Es raro cómo cambian las cosas después del matrimonio. Y a Prudencia le extraña. Recuerda que, cuando eran novios, su marido estaba muy pendiente de ella, le hacía regalos, le mandaba flores y la llamaba por teléfono todo el rato. Después que se casaron, él perdió el interés. Y ella se quejaba a sus amigas. Lloraba y les decía que ya no la quería.

No fue un cambio repentino. Estaban muy enamorados cuando se casaron. El caso es que Prudencia anduvo mucho tiempo dándole vueltas y no encontró ninguna explicación.

No entendía por qué su marido empezó a ponerse arisco con ella. Un día Prudencia le pidió una caricia. ¡Ay hija, qué pesada eres!, le dijo; y le dio un beso en la mano, como a un obispo. Tampoco sabía por qué dejó de sacarla de paseo por las tardes y se iba con los amigos a jugar al mus. La pobre, si le decía que le apetecía salir, él le preguntaba si no tenía cosas que hacer en casa. Su marido empezó a tomar decisiones sin contar con ella y Prudencia empezó a sufrir. Prudencia aprendió a esperar, y su marido aprendió a hacerla esperar. Un día no la llamaba para decir que no iría a cenar, otro se olvidaba de su aniversario. Ella se ponía muy triste y él le decía que no era para tanto.

Prudencia estaba que daba lástima, la pobre, y mi prima intentaba consolarla diciéndole que los hombres son todos así, raritos, y que cuando se casan creen que han firmado un contrato de compraventa y que ya son dueños de la mujer y no tienen que preocuparse de más.

En el fondo, mi prima y las amigas disfrutaban mucho viendo a Prudencia perder la cara de contenta que tenía cuando se casó, eso les hacía sentirse mejor, por comparación, no porque ellas fueran más felices, sino porque eran un poco menos desgraciadas que Prudencia.