– Ena, ¿no te enamoraste de Román?

Hice la pregunta en un murmullo tan tenue que la lluvia que caía ya regularmente, pudo más que mi voz. Volví a repetir:

– Di, ¿no te enamoraste?

Ena me rozó, rápida, con una indefinible mirada de sus ojos demasiado brillantes. Luego alzó la cabeza hacia las nubes.

– ¡Nos mojamos, Andrea! -gritó.

Me arrastró hasta la puerta de la universidad, donde nos refugiamos. Su cara aparecía fresca bajo las gotas de agua, un poco empalidecida como si hubiese padecido fiebres. La tempestad empezó a desatarse cayendo en cataratas, acompañada de un violento tronar. Estuvimos un rato sin hablar, escuchando aquella lluvia que a mí me encalmaba y me reverdecía como a los árboles.

– ¡Qué belleza! -dijo Ena, y se le dilataron las aletas de la nariz-. Dices que si me he enamorado de Román… -prosiguió con una expresión casi soñadora-. ¡Me ha interesado mucho! ¡Mucho!

Se rió bajito.

– A nadie he logrado desesperar así, humillar así…

La miré con cierto asombro. Ella sólo veía la cortina de lluvia que delante de sus ojos caía iluminada por los relámpagos. La tierra parecía hervir, jadear, desprendiéndose de todos sus venenos.

– ¡Ah! ¡Qué placer! Saber que alguien te acecha, que cree tenerte entre sus manos, y escaparte tú, dejándole burlado… ¡Qué juego extraño!… Román tiene un espíritu de pocilga, Andrea. Es atractivo y es un artista grande, pero, en el fondo, ¡qué mezquino y soez!… ¿A qué clase de mujeres ha estado acostumbrado hasta ahora? Supongo que a seres como a esas dos sombras que rondaban la escalera cuando yo subí a verle… Esa horrible criada que tenéis, y la otra mujer tan rara, con el pelo rojo, que ahora sé que se llama Gloria… Y también, quizás, a alguna persona muy dulce y tímida, como mi madre… Me miró de reojo.

– ¿Tú sabes que mi madre estuvo enamorada de él en la juventud?… Sólo por este hecho deseaba conocer yo a Román. Luego, ¡qué decepción! Llegué a odiarle… ¿No te sucede a ti, cuando te forjas una leyenda sobre un ser determinado y ves que queda bajo tus fantasías y que en realidad vale aún menos que tú, llegas a odiarle? A veces este odio mío por Román llegó a ser tan grande, que él lo notaba y volvía la cabeza, como cargado de electricidad… ¡Qué días más raros aquellos primeros en que empezábamos a conocernos! No sé si era yo desgraciada o no. Estaba como obsesionada por Román. Huía de ti. Reñí con Jaime por una tontería y luego no podía sufrir su presencia. Creo que sentía que si hubiera vuelto a ver a Jaime tendría que dejar aquella aventura a la fuerza. Y entonces yo me sentía demasiado interesada, casi intoxicada por todo aquello… Si estoy con Jaime me vuelvo buena, Andrea, soy una mujer distinta… Si vieras, a veces tengo miedo de sentir el dualismo de fuerzas que me impulsan. Cuando he sido demasiado sublime una temporada, tengo ganas de arañar… De dañar un poco.

Me cogió la mano y ante mi gesto instintivo de retirarla se sonrió con mimosa ternura.

– ¿Te asusto? Entonces, ¿cómo quieres ser mi amiga? No soy ningún ángel, Andrea, aunque te quiero tanto… Hay seres que me colman el corazón, como Jaime, mamá y tú, cada uno en vuestro estilo… Pero una parte de mí necesita expansionarse y dar rienda suelta a sus venenos. ¿Crees que no quiero a Jaime? Lo quiero muchísimo. No podría soportar que mi vida se separase ya de la suya. Tengo deseos de su presencia, de su personalidad entera. Le admiro apasionadamente… Pero hay otra cosa: la curiosidad, esa inquietud maligna del corazón, que no puede reposar…

– ¿Román te hizo el amor? Di.

– ¿Hacerme el amor? No sé. Estaba desesperado conmigo, tan rabioso que me hubiera estrangulado a veces… Pero se domina muy bien. Yo quería que perdiese el control de sus nervios. Sólo lo logré un día… Hace de esto más de una semana, Andrea, fue la última vez que vine a verle antes de hoy. He venido cinco veces a ver a Román y siempre he procurado que lo supiera alguien. Porque, en el fondo, Román me ha inspirado siempre un poco de miedo. Llamaba a la puerta de tu casa, cuando sabía que no había de encontrarte, y preguntaba por ti. Esas dos mujeres tan curiosas, a las que poseía una especial desazón en cuanto me veían aparecer, me venían muy bien. Sabía que las dejaba como dos guardianes a mi espalda. No sabes, sin embargo, lo que este ambiente tan cargado me llegaba a divertir. A veces olvidaba hasta el sentimiento de estar continuamente en guardia. Me reía allí, francamente, excitada y entusiasmada. Nunca se me había presentado un campo de experimentación así… Eran éstos los momentos en que Román venía despacio a sentarse a mi lado. Pero cuando yo notaba su cuerpo caliente, una rabia inexplicable me venía de dentro; me costaba hacer un esfuerzo para disimularlo. Luego, riéndome aún, me trasladaba al otro extremo del cuarto.

»Le volvía loco. Cuando me imaginaba lánguida y medio subyugada por su música, por el tono de confidencia casi perversa que daba a la conversación, yo me ponía de pie de pronto sobre la cama turca.

»-¡Tengo ganas de saltar! -le decía.

»Y empezaba a hacerlo, llegando casi hasta el techo con los brincos, como cuando juego con mis hermanos. Él, al oír mis carcajadas, no sabía si estaba yo loca o era estúpida… Ni un momento, con el rabillo del ojo, dejaba yo de observarle. Después del primer movimiento de involuntaria sorpresa, su cara quedaba impenetrable, como siempre… No era eso, Andrea, lo que quería yo. Si tú supieras que Román, cuando joven, hizo sufrir a mi madre…

– ¿Quién te ha contado esas historias?

– ¿Quién?… ¡Ah! ¡Sí!… Papá mismo. Papá una vez que mamá estuvo enferma y hablaba de Román en medio de las fiebres… El pobre estaba aquella noche muy conmovido, creía que ella se iba a morir.

(Yo tuve que sonreírme. En pocos días la vida se me aparecía distinta a como la había concebido hasta entonces. Complicada y sencillísima a la vez. Pensaba que los secretos más dolorosos y más celosamente guardados son quizá los que todos los de nuestro alrededor conocen. Tragedias estúpidas. Lágrimas inútiles. Así empezaba a aparecerme la vida entonces).

Ena se volvió hacia mí, y no sé qué ideas vería en mis ojos. Súbitamente me dijo:

– Pero no me creas mejor de lo que soy, Andrea… No vayas a buscarme disculpas… No era sólo por esta causa por lo que yo quería humillar a Román… ¿Cómo te voy a explicar el juego apasionante en que se convertía aquello para mí?… Era una lucha más enconada cada vez. Una lucha a muerte…

Ena, seguramente, estaba mirándome mientras me hablaba. Me pareció sentir sus ojos todo el rato. Yo no podía hacer más que escuchar con los ojos puestos en la lluvia, cuya furia se hacía desigual, alzándose algunos momentos y casi cesando en otros.

– Escucha, Andrea, yo no podía pensar en Jaime ni en ti ni en nadie esta temporada, yo estaba absorbida enteramente en este duelo entre la frialdad y el dominio de los nervios de Román y mi propia malicia y seguridad… Andrea, el día en que por fin pude reírme de él, el día en que me escapé de sus manos cuando ya creía tenerme segura, fue algo espléndido…

Ena se reía. Me volví hacia ella, un poco asustada, y la vi muy guapa, con los ojos brillantes.

– Tú no puedes ni concebir una escena como la que terminó mis relaciones con Román la semana pasada, la víspera de San Juan exactamente, lo recuerdo bien… Me escapé…, así, corriendo, casi matándome, escaleras abajo… Me dejé en su cuarto mi bolso y mis guantes, y hasta las horquillas de mi pelo. Pero Román también se quedó allí… Nunca he visto nada más abyecto que su cara… ¿Dices que si me he enamorado de él?… ¿De ese hombre?

Empecé a mirar a mi amiga, viéndola por primera vez tal como realmente era. Tenía los ojos sombreados bajo aquellas agrias luces cambiantes que venían del cielo. Yo sentí que nunca podría juzgarla. Pasé mi mano por su brazo y apoyé mi cabeza en su hombro. Estaba yo muy cansada. Multitud de pensamientos se aclaraban en mi cerebro.