– Oportunidad te llamas, Andrea -dijo con frialdad.

– Ena, querida…, me pareció que estabas aquí. Subí a saludarte…

(Eso quise decir yo o algo por el estilo. Sin embargo, no sé si llegué a completar la frase.)

Román parecía reaccionar. Sus vivas miradas nos abarcaban a Ena y a mí.

– Anda, pequeña, sé buena…, márchate.

Estaba muy excitado.

Inesperadamente, Ena se puso de pie, con sus elásticos, rapidísimos movimientos y encontré que estaba a mi lado, cogiéndome del brazo antes de que Román y yo hubiéramos tenido tiempo de pensarlo. Sentí confusamente los latidos de un corazón al acercarse ella a mi cuerpo. No sabría decir si era su corazón o el mío el que estaba asustado.

Román empezó a sonreírse, con la bella y tirante sonrisa tan conocida.

– Haced lo que queráis, pequeñas -miraba a Ena, no a mí; a Ena únicamente-. Sin embargo, me sorprende esta marcha repentina, cuando estábamos en la mitad de nuestra conversación, Ena. Tú sabes que esto no puede acabar así… Tú lo sabes.

No sé por qué me dio tanto miedo el tono amable y tenso de Román. Los ojos le relucían mirando a mi amiga, como relucían los ojos de Juan cuando estaba a punto de estallar su cerebro.

Ena me empujó hasta la puerta. Hizo una ligera y burlona reverencia.

– Otro día hablaremos, Román. Hasta entonces no te olvides de lo que te he dicho. ¡Adiós!…

Se estaba riendo también. También tenía los ojos brillantes y estaba palidísima.

Fue entonces, en aquel momento, cuando yo me di cuenta de que Román llevaba la mano derecha en el bolsillo todo el rato. De que abultaba allí. No sé qué desviación de mi fantasía me hizo pensar en su negra pistola, cuando mi tío acentuaba su sonrisa. Fue una cuestión de segundos. Me abracé a él como una loca y le grité a Ena que corriese.

Sentí el empujón de Román y vi su cara, limpia al fin de aquella tensión angustiosa. Barrida por una cólera soberbia.

– ¡Ridícula! ¿Es que crees que os iba a matar a tiros?

Me miró, ya recobrada la serenidad. Yo había recibido un golpe en la espalda al chocar contra la barandilla de la escalera. Román se pasó la mano por la frente para apartarse los rizados cabellos. A mis ojos, en rápido descenso -como ya otras veces había sucedido- se le avejentaron las facciones. Luego nos dio la espalda y entró en su cuarto.

Sentía yo el cuerpo dolorido. Una ráfaga de aire polvoriento hizo golpear la puerta de la azotea. De lejos me llegó el aviso ronco de un trueno.

Encontré a Ena esperándome en un descansillo de la escalera. Su mirada era la mirada burlona de los peores momentos.

– Andrea, ¿por qué eres tan trágica, querida?

Me herían sus ojos. Levantaba la cabeza y sus labios se curvaban con un desprecio insoportable.

Tuve ganas de pegarle. Luego mi furia se me agolpó en una angustia que me hizo volver la cabeza y echar a correr escaleras abajo, casi matándome, cegada por las lágrimas… Las conocidas fisonomías de las puertas, con sus felpudos, sus llamadores brillantes u opacos, las placas que anunciaban la ocupación de cada inquilino… «Practicante», «Sastre»…, bailaban, se precipitaban sobre mí, desaparecían comidas por mi llanto.

Así llegué a la calle, hostigada por la incontenible explosión de pena que me hacía correr, aislándome de todo. Así, empujando a los transeúntes, me precipité, calle de Aribau abajo, hacia la plaza de la Universidad.

21

Aquel cielo tormentoso me entraba en los pulmones y me cegaba de tristeza. Desfilaban rápidamente, entre la neblina congojosa que me envolvía, los olores de la calle de Aribau. Olor de perfumería, de farmacia, de tienda de comestibles. Olor de calle sobre la que una polvareda gravita, en el vientre de un cielo sofocantemente oscuro.

La plaza de la Universidad se me apareció quieta y enorme como en las pesadillas. Era como si los pocos transeúntes que la cruzaban, como si los autos y los tranvías estuviesen atacados de parálisis. Alguien se me ha quedado en el recuerdo con una pierna levantada: tan extraña fue la mirada que lancé a todo y tan rápidamente me olvidé de lo que había visto.

Encontré que no lloraba ya, pero me dolía la garganta y me latían las sienes. Me apoyé contra la verja del jardín de la universidad, como aquel día que recordaba Ena. Un día en que, al parecer, no me daba cuenta de que el agua de los cielos se derramaba sobre mí…

Un papel viejo se me pegó a las rodillas. Miré aquel aire grueso, aplastado contra la tierra, que empezaba a hacer revolar el polvo y las hojas, en una macabra danza de cosas muertas. Sentí un dolor de soledad, más insoportable por repetido, que el que me acometiera al salir de casa de Pons, unos días atrás. Ahora era como un castigo el que el llanto se me hubiese acabado. Por dentro me raspaba, hiriéndome los párpados y la garganta.

No pensaba ni esperaba nada cuando sentí a mi lado una presencia humana. Era Ena la que estaba allí, agitada como quien ha llegado corriendo. Me volví despacio -parecía que no me funcionaban bien los muelles de mi cuerpo, que estaba enferma, que cualquier movimiento me costaba trabajo-. Vi que ella sí que tenía los ojos llenos de lágrimas. Era la primera vez que yo la había visto llorar.

– ¡Andrea!… ¡Oh! ¡Qué tonta!… ¡Mujer!

Hizo una mueca como para reírse y empezó a llorar más; era como si llorara por mí, tanto me descargaba su llanto de angustia. Me tendió los brazos, incapaz de decirme nada, y nos abrazamos allí, en la calle. El corazón -su corazón, no el mío- le iba a toda velocidad, martilleando junto a mí. Así estuvimos un segundo. Luego, yo me arranqué bruscamente de su ternura. Vi que se secaba los ojos con rapidez y ahora la sonrisa le florecía fácilmente, como si no hubiera llorado nunca.

– ¿Sabes que te quiero muchísimo, Andrea? -me dijo- .Yo no sabía que te quisiera tanto… No quería volver a verte, como a nada que me pueda recordar esa maldita casa de la calle de Aribau… Pero, cuando me has mirado así, cuando te ibas…

– ¿Yo te he mirado así? ¿Cómo?

Las cosas que decíamos no me importaban. Me importaba la confortadora sensación de compañía, de consuelo, que estaba sintiendo como un baño de aceite sobre mi alma.

– Pues… no sé explicarte. Me mirabas con desesperación. Y además, como yo sé que me quieres tanto, con tal fidelidad. Como yo a ti, no creas…

Hablaba con incoherencias que a mí me parecían llenas de sentido. Del asfalto vino un olor a polvo mojado. Caían grandes gotas calientes y no nos movíamos. Ena pasó su brazo por mi hombro y oprimió su suave mejilla contra la mía. Parecían desbordadas todas nuestras reservas. Calmados los malos momentos.

– Ena, perdona lo de esta tarde. Ya sé que no puedes soportar que te espíen. Yo no lo había hecho nunca hasta hoy, te lo juro… Si interrumpí tu conversación con Román fue porque me pareció que él te amenazaba… Ya sé que quizás es ridículo. Pero me lo pareció.

Ena se apartó de mí para mirarme. En los labios le flotaba la risa.

– ¡Pero si lo necesitaba, Andrea! ¡Si viniste del cielo! Pero ¿no te diste cuenta de que me salvabas?… Si he sido dura contigo fue a causa de la demasiada tirantez de mis nervios. Tenía miedo de llorar. Y ya ves, ahora lo he hecho…

Ena respiró fuerte, como si esto le aliviase de mil sentimientos ardorosos. Cruzó las manos a su espalda, casi estirándose, librándose de todas las tensiones. No me miraba. Parecía que no me hablase a mí.

– La verdad, Andrea, es que en el fondo he apreciado siempre tu estimación como algo extraordinario, pero nunca he querido darme cuenta. La amistad verdadera me parecía un mito hasta que te conocí, como me pareció un mito el amor hasta que conocí a Jaime… A veces -Ena se sonrió con cierta timidez- pienso en lo que puedo haber hecho yo para merecer esos dos regalos del destino… Te aseguro que he sido una niña terrible y cínica. No creí en ningún sueño dorado nunca, y al revés de lo que les sucede a las otras personas, las más bellas realidades me han caído encima. He sido siempre tan feliz…