Matilde te abandonó antes de que tú quisieras verlo; y cuando comenzaste a contarle a Estela la historia de Aisha, te dio la espalda para siempre.

Ulises la alcanzó cuando se disponía a subir las escaleras:

—No te vayas así. Toma una copa conmigo.

Ella aceptó, y le tendió la mano.

Caminaron hacia el gabinete de música, apreciando los dos el calor en la mano del otro. Sobre el tapete verde destacaba el marfil de los dados. GRUTA MAÑANA MEDIODÍA.

—¿Sigue en pie?

—Sí, necesito volver a esa cueva.

Era la primera vez que se encontraban a solas, desde que llegasteis a Aguamarina. Desde que los dos se bajaron del automóvil de Ulises con la decisión de negarse a otro beso. Matilde deshizo el mensaje, reunió los dados y los depositó en las manos de Ulises:

—¿Quieres que juguemos?

—Sí.

Mientras tú contabas la historia de Aisha, ellos se intercambiaron palabras con el juego de azar.

Le tocaba jugar a Ulises, escribió MATILDE, y Matilde contestó con ULISES, cuando Estela, Estanislao y tú entrasteis al saloncito.

Ulises repetía en voz alta el nombre de tu mujer. Tú lo viste en sus labios, y sentiste que lo perdías.

Estela se colgó a tu brazo y al de Estanislao; por su pequeña estatura, parecía ir en volandas entre los dos:

—Matilde, querida —la estridencia de su voz al pronunciar el nombre de tu mujer chocó con la dulzura con la que Ulises lo retuvo en su boca—. La historia de la guardesa es realmente un drama emocionantísimo. He propuesto a estos caballeros que vayamos un día a la casa donde se reúnen los moros —ante la dureza de la mirada de Matilde, rectificó—. Perdón, el colectivo magrebí. Me gustaría conocer también a Farida y a Yunes.

—¿Qué le parece? —añadió Estanislao—, a mí esas reuniones me recuerdan a los primitivos cristianos, que se escondían en criptas para celebrar sus ritos. La congregación. ¿Qué le parece, Matilde, cree que Aisha querrá llevarnos?

Toda la indignación de Matilde se reflejó en su gesto: apretó los dientes y frunció el ceño antes de hablar:

—¿Pretenden que Aisha les lleve al circo?

—No se enfade, querida —contestó Estela—. La solidaridad empieza por la sensibilización.

—Esas son palabras bonitas. ¿Conoces también la de respeto?

—Vamos, vamos, querida —Estela se soltó de vosotros y buscó el brazo de Ulises—. Creo que es usted quien me está faltando al respeto.

Le falló la estrategia de atraerlo a su bando, de ponerlo en contra de Matilde, de dejarla sola ante los cuatro.

—Matilde tiene razón —le dijo, dándole palmaditas en la mano—. A usted tampoco le gustaría que un grupo como el nuestro la observara, ¿verdad, Estela?

Ella se zafó de Ulises, de las palmaditas que la convertían en una niña reprendida, instada a pedir perdón. Volvió a Estanislao, y lo encontró perplejo. La misma perplejidad la halló en tu reserva, porque tú aún no te habías pronunciado, seguías en silencio sin saber qué hacer ni qué decir. Resuelta a no dejarse abandonar por todos, recurrió a Matilde. Intentó haceros ver que tu mujer había creado el conflicto.

—Oh, querida, creo que ha sacado las cosas de quicio. Era sólo una idea, pero ya veo que si a usted no le apetece, a los demás tampoco. Vamos a dejarlo así. Será mejor que hagamos algo que a usted le guste, parece la mejor garantía para agradar a los hombres —Estela forzó una sonrisa—. ¿Le apetece escuchar música, querida? —sin darle tiempo a contestar, os preguntó a vosotros—: ¿Y a ustedes? —y se dirigió al tocadiscos sin esperar tampoco vuestra respuesta.

Un vals ocupó el silencio. Estela se movió al compás y entornó los ojos. Todos la mirasteis bailar sola. Tú te apiadaste de ella. Le pediste permiso para acompañarla. No percibiste la rabia con la que aceptó que abrazaras su cintura.

Matilde abandonó entonces el gabinete y se retiró a vuestra habitación. Cuando tú llegaste al dormitorio, ella fingía dormir.