– ¿Y Juan?

– ¡Ah, sí, sí! Era un momento emocionante, chica, estábamos todos callados y Tonet dijo:

»-Pues a mí me parece que a mí nadie me va a tomar el pelo…

»Yo, por dentro, estaba un poquito asustada… Y en este momento se empiezan a oír los golpes en la puerta de la calle. Una amiga de mi hermana, Carmeta -una chica muy guapa, no creas…- dijo:

»-Tonet, me parece que va por ti.

»Y Tonet, que ya estaba escuchando con la mosca sobre la oreja, se levantó como un rayo, porque aquellos días andaba huido. El marido de mi hermana le dijo…, bueno el marido de mi hermana no es marido, ¿sabes?, pero es igual; pues le dijo:

»-Corre a la azotea , ypásate por allí a casa del Martillet. Yo contaré hasta veinte antes de abrir. Parece que no son más que uno o dos los que están abajo…

»Tonet echó a correr escaleras arriba. La puerta parecía que iba a caerse a golpes. Mi hermana misma, que es la más diplomática, fue a abrir. Entonces sentimos a Juan despotricando y mi cuñado frunció el ceño porque no le gustan las historias sentimentales. Corrió a ver qué pasaba. Juan discutió con él. Aunque mi cuñado es un hombre gordo, de dos metros de alto, ya sabes tú que los locos tienen mucha fuerza, chica, y Juan estaba como loco. No lo pudo contener; pero cuando ya había pasado delante de él y apartaba la cortina, le dio mi cuñado un puñetazo en la espalda y le hizo caer al suelo, de cabeza, en nuestra habitación. Me dio pena, pobrecillo (porque yo a Juan le quiero, Andrea. Me casé enamoradísima de él, ¿sabes?). Yo le cogí la cabeza, arrodillándome a su lado y le empecé a decir que yo estaba allí para ganar dinero para el niño. Él me dio un empujón y se levantó no muy seguro. Mi hermana, entonces, se puso en jarras y le soltó un discurso. Le dijo que ella misma me había hecho proposiciones con hombres que me hubieran pagado bien y que yo no quise aceptar porque le quería a él, aunque siempre estaba pasando miserias por su culpa. Siempre calladita y sufriendo por él. Juan, pobrecillo, estaba quieto, con los brazos caídos y lo miraba todo. Vio que sobre la mesa estaban las apuestas, que estaban allí Carmeta y Teresa y dos buenos chicos que son sus novios. Vio que allí se iba en serio y que no había ninguna fiesta… Mi hermana le dijo que yo había ganado treinta duros mientras él pensaba en matarme. Entonces mi cuñado empezó a eructar en un rincón donde estaba con sus manos puestas en el cinturón y pareció que Juan se iba a volver a él para empezar otra vez el ataque de furia…, pero mi hermana es una mujer que vale mucho, chica. Tú ya la conoces, y le dijo:

»-Ahora, joanet, a tomar un poco de aguardiente conmigo y en seguida tu mujercita arregla sus ganancias con estos amigos y se va a casa a cuidar a su nen.

«Entonces mi cabeza empezó a trabajar mucho. Entonces, cuando mi hermana se llevó a Juan a la tienda, empecé a pensar que si Juan había venido era porque tú o la abuela le habríais llamado por teléfono y que lo más probable era que el niño, a aquellas horas, estuviera muerto… Porque yo pienso mucho, chica. ¿Verdad que no lo parece? Pues yo pienso mucho.

»Me entró una pena y una congoja, que no podía contar el dinero que me pertenecía, allí en la mesa donde estábamos jugando… Porque yo al nenle quiero mucho; ¿verdad que es muy mono? ¡Pobrecito!…

»La Carmeta, que es tan buena, me arregló las cuentas. Y ya no se volvió a hablar de que yo hubiera hecho trampa… Luego te encontré a ti con Juan y con mi hermana. Fíjate si estaba tonta que casi ni me extrañó. No se me ocurría más que una idea: "El nenestá muerto, el nenestá muerto"… Y entonces tú pudiste ver que Juan me quería de verdad cuando se lo dije… Porque los hombres, chica, se enamoran mucho de mí. No se pueden olvidar de mí tan fácilmente, no creas… Juan y yo nos hemos querido tanto…

Nos quedamos calladas. Yo me empecé a vestir. Gloria se iba tranquilizando y estiraba los brazos con pereza. De pronto se fijó en mí.

– ¡Qué pies tan raros tienes! ¡Tan flacos! ¡Parecen los de un Cristo!

– Sí, es verdad -Gloria al final me hacía sonreír siempre-; los tuyos, en cambio, son como los de las musas…

– Muy bonitos, ¿no?

– Sí.

(Eran unos pies blancos y pequeños, torneados e infantiles.) Oímos la puerta de la calle. Juan salía. Apareció la abuela con una sonrisa.

– Se ha llevado al niño de paseo… ¡Más bueno es este hijo mío!… Picarona -se dirigía a Gloria-, ¿por qué le contestas tú y le enredas en esas discusiones? ¡Ay!, ¡ay! ¿No sabes que con los hombres hay que ceder siempre?

Gloria se sonrió y acarició a la abuela. Se empezó a poner rímel en las pestañas. Pasó otro trapero y ella le llamó desde la ventana. La abuela movió la cabeza con angustia.

– De prisa, de prisa, niña, antes de que vengan Juan o Román… ¡Mira que si viene Román! ¡No quiero pensarlo!

– Estas cosas son de usted, mamá, y no de su hijo. ¿No es verdad, Andrea? ¿Voy a consentir que el niño pase hambre por conservar estos trastos? Además, que Román le debe dinero a Juan. Yo lo sé…

La abuela se salió de allí rehuyendo -según decía- complicidades. Estaba muy delgada. Bajo las blancas greñas le volaban dos orejas transparentes.

Mientras me duchaba y luego en la cocina, planchando mi traje -bajo las miradas agrias de Antonia, que nunca toleraba a gusto intromisiones en su reino-, oí la voz chillona de Gloria y la acatarrada del d ra pairediscutiendo en catalán. Pensaba yo en unas palabras que me dijo Gloria, mucho tiempo atrás, refiriéndose a su historia con Juan: «… Era como el final de una película. Era como el final de todas las tristezas, íbamos a ser felices ya…». Eso había pasado hacía muchísimo tiempo, en la época en que, salvando toda la embriaguez de la guerra, Juan había vuelto junto a la mujer que le dio un hijo para hacerla su esposa. Ya no se acordaban de ello casi… Pero hacía muy poco, en aquella angustiosa noche, que Gloria me había recordado con su charla, yo les había visto de nuevo fundidos en uno, hasta sentir juntos los latidos de su sangre, queriéndose, apoyándose uno al otro bajo el mismo dolor. Y también era como el final de todos los odios y de todas las incomprensiones.

«Si aquella noche -pensaba yo- se hubiera acabado el mundo o se hubiera muerto uno de ellos, su historia hubiera quedado completamente cerrada y bella como un círculo.» Así suele suceder en las novelas, en las películas, pero no en la vida… Me estaba dando cuenta yo, por primera vez, de que todo sigue, se hace gris, se arruina viviendo. De que no hay final en nuestra historia hasta que llega la muerte y el cuerpo se deshace…

– ¿Qué miras, Andrea?… ¿Qué miras con esos ojos tan abiertos en el espejo?

Gloria, ya de buen humor, había aparecido a mi espalda, mientras yo terminaba de vestirme. Detrás vi a la abuela con la cara radiante. La viejecilla tenía miedo de aquellas ventas que Gloria efectuaba. Creía firmemente que los traperos nos hacían un gran favor aceptándonos los muebles viejos y su corazón latía asustado, mientras Gloria discutía con el comprador. Rezaba, temblando, ante su polvoriento altar, para que la Madre de Dios librase pronto a su nuera de la humillación. Cuando el hombre terrible se iba, ella respiraba tranquila, como el niño que sale de casa del médico.

La miré con cariño. Tenía siempre, respecto a ella, unos vagos remordimientos. Algunas noches, al volver a casa, en las épocas de gran penuria, cuando no había podido comer ni cenar, encontraba en mi mesilla un plato con un poco de verdura poco apetitosa, que llevaba cocida muchas horas, o un mendrugo de pan, dejados allí por olvido .Comía, empujada por una necesidad más fuerte que yo, aquellos bocados de que se había privado la pobrecilla y me cogía asco de mí misma al hacerlo. Al día siguiente rondaba yo torpemente alrededor de la abuela. Advertía una sonrisa tan dulce en los ojos claros, al mirarme, que me conmovía como si me agarrasen las raíces del espíritu hasta entrarme ganas de llorar. Si, impelida por mis sentimientos, la estrechaba entre mis brazos, tropezaba con un cuerpecillo duro y frío como hecho de alambre, dentro del cual latía un corazón asombrosamente vivo…