Carmela paseaba por el parque como todas las mañanas. Se acercó al estanque y se entretuvo observando a los piragüistas. Una sonrisa le invadió la boca al recordar un domingo anterior. Había estado remando con Blanca y los niños. Mario, el más pequeño, hacía la gracia de lanzar agua con el remo a la barca que Blanca y las niñas intentaban dirigir al embarcadero. Casilda y Carlota se pusieron furiosas. Blanca reía, ¡al abordaje!, gritaba, le dio un ataque de risa, se dobló para sujetarse el estómago y se le cayeron las gafas de sol al agua.

Carmela miraba al fondo del estanque. Le parecía estar oyendo a Blanca. Blanca, qué sería de mí sin ella, qué sería de mí sin ella, y es la primera vez que tiene sentido esa frase.

—Tus hijos se irán —le dijo Blanca en una ocasión—, se harán mayores y se irán, y tú te quedarás con lo que hayas hecho de tu vida.

Carmela se retiró del estanque. Sin su sonrisa. Vio a un chico con una bicicleta.

—¿Alquilan bicis por aquí? —le preguntó.

—No, pero si quieres te la presto.

Aceptó el ofrecimiento y bordeó el estanque pedaleando. La brisa era fresca, le levantaba su falda roja y le arrastraba el pelo hacia atrás, hacia arriba. Más deprisa, más. Se alejó del agua por una vereda en pendiente. Ningún esfuerzo para alcanzar velocidad, para que revolotee su falda roja. Una vieja la observaba, se santiguó al ver sus muslos desnudos. Desvergonzada, le increpó. Carmela soñaba con volar.