Prudencia poco a poco le fue perdiendo el respeto a su marido, al mismo tiempo que él se lo perdía a Prudencia. No sabe si perdió antes el amor o el respeto, pero también dejó de amarle; no sabe a ciencia cierta cuándo empezó a variar la cosa. Y digo yo que de eso no se percata uno nunca, que cuando te quieres dar cuenta está batida la yema con la clara y ya no se puede separar.

Al enterarse de que él andaba con otra decidió divorciarse. Lo pensó mucho antes de decírselo al marido; no sabía cómo. Un día se armó de valor y le dijo que estaba harta de comer sola, harta de estar en casa todo el día, harta de su suegra y harta de él. Que se iba a casa de su madre por un tiempo y que ya le avisaría si pensaba volver.

El marido no podía creerlo. Jamás había visto así a Prudencia. Se puso hecho una bestia y le gritó que no le haría pasar por esa vergüenza. Que no se le ocurriera nunca más venirle con esas pamplinas. Prudencia le dijo que no eran pamplinas, que era una cosa muy seria, que la tenía muy bien pensada. ¿Quién te ha dicho a ti que tienes que pensar? Tú no te vas a ninguna parte, ni muerta te vas, se acabó la discusión. Y le dio dos bofetadas que la tiraron al suelo.

No le dolieron en la cara, sino al lado del alma, en ese rincón que no se le puede enseñar a nadie, pero a mí Prudencia sí me lo enseñó.

Y también me enseñó un dolor más negro. Porque el marido se asustó cuando vio que la había golpeado tan fuerte. Se agachó, le cogió la cabeza entre las manos, le apartó el pelo de la cara y le secó las lágrimas con los dedos.

Sois terribles las mujeres cuando os ponéis a pensar. La acurrucó en su hombro y se puso a besarla en la boca. Ella se resistía y le decía que no, que no, que por favor la dejara. Pero él siguió sin escucharla, le secó las lágrimas con la lengua. Déjame, aparta, gritaba Prudencia. Se revolvía asqueada. Entonces la miró como un poseso y se le encendieron los ojos. Quieta, nena, quieta, le decía entre dientes mientras la sujetaba. Y allí mismo, en el comedor, la violentó dos veces.