última vez… No creas que no tuve miedo. Estaba aterrorizada cuando tú llegaste. Aterrorizada, Andrea, e incluso arrepentida de mi impulso…, porque Román está loco, yo creo que está loco… Cuando tú llamaste a la puerta estuve a punto de caerme, tal era mi tensión nerviosa…

Ena se detuvo en medio de la calle para mirarme. Los faroles acababan de encenderse y rebrillaban en el suelo negro. Los árboles lavados daban su olor a verde.

– ¿Comprendes, Andrea, comprendes, querida, que no te pudiese decir nada, que incluso llegara a maltratarte en la escalera? Aquellos momentos parecían borrados de mi existencia. Cuando me di cuenta de que era yo, Ena, quien estaba viviendo, me encontré corriendo calle de Aribau abajo, buscando tu rastro. Al volver la esquina te encontré al fin. Estabas apoyada contra el muro del jardín de la universidad, muy pequeña y perdida debajo de aquel cielo tempestuoso… Así te vi.

22

Antes de que Ena se marchase, por fin, a pasar sus vacaciones en una playa del norte, volvimos a salir los tres: ella, Jaime y yo, como en los mejores tiempos de la primavera. Yo me sentía cambiada, sin embargo. Cada día mi cabeza se volvía más débil y me sentía reblandecida, con los ojos húmedos por cualquier cosa. La dicha esta, tan sencilla, de estar tumbada bajo un cielo sin nubes junto a mis amigos, que me parecía perfecta, se me escapaba a veces en una vaguedad de imaginación parecida al sueño. Lejanías azules zumbaban en mi cráneo con ruido de moscardón, haciéndome cerrar los ojos. Entre las ramas de los algarrobos veía yo, al abrir los párpados, el firmamento cálido, cargado de chirridos de pájaros. Parecía que me hubiera muerto siglos atrás y que todo mi cuerpo deshecho en polvo minúsculo estuviera dispersado por mares y montañas amplísimas, tan desparramada, ligera y vaga sensación de mi carne y mis huesos sentía… A veces encontraba los ojos de Ena, inquietos, sobre mi cara.

– ¿Cómo es que duermes tanto? Tengo miedo de que estés muy débil.

Esta cariñosa solicitud sobre mi vida se iba a terminar también. Ena debería marcharse al cabo de unos días y ya no volvería a Barcelona, de regreso del veraneo. La familia pensaba trasladarse directamente desde San Sebastián a Madrid. Pensé que cuando empezara el nuevo curso lo haría en la misma soledad espiritual que el año anterior. Pero ahora tenía una carga más grande de recuerdos sobre mis espaldas. Una carga que me agobiaba un poco.

El día en que fui a despedir a Ena me sentí terriblemente deprimida. Ena aparecía, entre el bullicio de la estación, rodeada de hermanos rubios, apremiada por su madre, que parecía poseída por una prisa febril de marcharse. Ella se colgó de mi cuello y me besó muchas veces. Sentí que se me humedecían los ojos. Que aquello era cruel. Ella me dijo al oído:

– Nos veremos muy pronto, Andrea. Confía en mí.

Creí entender que volvería al poco tiempo a Barcelona, casada con Jaime, quizá.

Cuando el tren arrancó nos quedamos el padre de Ena y yo en el gran recinto de los ferrocarriles. El padre de Ena, al quedarse repentinamente solo en la ciudad, parecía un poco abrumado. Me invitó a subir a un taxi y pareció un poco desconcertado de mi negativa. Me miraba mucho con su sonrisa bondadosa. Pensé que era una de esas personas que no saben estar solas ni un momento con sus propios pensamientos. Que no tienen pensamientos quizá. Sin embargo, me era extraordinariamente simpático.

Tenía la intención de volver a casa desde la estación, dando un largo rodeo a pesar del calor húmedo y pesado que lo apretaba todo. Empecé a caminar, a caminar… Barcelona se había quedado infinitamente vacía. El calor de julio era espantoso. Atravesé los alrededores del cerrado y solitario mercado del Borne. Las calles estaban manchadas de frutas maduras y de paja. Algunos caballos, sujetos a sus carros, coceaban. Me acordé repentinamente del estudio de Guíxols y entré en la calle de Monteada. El majestuoso patio con su escalera ruinosa de piedra labrada estaba igual que siempre. Un carro volcado conservaba restos de su carga de alfalfa.

– No hay nadie, señorita -me dijo la portera-. El señor Guíxols está fuera. Ya no viene nadie, ni siquiera el señor Iturdiaga, que se ha marchado a Sitges la semana pasada. El señor Pons tampoco está en Barcelona… Pero puedo darle la llave, si gusta subir; el señor Guíxols me ha dado permiso para entregársela a cualquiera…

No había sido mi propósito al llegar hasta allí, siguiendo el hilo de mis recuerdos, el de entrar en el estudio que ya sabía que estaba cerrado. Acepté, sin embargo, la proposición. De pronto se me aparecía como una perspectiva venturosa, aquella de poder estar un rato protegida por la vacía tranquilidad de la casa, por la frescura de sus muros antiguos. El aire cerrado tenía aún un olor tenue a barniz. Detrás de la puerta donde Guíxols acostumbraba a guardar sus provisiones encontré olvidada una pastilla de chocolate. Los cuadros estaban cuidadosamente cubiertos con telas blancas y parecían espectros envueltos en sudarios. Almas del recuerdo de mil conversaciones alegres.