Prudencia deseaba un hijo, sin embargo Dios se lo negó desde el principio. Ni ella era estéril ni su marido tampoco. Dicen que de tanto desearlo no podía quedarse embarazada. A medida que pasaban los meses, y los años, se le fue viniendo una tristeza que no compartió nunca con nadie. Sólo a mí me contaba Prudencia sus cosas. Se volvió arisca con su marido. Su marido se volvió arisco con ella, y no la soportaba. Ya no dormían juntos la siesta. Él decía que se iba a comer con su madre todos los días con la excusa de que su padre había muerto. Pero Prudencia sabía bien que no era precisamente en casa de su madre donde comía.

Prudencia cometió un error. Y los errores se pagan. Creyó que su vida era la de su marido y, cuando quiso darse cuenta, el marido tenía su vida y ella no tenía la propia. Todo lo hacía calculando si a él le gustaría y jamás se preguntó qué le gustaba a ella.

Cuando se casó jugaba a las cartas con sus amigas los martes y los jueves. Después de la partida merendaban juntas y hablaban de sus cosas. Los martes en casa de mi prima y los jueves en la suya. Hasta que el marido le dijo que hacían un nido de cotillas. Cuéntame lo que le cuentas a tu primita, decía. Tanto hablar, tanto hablar, pero ¿de qué tenéis que hablar? ¿No tenéis otra cosa mejor que hacer? Y si algún martes él no iba a trabajar, cuando la veía arreglarse para salir, le decía que se fuera con sus amiguitas, que seguro que se lo pasaba mucho mejor que con él. Qué barbaridad, qué poco te gusta estar en casa. Con lo a gusto que estaríamos aquí los dos viendo la tele.