Nos quedamos calladas.

No había más que decir al llegar a este punto, puesto que era fácil para mí entender este idioma de sangre, dolor y creación que empieza con la misma sustancia física cuando se es mujer. Era fácil entenderlo sabiendo mi propio cuerpo preparado -como cargado de semillas- para esta labor de continuación de vida. Aunque todo en mí era entonces ácido e incompleto como la esperanza, yo lo entendía.

Cuando la madre de Ena terminó de hablar, mis pensamientos armonizaban enteramente con los suyos.

Me asusté y me encontré con que la gente volvía a gritar a mi alrededor (como la ola, que, parada -negra- un momento, choca contra el acantilado y revienta en fragor y espuma). Todas las luces del café y de la calle se metieron al mismo tiempo en mis ojos cuando ella volvió a hablar.

– Por eso quiero que usted me ayude… Sólo usted o Román podrían ayudarme, y él no ha querido. Yo quisiera que sin conocer esta ruin parte de mi historia, que usted ahora sabe, Ena se avergüence de Román… Ella, mi hija, no es un ser enfermizo como he sido yo. No podrá nunca dejarse arrastrar por las mismas fiebres que a mí me han consumido… Ni siquiera sé pedirle a usted que haga algo concreto. Desearía que cuando ellos estén arriba, en la habitación de Román, haciendo música, alguien rompiera la penumbra y el hechizo falso por el solo hecho de dar la llave a la luz. Quisiera que alguien que no fuese yo hablase a Ena de Román, si es preciso mintiendo… Dígale que le ha pegado, ponga de relieve su sadismo, su crueldad, sus trastornos… Ya sé que esto que le pido es demasiado… Ahora soy yo quien le pregunta: ¿conoce usted este aspecto de su tío?

– Sí.

– Así pues, ¿tratará de ayudarme? Sobre todo, no deje usted, como hasta ahora, a Ena… Si ella cree a alguien, será a usted. La estima más de lo que le ha dejado ver. De eso estoy segura.

– En lo que de mí dependa puede usted estar segura de que trataré de ayudarla. Pero no creo que estas cosas sirvan de nada.

(Mi alma crujía por dentro como un papel arrugado. Como había crujido cuando Ena estrechó un día, delante de mí, la mano de Román.)

Le dolía la cabeza. Casi podía tocar yo aquel dolor.

– ¡Si yo pudiera llevármela de Barcelona!… A usted le parecería ridículo que yo no pueda imponer mi autoridad en una cuestión como la del veraneo. Pero mi marido no tiene posibilidad de dejar ahora el negocio y Ena se defiende, escudándose en su deseo de no abandonarle… Logra que Luis se enfade de mi insistencia y entre bromas y veras me acuse de acaparar la hija que los dos preferimos. Dice que me marche yo con los niños y que le deje a Ena. Está entusiasmado, porque ella, que generalmente es poco pródiga en sus demostraciones de afecto, esta temporada le demuestra una ternura extraordinaria. Yo llevo noches sin dormir…

(Y yo me la imaginaba abiertos los ojos junto al tranquilo sueño del marido. Doloridos los huesos por las posturas forzadas por miedo de despertarle… Atenta a los crujidos de la cama, al dolor de los párpados insomnes, a la propia angustia interior.)

– Por otra parte, Andrea, he tratado de contar anécdotas ridículas o groserías de Román. Anécdotas de las que mi recuerdo está lleno… Sin embargo, por este camino me atrevo muy poco. Si Ena me mira, siento que voy a enrojecer como si fuera culpable. Que me van a traspasar los ojos de mi hija… Mi padre me ha prometido que desde septiembre Luis tendrá que hacerse cargo de la sucursal de Madrid… Pero de aquí a entonces pueden suceder tantas cosas…

Se levantó para marcharse. No estaba aliviada por haber hablado conmigo. Antes de ponerse los guantes se pasó, con un gesto maquinal, la mano por la frente. Una mano tan fina que me dieron ganas de volver su palma hacia mis ojos para maravillarme de su ternura, como a veces me gusta hacer con el envés de las hojas…

En un momento vi que ella se alejaba, que en medio de la pesada sensación de estupor que me había quedado de aquella charla, la pequeña y delgada figura desaparecía entre la gente.

Más tarde, en mi cuarto, la noche se llenó de inquietudes. Pensé en las palabras de la madre de Ena: «Le he pedido ayuda a Román y no ha querido dármela…». Así pues, por fin, la señora había visto a solas a aquel hombre -y no sé por qué Román me daba cierta pena, me pareció un pobre hombre- a quien ella había acosado con sus pensamientos años atrás. Había visto el pequeño cuarto, el pequeño teatro en donde por fin se había encerrado Román con el tiempo. Y sus ojos amargos habían adivinado lo que de allí podía hechizar a la hija.

Ya de madrugada, un cortejo de nubarrones oscuros como larguísimos dedos empezaron a flotar en el cielo. Al fin, ahogaron la luna.

20

La mañana vino y me pareció sentirla llegar -cerrados aún mis párpados- tal como la Aurora, en un gran carro cuyas ruedas aplastasen mi cráneo. Me ensordecía el ruido -crujir de huesos, estremecimiento de madera y hierro sobre el pavimento-. El tintineo del tranvía. Un rumoreo confuso de hojas de árboles y de luces mezcladas. Un grito lejano:

–  Drapaireee!…

Las puertas de un balcón se abrieron y se cerraron cerca de mí. La propia puerta de mi cuarto cedió de par en par, empujada por una corriente de aire y tuve que abrir los ojos. Me encontré la habitación llena de luz pastosa. Era muy tarde. Gloria se asomaba al balcón del comedor para llamar a aquel trapero que voceaba en la calle y Juan la detuvo por el brazo, cerrando con un golpe estremecedor los cristales.

– ¡Déjame, chico!

– Te he dicho que no se vende nada más. ¿Me oyes? Lo que hay en esta casa no es solamente mío.

– Y yo te digo que tenemos que comer…

– ¡Para eso gano yo bastante!

– Ya sabes que no. Ya sabes bien por qué no nos morimos de hambre aquí…

– ¡Me estás provocando, desgraciada!

– ¡No tengo miedo, chico!

– ¡Ah!… ¿No?

Juan la cogió por los hombros, exasperado.

– ¡No!

Vi caer a Gloria y rebotar su cabeza contra la puerta del balcón. Los cristales crujieron, rajándose. Oí los gritos de ella en el suelo.

– ¡Te mataré, maldita!

– No te tengo miedo, ¡cobarde!

La voz de Gloria temblaba, aguda.

Juan cogió el jarro del agua y trató de tirárselo encima cuando ella intentaba levantarse. Esta vez hubo cristales rotos, aunque no tuvo puntería. El jarro se rompió contra la pared. Uno de los trozos hirió, al saltar, la mano del niño, que sentado en su silla alta lo miraba todo con sus ojos redondos y serios.

– ¡Ese niño! Mira lo que has hecho a tu hijo, imbécil, ¡mala madre!

– ¿Yo?

Juan se abalanzó a la criatura, que estaba aterrada y que al fin comenzó a llorar. Y trató de calmarle con palabras cariñosas, cogiéndole en brazos. Luego se lo llevo para curarlo.

Gloria lloraba. Entró en mi habitación.

– ¿Has visto qué bestia, Andrea? ¡Qué bestia! Yo estaba sentada en la cama. Ella se sentó también, palpándose la nuca, dolorida por el golpe.

– ¿Te das cuenta de que no puedo vivir aquí? No puedo… Me va a matar, y yo no quiero morirme. La vida es muy bonita, chica. Tú has sido testigo… ¿Verdad que tú has sido testigo, Andrea, de que él mismo comprendió que yo era la única que hacía algo para que no nos muriéramos de hambre aquella noche en que me encontró jugando?… ¿No me dio la razón delante de ti, no me besaba llorando? Di, ¿no me besaba?

Se enjugó los ojos y sus menudas narices se encogieron en una sonrisa.

– A pesar de todo, hubo algo cómico en aquello, chica… Un poquitín cómico. Ya sabes tú… Yo le decía a Juan que vendía sus cuadros en las casas que se dedican a objetos de arte. Los vendía en realidad a los traperos, y con los cinco o seis duros que ellos me daban, podía jugar por la noche en casa de mi hermana… Allí van los amigos y amigas de ella, de tertulia, por las noches. A mi hermana le gusta mucho eso porque le hacen gasto de aguardiente y ella gana con eso. A veces se quedan hasta el amanecer. Son gente que juega bien y les gusta apostar. Yo gano casi siempre… Casi siempre, chica… Si pierdo, mi hermana me presta cuando tengo déficit y luego se lo voy devolviendo con un pequeño interés cuando gano otras veces… Es la única manera de tener un poco de dinero honradamente. Te digo a ti que algunas veces he llegado a traer a casa cuarenta o cincuenta duros de una vez. Es muy emocionante jugar, chica… Aquella noche yo había ganado, tenía treinta duros delante de mí… Y lo que son las casualidades, figúrate que vino bien el que apareciera Juan, porque yo tenía por contrario a un hombre muy bruto y había hecho un poquitín de trampa… Algunas veces hay que hacerlo así. Pues sí, es un hombre con un ojo torcido. Un tipo curioso que a ti te gustaría conocer, Andrea. Lo peor es que no se sabe bien adonde mira y lo que ha visto y lo que no… Un tipo que hace contrabando y que ha tenido algo que ver con Román. ¿Tú sabes que Román se dedica a negocios sucios?