Decidió seguir viaje con Peter. Quizá no era cierto que estuviera incapacitado para amar. Intentarlo de nuevo. Hamburgo. ¿Recuperar el amor? El amor. El regreso.

Después de cinco meses de la muerte de Ulrike. Maren, Curt, Heiner, les esperaban en el jardín. Heiner había preparado comida para todos, hacía sol. Recibió a Blanca y a Peter con una sonrisa. Tenía mala cara, estaba más delgado y unas profundas ojeras hacían sombra bajo sus ojos. ¿Te encuentras bien?, le preguntó Blanca, y él respondió sí. Sí. Después supieron que no era verdad. Se sentía cansado, deprimido, decaído. Tan sólo le reconfortaba seguir cuidando el jardín, y la casita del jardín. Mantenía los recuerdos de Ulrike dándoles sentido: él era el único que sabía por qué aquella piedra reposaba encima de la ventana, por qué las conchas en un vaso de cristal, por qué y de dónde los troncos colgados de la pared, el porqué de la rosa seca presidiendo la mesa. Talismanes que eran para Heiner la memoria vivida de Ulrike, que cobraron su verdadero significado cuando ella se fue, cada objeto era un momento concreto de su existencia, él no veía la rosa, sino el instante en el que ella la tocó, no veía las conchas, veía a Ulrike inclinándose a cogerlas; la observaba en Granada, sus ojos detenidos en un llamador de bronce, acariciando los dedos metálicos, envolviendo en su mano la bola que apresaban, aldaba, aldaba, aldaba, repetía para sí, para hacer suyo ese nombre que la fascinó, que le sabía a danza con campanillas en los pies, a vientre de mujer balanceándose, a Las mil y una noches, aldaba, aldaba, a cópula de macho cabrío, a sombra de una estrella fugaz. Heiner no veía el llamador pendiendo en la puerta, sino la cara de Ulrike rediviva, su sorpresa, ya en Alemania, cuando le mostró la aldaba que ella había sostenido en su mano y que él compró a escondidas en Granada. Aldaba, gritó, y después empezó a cantar otras palabras de origen árabe que había aprendido en España, almazara, alcazaba, alcántara. ¿Sabes que el baúl donde va cayendo el tapiz de terciopelo mientras se teje se llama alcántara? Tengo que decírselo a Blanca, le gustará saberlo. Alcántara, te quiero, aldaba, gritaba acariciando el llamador. Te quiero, repitió, y le puso la aldaba en la mano y le pidió que la colgara en la puerta de la casita del jardín.

Heiner sacaba brillo al bronce, una vez a la semana, como ella lo hacía. Rellenaba de agua el tarro de las conchas y mantenía su memoria, haciendo que cada cosa permaneciera en su sitio, el lugar que Ulrike les había adjudicado. Cuidaba de la casita y del jardín, como si la siguiera cuidando a ella.

Es duro sobrevivir. Durante los últimos años había alimentado su fuerza con el pánico a perderla, ahora que la había perdido, ya no tenía miedo. Comprobó que el terror a su ausencia había sido más terrible aún que la ausencia misma. La realidad en ocasiones es monstruosa, pero es más fácil vivirla que temerla. Ya no tenía miedo, ya no se torturaba, ya no tenía que luchar contra sus propios fantasmas, contra sus fantasías de horror. Ya no era necesario desear que cierto día no llegara nunca, el día había llegado, estaba aquí, idéntico a sí mismo, ni peor ni mejor a como lo imaginaba. No tenía miedo, pero tampoco le quedaban fuerzas.